Opinión Bolivia

  • Diario Digital | miércoles, 24 de abril de 2024
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[Chenk’o total] Bolívar y Aracataca

[Chenk’o total] Bolívar y Aracataca


El asunto era viajar hasta Santa Marta, conocer la última morada del Libertador de las Américas, Simón Bolívar, y llegar hasta Aracataca, la llajta de Gabriel García Márquez. Salimos de Cartagena de Indias acarreando la viajerita, una valija verde medianera que galopaba con valentía por los adoquines coloniales hacia una avenida grande, afuera de la muralla. En plena carretera, nos recogió un minibús con urgente aire acondicionado, confortable, ágil, repleto de todos los gringos y chinos posibles que iban detrás del caribe colombiano de Tayrona. El viaje fue así: cinco horas de vallenatos radiales, una parada para comprar plátanos fritos y una gaseosa de gloria. Llegamos a mediodía a la tierra de Carlos Vives.

Nos esperaba un lindo hostal con piscinita que había reservado una amiga quiteña. No podíamos ingresar aún al cuarto, entonces decidimos dejar la maleta y emprender con las mochilitas hacia la Quinta de San Pedro de Alejandrino, a unos 20 minutos en taxi desde el centro de Santa Marta. Al llegar no se pagaba entrada, solo una buena propina al guía. La quinta original se había vuelto cuarta, pero conservaba algunos jardines y árboles tricentenarios con ramajes psicodélicos. Unas iguanas de dos metros se paseaban en tu nariz, la humedad arrasaba. El guía era un joven bachiller. Indicaba que Bolívar había llegado maltrecho con una comitiva de nueve hombres. Fue recibido por el dueño del lugar, su amigo y protector Joaquín de Mier y Benítez, quien le dio contención los últimos 17 días de vida. Antes de ingresar a los aposentos, nos hizo lagrimear la última carta de Bolívar, escrita el 10 de diciembre de 1830 -siete días antes de morir-, en la cual perdona a sus perseguidores y detractores que violentan y ofenden lo que el héroe considera lo más sagrado: su reputación y amor por la libertad. Plantea como último deseo la unidad de los pueblos libertados y rechaza a los partidos que parten la patria. Simón tenía 47 años, estaba con una tuberculosis galopante y otros males.

La parca atrapó al gran guerrero en un aposento de claustro. Entramos al mismo, era muy pequeño y austero. Murió rodeado de pocos leales, sudando alucinaciones recurrentes en torno a volver a Europa para reagrupar los ejércitos libertarios. El guía indicaba que el cuerpo final del gran venezolano tenía 42 kilos y medía un poco más de metro y medio. Salimos acongojados de la Hacienda luego de abrazar al árbol que lo vio llegar y visitar un museo de arte contemporáneo, de muy mal gusto y sin luz, erigido en los fondos.

En la tardecita, caminamos por el malecón de Santa Marta. Con sus afronadadores, cantamos vallenatos en un crepúsculo violeta junto a una familia completa protegida en su carpa. El abuelo tocaba el tambor, el nieto bachiller era un virtuoso del acordeón, el padre le daba a la guaracha mientras la madre cantaba con gran sentimiento coplas populares que estremecían la mar. En lo mejor de la fiesta y anocheciendo, la Policía nos obligó a salir de la playa, dormimos chispeados, felices, tarareando versos caribes.

Al día siguiente, salimos urgidos rumbo a Aracataca, cuatro horas de taxi por carreteras empinadas de calor. En el camino se veía aún el tren aquel de Gabo succionando las venas abiertas, pero ahora en vez de plátanos se llevaban madera y carbón. Casuchas camineras ofrecían pescado frito con yuca, las piscinas arroceras causaban alucinaciones. Al llegar al pueblo, salimos del auto y la humedad nos dio el bofetazo de la realidad. La plaza se encendía de árboles espesos que facilitaban una sombra exquisita. La iglesia, blanca anfitriona de dos campanarios, saludaba cuidadita en sus maceteros. La escena me llevó al Beni. A dos cuadras, a la vuelta, nos sorprendió la casa de Gabo. Parecía que había sido construida anteayer, que se iba a trasladar en prontitud. Era similar a esas moradas luteranas preconstruidas, con una reja verde de madera recién pintada, pasillos frescos, un cuarto con su mecedora arcaica y el fonógrafo que iniciaba el siglo XX. Unas italianas sacaban fotos al supuesto comedor donde el coronel Márquez dirigía los diversos almuerzos, al taller de pescaditos, a la cuna de metal del nene Gabito, más allá un escritorio de cajoncitos tallados mostraba su libro fundamental: Las mil y una noches. Lo único que parecía de verdad era el patio del fondo con el cuarto de los guajiros repleto de supersticiones y pelelas… y aquel árbol central venudo y vetusto, orinado por seis generaciones.

El chofer del taxi nos contaba que Gabo había nacido allí en 1927 y que había vivido en esa casa hasta sus ocho años, que había estudiado en una escuelita Montessori que ya no existía. Contaba que sus padres lo habían dejado al cuidado de su abuelo materno, el coronel Papalelo, pues se fueron a montar una farmacia en Barranquilla y a seguir teniendo hijos. Gabo volvió al pueblo solo un par de veces, una como universitario con su madre, y otra a los 80 años, pero no ingresó a la casa. Con sabor a poco, caminamos hacia el museo del telegrafista, la estación del tren parecía abandonada, una escultura para “Remedios, la bella” confirmaba el abandono, pues Remedios había sido arrancada (¿o tal vez se iría volando?), quedando solo un libro de estuco con letras borradas. Los cataqueros aún sufren de mala agua y enfermedades elementales. El sopor de la siesta era ya insoportable.

En el camino de vuelta, respiramos el mundo de Macondo, aquella tierra guayabera que parió a grandes del sur. Suspiré por Bolívar, compuse un amago de vallenato para Gabo que luego olvidé: nos esperaba un último recorrido hasta el Caribe colombiano.



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*El Papirri, personaje de la Pérez, también es el cantautor paceño Manuel Monroy Chazarreta.

Músico - [email protected]