Opinión Bolivia

  • Diario Digital | miércoles, 24 de abril de 2024
  • Actualizado 23:32

Isaías 48:22

Isaías 48:22
Por última vez en el altiplano, y una lluvia torrencial (casi bíblica) caía sobre la carretera de asfalto que estaba despejada. A un costado, mucho más adelante, había un camión destartalado de color negro, con un contenedor frigorífico. Tenía escrito en la parte trasera, con letras grandes, la leyenda “CARNE DE RES”. Alrededor del camión había un grupo de campesinos vestidos con ponchos rojos y cubiertos con lonas de plástico. Tenían los rostros demacrados e inmutables (a pesar del viento). Uno de ellos, el que tenía una pierna más corta, se acercó a la ventanilla de tu coche. Apagaste la radio y el motor, cuando un evangelista gritaba: “Pero no hay paz para los malvados”. “Hola jefe”, te dijo el campesino y luego te dirigió hacia el camión. La puerta de la cabina del conductor estaba abierta y, a un lado, el cadáver de un hombre de mediana edad, corpulento, los ojos abiertos hacia el cielo, y una gorra roja en el suelo. “Este muerto no es de nosotros”, dijo uno de ellos y los demás asintieron con la cabeza.

Crimen hay, murmuraron en aymara.

De una vivienda de barro, salieron unos policías de Tránsito y se acercaron a ti. Sostenían unas calaminas oxidadas sobre sus cabezas, para cubrirse de la lluvia (y de Dios). “Tiene un tiro en la frente”, te dijo el de rostro recio y de cuerpo macizo, y luego el otro te contó lo que sucedió. El camión frenó en seco hace algunas horas, dijo, derrapó unos metros y dejó huellas en el asfalto. Una llanta se había reventado y el motor humeaba un poco (casi fue una catástrofe). El hombre de la gorra roja buscó una llanta auxiliar en la cabina. Muy cerca, unos campesinos recogían el trigo dañado por la sequía. Uno de ellos envió a su niño a ayudar al hombre; hacía calor seco y no llovía desde febrero como castigo. “Llévale agua”, le dijo al niño.

“El hombre no quiso ninguna ayuda y el niño insistió”, dijo el Policía de tránsito.

Le acercó la taza con agua y el hombre dio un manotazo. “No molestes, carajo”, dijo. El padre se acercó y el niño lloraba frotándose los ojos. “Solo quería ayudar”, dijo. El hombre estaba nervioso, no decía nada y el sudor manchaba su camisa.

“No hay muchos niños”, dijo el campesino de la pierna corta. “Es un pueblo de viejos y pronto dejará de existir”.

“Nosotros regresábamos de Patacamaya”, dijo el policía de rostro recio y vimos a los campesinos que rodeaban el camión. Pensamos que hubo un accidente y nos acercamos. “No quiero ayuda”, decía el hombre de la gorra roja y tenía el rostro desencajado. Entonces mi compañero preguntó qué había sucedido. El hombre dijo que se había reventado una llanta y solo quería cambiarla y marcharse.

“Está saliendo agua de atrás”, dijo el niño.

Mi compañero se acercó al contendor. “Huele a carne podrida”, dijo y se llevó la mano a la nariz. “Hay moscas pegadas a la puerta”. Luego pidió que abriera el contenedor y el hombre se quedó inmóvil durante un buen rato. Entonces mi compañero ordenó que le entregara las llaves. El hombre caminó con lentitud hacia la cabina del conductor, ingresó y abrió la guantera (por la radio se escuchaba un cumbia triste que trataba de mujeres desaparecidas en el altiplano y de los ojos de Dios).

“Sacó un revólver y se disparó en la sien”, dijo el policía de Tránsito. Y luego empezó a llover.

La lluvia no amainaba y te acercaste con lentitud al contendor y te manchaste los calzados con el barro. La puerta trasera estaba abierta y retrocediste al ver el interior (nadie te prepara para eso). Y fue en ese momento que decidiste renunciar (a tus años de servicio en la Policía) y tal vez te arrodillaste, tuviste arcadas y sentiste el peso constante de la lluvia.

Periodista y escritor - [email protected]