Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
  • Actualizado 00:24

LA LENGUA POPULAR

Mis amigos me dejaron hoy, la cerveza siempre me acompañó

Mis amigos me dejaron hoy, la cerveza siempre me acompañó


La forma más intensa de llegar al final siempre es con una colisión, con un choque, con una caída estrepitosa que permita derrotar el vértigo del miedo o de las ganas de lanzarse al vacío. Llegar al final de un año, y a la vez al inicio de otro, es la contención de ese inevitable y riguroso sistema evaluativo que sostiene la pregunta más radical del individuo: ¿Quién soy? ¿Qué soy? ¿Qué fui? En un movimiento sencillo y menos abstracto, es inevitable al final del tiempo no hacernos la pregunta de cómo fueron nuestros días en aquellos trescientos sesenta y cinco días ya gastados y cómo serán en los trescientos sesenta y cinco por gastar. La vida se acaba de a poco en este ejercicio.

De todas formas, toda pregunta acerca del tiempo no es más que el movimiento desesperado por buscar una respuesta que nos deje a buen recaudo, que nos conduzca al orden de las mejores cosas para creer, que nos permita una mejor versión de cada uno. Al final de cuentas el paseo más remoto y menos recordado será el de la posibilidad de aún en el tiempo sostenerse en los ojos de aquella que ya nos ha dejado para siempre, pero que por siempre esos ojos en nuestra posibilidad recordada aún hagan el intento por mirarnos. Y no olvidar que también hemos dejado y nos recuerdan tal vez todavía mirando.

Llegar al final más allá de toda construcción en la trama, de todo argumento desarrollándose en el calendario, siempre tiene algo de salvaje, algo de azaroso y bestial, porque sacude nuestras vibras de la comodidad de transitar por los caminos automáticos que nos llevan hasta el hogar, para situarnos frente a la total oscuridad de la perspectiva. Oscuridad en la que cualquier punto es llegada y partida final; pero también es terror y euforia. Cada paso en la oscuridad contiene el misterio de atropellar un obstáculo lo suficientemente gigante o imprevisible como para no tener seguro el paisaje que sostenga nuestra cabeza al frente; el horizonte pierde su horizontalidad, más bien muta a la verticalidad de encontrar con las manos el punto final de los finales que posibilite que de alguna brecha de la cortina se filtre el cálido y tímido hilo de luz que en la penumbra es más que una hoguera.

Herir la oscuridad es a la vez confiar en el vigor de nuestro ánimo por superar el adiós, la ausencia, la derrota, la amarga despedida de un amor, de una familia, de un amigo, de un enemigo, de un sueño, de un deseo. En el fondo, es el arte de perder el que nos permite hacer del tiempo un lugar más bonito, más cálido para habitar. La memoria termina despoblándose de sombras y, por fin, la posibilidad de una versión diferente se instaura en el salto final; solamente importa el cobrar la palabra que hemos dejado hipotecada. En ese balance de cobro, la dependencia por la pregunta hacia un lector ajeno pierde importancia. Entonces ya no importa el qué fui para tus ojos, el qué fui para tu vida, el qué fui para una historia. Más bien es un retorno salvadoramente irresponsable de recuperar aquellas caras que brillaban con los viejos discos de una banda de rock, cuando al conducir la mirada de frente prevalecía más que la de costado.

Porque, en el perder, el universo se afina con la más simple de las cosas y se vuelve un juramento, dejando de lado la grandiosidad de la tertulia de los astros. En esa acción, el final perdido se convierte en un acto de responsabilidad y de lealtad más pura hacia las nubes a las que hemos encargado nuestras palabras más volátiles e irresponsables, pero también más firmes y creyentes. No importa que el cielo que nos cubre sea completamente diferente entre tu frente y la mía; lo que importa es que a lo lejos siga sin duda sacudiéndonos las pestañas.

Ahora voy a evocar el nombre de Ricky Espinosa. Hablar de él es hablar de la irresponsabilidad de perder como acto heroico, de la valentía de saber conjurar, con la inocencia y el deseo del juego, todos los juramentos de seguir vivos; pero, llevados por la piromanía de estallar, todo lo que dé la mano finge hacernos más maduros, menos traicionados y mejores prototipos. Ricky Espinosa es la violencia poética de la fuerza con la que una flema se estrella contra el vidrio de un auto; el asco y lo reprochable del acto y la estética de la baba siempre terminan diciéndonos mucho más que lo que creemos; nos permite tener una gran historia de repudio, o de locura; pero siempre una historia. En el contarnos y en la acumulación de esa violencia poética de anécdotas respondemos el qué fuimos y vamos siendo.

Ricky Espinosa nació en el vértigo del lugar del tiempo, en la última casilla del calendario, en esa que, más que una pequeña aldea a diferencia de las anteriores, es una planicie con un dispositivo explosivo programado para las últimas veinticuatro horas que terminará derrumbando todos los pisos de cada año que se acaba. Ricky Espinosa nació el 31 de diciembre de 1966 y murió lanzándose o tropezándose del quinto piso de un amigo; la mejor historia es que lo hizo después de haber jurado minutos antes de la última partida de futbol en una consola de videojuego, saltar por la ventana si perdía. El final fue una ambulancia y posteriormente un funeral en el que se aglutinó toda la gente más extraña y marginada de Buenos Aires. Se dice mucho de él, pero muy poco de que antes que el personaje que se articulaba en escenarios, en entrevistas y anécdotas de seguidores idiotizados, era una persona entregada absolutamente al vigor de tener algo que decir, y en ese algo cargar la cruz de muchos otros que como él repetidas veces hemos sentido que la soledad no es un buen lugar para estar, que las heridas del recordar duelen mucho y que, por más fuerte sea el grito, a veces solo queda la remota compañía de perderse en la oscuridad.

Ricky Espinosa era un atormentado, era un genio, era un niño, era el vocalista y compositor de Flema y otras bandas más, era un personaje, era más que nada un alma vieja y por eso no escucharla es descuidar también la nuestra. Lo fascinante en su música es el esfuerzo por intentar saber estar solo; porque el arte de perder un amor, una familia, un amigo, un deseo, es la irresponsable pero heroica acción de respetar cada una de las nubes que no nos permitimos observar. Es el arte de hacer heridas a la oscuridad.

Ricky escribió: Mis amigos me dejaron hoy, la cerveza siempre me acompañó.

Feliz cumpleaños, Ricky Espinosa.



Escritor - [email protected]