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  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
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Apuntes para dibujar un retrato

Apuntes para dibujar un retrato


Sentado en una cabaña de madera en las afueras de la localidad de San Cristóbal de las Casas en Chiapas, en el sudeste de México, estoy a punto de empezar a dibujar un retrato del subcomandante Marcos.

Veinte años atrás, en este pueblo de calles angostas, de casas pintadas en tonalidades de flores, de veredas irregulares, si un indio caminaba por una calle tenía que hacerse a un lado para permitir que un mexicano “blanco” continuara su camino imperturbable. Cuando los zapatistas tomaron el control de la ciudad en 1994, eso cambió. Lo que sucede hoy en esas mismas veredas llenas de pozos es una cuestión de decisión, no de discriminación.

Cuando entré en la cabaña donde él estaba viviendo transitoriamente, me preguntó dónde quería que se sentara. Le señalé una silla cerca de donde ya estaban sentados dos comandantes zapatistas -una mujer acompañada de su hija de seis años y un hombre mayor-. Calculé: así, él hablará con ellos y me dejará en paz. Me miró con una pizca de ironía como si me leyera los pensamientos. ¿En paz? Sí, la paz es un momento.

La víspera había anunciado ante varios centenares de personas que, por un tiempo, no haría más presentaciones públicas, porque la amenaza a las comunidades zapatistas y su estilo de vida y la lucha durante los últimos trece años era en este momento tan fuerte que debía volver a ser el soldado clandestino que en algún momento había sido, para ayudar a organizar su defensa en las montañas. La defensa de quienes -recordó al público- habían renunciado formalmente a toda forma de lucha armada desde 1996, pero que en caso de ser atacados resistirían con tenacidad. Al parecer, el nuevo presidente Calderón y su gobierno, después de su elección fraudulenta en 2006, calculaban que podrían proceder en breve a aniquilar a los zapatistas sin provocar protestas generalizadas. Y de esa forma, creen que el ejemplo flagrante de la desobediencia de los zapatistas ante la tiranía global del fascismo económico, conocido como neoliberalismo, también será aniquilado.

Marcos y los comandantes se ponen a hablar y yo empiezo a dibujar. Los tres -y la chiquilla de seis años- tienen sus pasamontañas puestos. “Usamos pasamontañas -proclamaron una vez los zapatistas- para ser visibles”. Extraña paradoja para analizar mientras se dibuja un retrato.

Tres días antes, en la comunidad zapatista de Oventic, yo estaba conversando con cinco de sus consejeros. Esas mujeres y esos hombres hablaban con absoluta serenidad porque decían sus verdades -distintas de la verdad-. La serenidad que acompaña la creencia en una sola verdad es una indiferencia despiadada. La de ellos era una serenidad considerada. Y sus pasamontañas, lejos de hacer parecer menos humanos o menos únicos sus rostros, los realzaban. Yo leía sus rostros a través de sus ojos, y los mensajes de los ojos son los gestos faciales menos controlables y por lo tanto más sinceros. (…)

Marcos tiene manos grandes con dedos excepcionalmente largos. La piel gastada y un poco callosa, la textura de manos de campesino. Cuando aparece en público adopta una actitud y un estilo de mensajero y lee cuidadosa y lentamente el nuevo mensaje en voz alta, o simplemente se queda ahí parado, encarnándolo. En cambio, aquí, en la cabaña, está cómodo y no mide el tiempo. Tiene las piernas y los brazos relajados como un piloto de larga distancia que una vez más aterrizó su avión en una pista corta. De repente se me ocurre que podría tener una leve afinidad física con Saint Exupéry: quizás un escepticismo o reticencia comparable respecto de su altura y su tamaño.

México posee una de las minas de plata más grandes del mundo, como bien descubrieron los conquistadores apenas llegaron. Es también una tierra de espejos. Algunos enmarcados magníficamente muchas veces destrozados, y, más extensivamente, una multitud de fragmentos, baratijas, lentejuelas, pedazos de espejo y mica capturando la luz. “Cuando tocamos los corazones de otros pues tocamos también sus dolores. O sea que como que nos vimos en un espejo”, declararon los zapatistas en la Sexta Declaración de la Selva Lacandona, dos años y medio atrás.

Ciudad de México es probablemente la tercera metrópoli del mundo, con una población que supera los 20 millones de habitantes. Una ciudad de consumismo desenfrenado, de chantajes interconectados, de pobreza. Barrios enteros manejados por pandillas de traficantes de droga. Avenidas residenciales custodiadas por guardias de seguridad privados con chalecos antibala. Una contaminación colosal. Tránsito caótico. El río Piedad corre hacia el este por una tubería oxidada monstruosa. Transporte público mínimo. Hay tres “niveles” de rutas suspendidas. Debajo de éstas, sin un vehículo, hay que correr como una tijereta. Aquí los autos han pasado a ser para los que trabajan tan indispensables como la vivienda. La antigua ciudad azteca de Tenochtitlán finalmente ha sido transformada en un carrusel para los intereses de las automotrices y petroleras del capitalismo corporativo.

Cada año, un millón de campesinos e indígenas mexicanos se ven obligados por la pobreza y la carencia de tierras a abandonar sus hogares rurales y trasladarse a la capital o a otras ciudades, mientras sus tierras son ocupadas por empresas agroindustriales. México es un país de migración. Quince millones de hombres y mujeres trabajan en Estados Unidos. Cada año, envían a su país alrededor de 25.000 millones de dólares. Estos trabajadores son en su mayoría indocumentados y, por lo tanto, considerados criminales en Estados Unidos y tratados como tales. (…)

“Sólo para los poderosos la historia es una línea ascendente donde su hoy siempre es la cúspide”, han dicho los zapatistas. “Para quienes están abajo, la historia es un interrogante que sólo puede responderse mirando hacia atrás y hacia adelante, creando nuevos interrogantes”.

Ahora me detengo en las cejas, las líneas de la parte inferior de la frente, los círculos debajo de los ojos, la forma en que la nariz prominente abulta el pasamontañas. Su voz física es distante y persuasiva a la vez. La voz escrita es otra cosa. Contrariamente a lo que en general se supone, la verdadera voz de un escritor rara vez (quizá nunca) es propia; es una voz nacida de la intimidad y de la identificación del escritor con otros que conocen el camino con los ojos vendados y que calladamente lo guían. Surge no del temperamento sino de la confianza del escritor.

Y mientras dibujo el volumen de su cabeza, me pregunto cómo definir, cómo trazar el contorno de ese lugar desde el cual sale la voz del autor de los mensajes zapatistas. ¿Desde dónde habla al mundo? Físicamente, la voz habla desde aquí, desde las regiones altas onduladas y escarpadas de Chiapas, controladas actualmente por sus pueblos indígenas que recuperaron su tierra para cultivarla, y que construyeron escuelas, centros comunitarios, clínicas. ¿Pero desde dónde habla su voz metafóricamente?

Acaba de hacer reír a la chiquilla. El pasamontañas que tiene puesto parece sacudirse como un cachorrito. (…)

Pasé de dibujarlo con tinta a dibujarlo con carbonilla, porque es más tentativo, más ajado, más desgastado. La tinta, desde el vamos, sabe qué quiere decir; la carbonilla escucha.

Ninguna reproducción consigue dar una idea de la fuerza y la escala del fresco de Rivera que remata la escalera principal de lo que fue hasta hace poco la sede del gobierno, el Palacio Presidencial. La comparación que se hace muchas veces con la Capilla Sixtina de Miguel Angel no es descabellada -pero con el Juicio Final, no con el techo-.

Diego, “el elefante” como lo llamaba Frida Kahlo, era tan común como cualquiera de nosotros. A veces era alborotador, a veces derrotista, a veces haragán, a menudo inconsecuente. Se transformó, sin embargo, cuando se sintió llamado a pintar y encarnar en esas paredes la historia de los pueblos de los cuales provenía; entonces se volvió consecuente al punto de ser capaz de dar a cada detalle, a cada rasgo, su lugar particular en un vasto destino histórico. En lo alto de esa escalera, da la sensación de que mil años de historia inventaron al pintor colosal, no a la inversa. Las cientos de figuras tamaño natural -desde las civilizaciones precolombinas, desde el mercado callejero de Tenochtitlán, desde tres siglos de explotación colonial hispánica, desde la Guerra de la Independencia que terminó en 1821 y, de manera más decisiva, desde el siglo posterior a esa guerra que desembocó en la Revolución de 1910 y su visión de un futuro distinto-, todas esas figuras notorias y anónimas están contenidas juntas en una visión de tanta energía y continuidad que, pese a las muchas y enormes crueldades, resultan en una suerte de invitación fraterna. Cada visitante mexicano que baja la escalera para irse, ha recibido, de alguna manera, una cala de una de las canastas pintadas de las floristas pintadas.

Al mismo tiempo -y es probable que sea otra de las razones por las que pienso en la confusión y el desorden del Juicio Final de Miguel Angel-, al mismo tiempo, la historia política del México moderno, tal como aparece presentada en esas paredes y a partir de todo lo que ha pasado desde que fueron pintadas, no es nada menos que un campo gigantesco de promesas rotas. Un tipo de esclavitud siguió a otro, nuevos sistemas de represión y discriminación reemplazaron a los anteriores, formas modernas de pobreza fueron inventadas e impuestas, cada vez más recursos naturales fueron utilizados y robados por los gringos del norte, y los pueblos indígenas quedaron cada vez más desheredados. Solamente el grito de Emiliano Zapata “¡Tierra y Libertad!” -antes de ser asesinado en 1919- siguió sonando verdadero. (…)

“No para tratar de resolver desde arriba, sino sí, para construir desde abajo y para abajo. No creemos que el fin justifique los medios. En definitiva, creemos que los medios son el fin. Construimos nuestro objetivo al mismo tiempo que construimos los medios por los cuales seguimos luchando. En ese sentido, el valor que damos a la palabra dicha, a la honestidad y a la sinceridad es grande, aunque a veces podamos equivocarnos ingenuamente.”

Me mira mientras dibujo y sonríe. Existen dos tipos de sonrisas (entre muchas otras): una es la que está esperando el cierre de un chiste nuevo, la otra recuerda un chiste oído. La de él es la segunda.

Me encontraba en un pueblo llamado Acamilpa en el estado de Morelos, donde nació Emiliano Zapata. Milpa significa un campo de maíz donde crecen a su lado otras plantas y donde conviven muchas aves, insectos y animales. Quiero describir el rostro de una anciana que me resultó extrañamente familiar. Podría haber nacido en mi pueblo de los Alpes, ¿o acaso será esa edad que nos lleva a todos al mismo pueblo? Sea como fuere, era un sábado a la noche y el patio de una casita de campo estaba lleno de mesas con manteles blancos porque alguien cumplía años y los invitados estaban por llegar. Un acordeonista ya estaba tocando. Había una acacia muy grande que seguramente estaría cuando Emiliano Zapata era chico. En una mesa, trece ancianos de los pueblos vecinos mantenían una reunión muy seria para coordinar sus planes de desobediencia civil y obstrucción para impedir que su agua fuera desviada y robada por especuladores inmobiliarios. Se turnaban para hablar, prestando mucha atención y sin apresurarse. Aceptaban la música como si fuera un plato en plena cocción que más tarde se podría comer. La anciana tenía la cara curtida y castigada por el viento y sus ojos brillantes parecían acostumbrados a mirar a lo lejos, desde donde vienen los vientos. Para la fiesta de cumpleaños se habían colgado globos entre la casa y la acacia. Y esto es lo que me dijo: He vivido mi vida como me fue dado vivirla, y ahora pienso en el futuro. Pienso en mis nietos y sus hijos, y en cómo vivirán. Por ellos tenemos que resistir. Los que gobiernan hoy quieren destruir a todos los campesinos y a todas las comunidades indígenas porque quieren ser dueños de cada semilla de la tierra y de cada litro de agua que viene de las montañas. Por eso paramos sus camiones cuando vienen a robarnos lo que es nuestro... Es mejor morir de pie que vivir de rodillas.

Llevaba el pelo largo, tan blanco como el mío, echado hacia atrás, despejando la cara curtida, y recogido en un rodete.

Marcos usa un reloj en cada muñeca. Uno para tiempos de paz. Otro para tiempos de guerra. Cuando los zapatistas participan en una operación defensiva, trabajan con un horario cambiado por si sus mensajes son interceptados. Existen, de todos modos, ocasiones que desafían el tiempo o cualquier tiempo. (…)

Detrás del pasamontañas, bajo la nariz prominente, una boca y una laringe que hablan de esperanza desde la barranca. Dibujé lo que he podido.

Los zapatistas, mientras tanto y probablemente, estén corriendo peligro. Cualquier ataque contra ellos vendrá de quienes mezquinamente creen que su ejemplo puede borrarse.

Escritor y crítico de arte inglés