Opinión Bolivia

  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
  • Actualizado 09:37

Lecciones de oscuridad de Viejo Calavera

Lecciones de oscuridad de Viejo Calavera


Viejo Calavera, primer largo de Kiro Russo, ha ingresado en su segunda semana de exhibición en salas comerciales. No es un logro menor para esta película boliviana de apariencia austera, realizada por el colectivo Socavón Cine, producida por Pablo Paniagua, Gilmar Gonzales y Russo, y coescrita por estos dos últimos. Pero lo cierto es que, detrás de su aparente austeridad logística, técnica y discursiva, Viejo Calavera encierra una ambición portentosa, que se se expresa en el despliegue de múltiples niveles de construcción. Al igual que las minas en que se sumerge, la cinta explora y explota diferentes vetas, que amplían y enriquecen su interpretación, pero que deparan también puntos ciegos. Es una obra compleja que se presta a un sinnúmero de lecturas, pero también a alguna confusión. Su ambición es proporcional a sus riesgos. Su brillo se expone permanentemente a la oscuridad, de la que –con perdón de don Herzog- bien podríamos colegir algunas lecciones.



Lección 1: Las oscuridades no conviven

No por nada promocionado como “un viaje a la oscuridad”, Viejo Calavera ensaya, en efecto, una inmersión en las tinieblas que visualmente se materializa en las minas, pero que también cobra otras formas: la borrachera, el silencio, la muerte y, por supuesto, la noche. De hecho, bien podría asumirse la trama del filme como un “concierto conflictivo” de noches, un escenario en el que diferentes nocturnidades se encuentran, colisionan y explotan. El protagonista, Elder Mamani, es un joven intratable que llega a trabajar a la mina de Huanuni (Oruro), obligado por la muerte accidental de su padre y arrastrado por su tío/padrino también minero. Su naturaleza díscola le impide adaptarse al trabajo en los socavones y a la convivencia con sus compañeros, a los que se enfrenta con una hostilidad destructiva. Tampoco es capaz de dejar el alcohol, un vicio que lo vuelve paria entre los mineros, pero también en su familia: no tolera el silencio de su padrino en torno a la misteriosa muerte de su padre y no es capaz de comunicarse con su abuela que parece más cerca de los muertos que de los vivos. Así pues, Elder ingresa a la mina cargando una particular noche: una oscuridad a la vez autodestructiva y liberadora, que impacta con la oscuridad claustrofóbica y represiva de los socavones mineros. Para un malviviente como Elder, entregado al alcohol y otras drogas, la mina encarna el mundo del trabajo, una cárcel con poquísimos reductos de fuga. Para un minero punk como Mamani, que rehúye de cualquier atadura social e institucional y se consagra a vivir solo para sí mismo, la mina es una condena de pertenencia a una colectividad de la que no quiere ser parte. Para un veinteañero hedonista como Elder Mamani, que -literalmente- se mea en las convenciones, las responsabilidades y el sentido de futuro, el ingreso a la mina es también el ingreso a una vida adulta en la que ya no le será posible vivir el presente y nada más.

La mina encarna, pues, una oscuridad que se devora todo lo que llega a sus entrañas, que extingue los destellos de rebeldía y de libertad con que la alumbran visitantes aún no teñidos por su singular negrura, como Elder Mamani. Eso es lo que sugieren las recurrentes secuencias en que el protagonista se adentra solitario y errabundo en las cavernas del Posokoni, con la lámpara de su casco iluminando cada vez menos las arrugadas paredes de los laberintos mineros. La rotundidad de estas imágenes no solo habla del sentido estético del director de fotografía, Pablo Paniagua, sino del inminente destino de oscuridad que depara la mina para sus habitantes. Un destino del que quiere escapar Elder Mamani, que, aun cargando su particular oscuridad, trae consigo una luz solitaria que se resiste a ser desaparecida por la penumbra, que no renuncia a su libertad ni siquiera adentro de la mina, ahí donde puede seguir siendo él mientras empina una tras otra botellitas de alcohol puro, se da un chapuzón en un arroyo o duerme al pie de la maquinaria de trabajo. Y es que la lucha de este minero involuntario no persigue un bien común supremo, no está contaminada de ideologías, no opone resistencia a un gobierno; su lucha es contra esa condena de explotación y oscuridad opresiva que le impone el trabajo, la mina. Su revolución no está en su condición de minero, sino en la negación de esa condición. Su particular revolución no aspira a empoderarse políticamente a través de su fuerza de trabajo, sino a eludir el trabajo. Relegada la conciencia revolucionaria de los mineros (más preocupados por vacacionar que por pedir mejores condiciones de trabajo) y diluida su memoria histórica en una versión alcoholizada y grotesca de “Los mineros volveremos”, Elder Mamani es la única revolución posible adentro de la mina.



Lección 2: La redención no siempre es preferible

a la oscuridad

Puede pecar de muy antojadiza, pero una lectura narrativa de Viejo Calavera podría permitirnos emparentarla con una suerte de “Divina Comedia minera”, que desciende al infierno oscuro de la mina, donde se desarrolla la mayor parte de su metraje, para luego ascender al purgatorio de los Yungas y finalizar en una carretera que parece rozar el cielo/paraíso. Esta idea se soporta en las secuencias de descensos –por escaleras o ascensor- al interior de la mina, pero también en el diseño sonoro que alterna el silencio tenebroso de los socavones con la sinfonía de aullidos, estertores y rugidos de las máquinas que operan los mineros. Elder/Dante hace el camino llevado por su tío Francisco/Virgilio. No obstante, el papel de este no es tanto de guía bienhechor como de cancerbero mudo. Este Virgilio traslada a Dante a la oscuridad, pero no lo guía a través de ella. Lo sumerge al infierno, pero no para que emerja de él.

Se entiende que este calvario es una condición imprescindible para que el protagonista alcance su redención, para despojarse de una vez por todas de su nocturnidad y dar rienda suelta a la pequeña luz que guarda. Sin embargo, es en esta cadena narrativa que Viejo Calavera tropieza al intentar saltarse unos imprescindibles eslabones. El traspié más evidente es el que se produce en el desenlace del filme, en el momento en que Elder experimenta alguna epifanía y se lleva consigo a su tío/padrino, en un intento por salvarlo (o al menos eso parece). Lo extraño es que el filme no aporta los elementos necesarios para entender el origen de esa epifanía. De un momento a otro, apenas unas horas después de haber intentado matarlo, el protagonista parece perdonar a su tío cancerbero y se lo lleva consigo para hallar juntos la redención, pero sin que se entienda bien por qué lo hace, o qué milagro lo ha hecho ceder a una imprevisible nobleza. Ese salto de tiempo y de espacio no termina de funcionar como una elipsis, en la medida que no permite al espectador completar la trama o asumirla abierta. La progresión dramática del personaje de Elder se detiene y, de un brinco incomprensible, lo acomoda en un desenlace celestialmente redentor (con una música inmejorable: un Adagio de Alessandro Marcello), que es visualmente bello, incontestablemente bello, pero que deja un regusto de incongruencia e inverosimilitud.

Daría la impresión de que la película le impone un final demasiado luminoso a un personaje que ha encontrado en la oscuridad –la suya, no la de la mina- su libertad más genuina. Russo y compañía ceden a la tentación de la redención y traicionan la naturaleza nocturna de Mamani. Y al traicionarla, suspenden la oscuridad en la que mantienen sumido al espectador y lo obligan a salir a la luz sin saber por qué y cuando aún no está preparado para abandonarla. Esta es una trampa a la que se expone Viejo Calavera en virtud de esa ambición aludida al principio, pues su compromiso con la belleza plástica de la última secuencia parece ser mayor que su compromiso con la vocación oscura de su protagonista.



Lección 3: El cine pertenece a la oscuridad

Insisten los realizadores de Viejo Calavera en que su película sea vista en una sala oscura de cine, por tratarse de una obra formalmente pensada y ejecutada para experimentarse a un alto nivel sensorial. La oscuridad ejerce una vez más de fetiche para justificar esta apuesta. Y no es para menos. Harto se ha valorado la capacidad de la fotografía de Paniagua para introducir al espectador adentro de las minas, al punto de hacerle sufrir su fuerza opresiva y sus picos de temperatura. De la foto corresponde, también, rescatar su búsqueda de una puesta en escena pictórica, en la que la cámara recorre en travelling laterales rostros, cuerpos, objetos y paisajes, cual si estuvieran enmarcados en cuadros de una galería, separados solo por el vacío sombrío que hay entre uno y otro. Y si hubiera que elegir una secuencia en particular, el suscrito se decanta por la primera, uno de los mejores inicios del cine boliviano: un robo de cartera (no)visto desde un callejón de Huanuni, una calada profunda de cigarro, un recorrido coreográfico por una discoteca y una persecución por las calles el pueblo, detonada por un nuevo robo del Viejo Calavera. Y eso por no hablar de la secuencia que le sigue, la que tiene lugar en las pampas de Huanuni, con la sola iluminación de la luna y de algunas linternas que generan un clima sobrenatural para la historia.

No menos decisivo para la redondez formal del filme es su sonido, pocas veces tan creativamente aprovechado en el cine boliviano, en este caso para subrayar la atmósfera escalofriante de los parajes en sombra que recorren los personajes. De su oficio en el montaje puede hablar esa magnífica secuencia que revela el funcionamiento de las tripas de la mina: esa bestia de explotación industrial que deshumaniza a todo el que toca y en la que el hombre es apenas un engranaje más.

De la suma de estas cualidades se desprende una puesta en escena de la oscuridad que es capaz de descubrirnos una belleza que desconocíamos o habíamos olvidado: esa que se detiene en la superficie oscura, accidentada y endurecida de la materia, y brilla solo en la medida en que su entorno permanece en la sombra, un destino al que esa fracción iluminada ha de también volver más temprano que tarde. Se trata de una oscuridad que nos remite, cómo no, a la propia condición primigenia del cine: la promesa de un rostro por iluminar, de un paisaje por ver, de un mundo por descubrir.





Periodista – [email protected]