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Por qué el mejor libro de Dylan es un mamotreto ilegible (y él estaría de acuerdo)

Por qué el mejor libro de Dylan es un mamotreto ilegible (y él estaría de acuerdo)


Uno abre una página al azar de Letras completas (Malpaso), el tocho que recoge todas las letras del flamante Premio Nobel, y se topa con un verso que tantas veces ha escuchado, en las buenas y en las malas, en la tristeza y la felicidad, en la salud y la enfermedad: “People are crazy and times are strange / I’m locked in tight, I’m out of range / I used to care, but things have changed”. Uf: lo que en la canción sonaba como un lamento en clave menor pero ritmo despiadado y orgulloso, sobre la página parece un tanto inerte. No ayuda la traducción en castellano: “La gente está loca y los tiempos son extraños / Estoy bien enjaulado, no estoy a tiro / Solía preocuparme, pero las cosas han cambiado”. De repente, parece que estoy escuchando otra canción. Una que no había oído jamás. Y mucho peor.

Vagabundeando por las suculentas 1.300 páginas de este lujoso volumen uno siente algo parecido a lo que habría experimentado un romano del siglo IV de haber podido viajar al presente y darse una vuelta por el Coliseo. Sí, todo esto ya lo conozco, pero falta algo. No es muy difícil descubrir el qué: si la gente suele salir decepcionada después de ver la adaptación a la gran pantalla de una de sus películas preferidas, leer las letras de Dylan, así, a palo seco, provoca que uno no pueda evitar pensar que la canción le gustó mucho más.

Se ha hablado mucho de la calidad literaria de Dylan y de su capacidad de hacer “literatura cantada” (sea eso lo que sea), pero mucho menos que, de haber hecho algún mérito, ese ha sido el de haber integrado música y palabra como nunca antes lo hizo nadie. Escribe Diego Manrique en la introducción que “muchas de sus canciones siguen vivas cuando se leen sin música”. Pero estamos más de acuerdo con la segunda parte de la afirmación: “Por un mecanismo similar, hay temas suyos que mantienen su poderío cuando se convierten en instrumentales”.

El propio Dylan habría convenido con Manrique en este punto. Algo así deja caer en su libro de memorias, Crónicas (Global Rhytm Press): “Claro que mis letras habían dado en teclas que nunca habían sido pulsadas, pero si mis canciones simplemente tuviesen que ver con las palabras, ¿qué hacía Duane Eddy, el gran guitarrista de rock and roll, grabando un disco de melodías instrumentales de ellas?”, se preguntaba. “Los músicos saben que mis canciones son más que palabras, pero la mayor parte de personas no son músicos”.  



El mapa a las estrellas

Sirva como advertencia: esto, aunque lo parezca, no es un libro de poesía. Y quizá leerlo de principio a fin sea un acto bastante estéril. Como dijo el propio cantante, lo único que uno descubre cuando escucha de principio a fin sus canciones es a Dylan riéndose de sí mismo. Ahora bien, si alguien se sumerge en él entendiéndolo como un mapa de carreteras a uno de los corpus artísticos más vibrantes del siglo XX, se encontrará con atajos para entender bastante mejor un lenguaje lleno de arcaísmos apocalípticos (“The Times They Are A-Changin’” sigue mirando al futuro con palabras del siglo XIX), chistes intraducibles (“sí, hay razones para esto y para aquello / Ahora no veo ninguna, pero sé que existen” en “My Wife’s Hometown”) y préstamos más o menos sutiles (¿es “Summer Days” un remake de El gran Gatsby a ritmo de rockabilly?).

Pero resulta difícil entender la mayor parte de estos versos sin su acompañamiento musical. Las canciones de Blonde on Blonde parecen sobre el papel pesadas y verbosas sin el sofisticado acompañamiento del Dylan mercurial de 1966; las canciones del período “feliz” (desde las Basement Tapes hasta New Morning) suenan tontorronas si se leen desprovistas de su bucólico y relajado envoltorio; incluso Blood on the Tracks, su cima intimista, padece sin la dolida voz del artista, los espartanos arreglos del disco… y las sucesivas variaciones que de sus canciones ha realizado el artista a lo largo de su carrera, imposibles de recoger en un único volumen.

Hay que darle la razón a Paul Williams, uno de sus grandes exégetas: Dylan es, ante todo, un intérprete, y como tal, sus canciones solo tienen sentido completo en dicho contexto. Ni siquiera en boca de otros. Como aquel disco que publicó en su día CBS, “nadie canta a Dylan como Dylan”. Él mismo afirmó que si se había puesto a escribir canciones, no era por otra cosa que para poder cantarlas. Zimmerman quería ser Bertolt Brecht, pero el que estaba acompañado por la música de Kurt Weill, como sugiere en Crónicas. Fue escuchar “La pirata Jenny” de La ópera de los tres peniques lo que le convenció que la combinación de música y letra podía ser tremendamente poderosa. La semilla de su mejor obra estaba plantada.

Profeta, juglar, predicador, truhán, escribe de él Manrique en la introducción. Le falta quizá el “trickster”, el pícaro divino o dios embaucador que pasa su existencia riéndose de los mortales del que siempre se ha disfrazado Dylan, como explica John Gibbens en The Nightingale’s Code, uno de los mejores estudios poéticos de la obra de Dylan (junto al de Christopher Ricks): “Sus mentiras no tienen como objetivo diseñar una biografía alternativa, sino evadirse de la biografía”. El amor, la muerte, Dios, el fin del mundo, la extraña vida cotidiana son algunos temas recurrentes, sí, pero de la lectura de “Letras completas” termina emergiendo quizá el gran tema de la obra de su autor, que quizá no sea otro que crear una leyenda misteriosa y siempre en fuga, incapaz de ser comprendida, llamada Bob Dylan.



“No llores mi querida, Dios nos vigila...”

Si Dylan en negro sobre blanco suena raro, no digamos en castellano. La edición de Malpaso recupera la traducción de Miquel Izquierdo y José Moreno de Global Rhythm y la actualiza hasta Tempest, con Bernardo Domínguez Reyes y las notas de Alessandro Carrera y Manrique. Una ardua tarea, reconocen los autores, en la que también cayeron por el camino este último o Rodrigo Fresán.

Por eso, el resultado vacila entre lo discutible y lo desopilante. En el primer grupo se encuentra ese “Tombstone Blues” como “El blues de la lápida” (¿no se tratará de Tombstone, el pueblo de Wyatt Earp?) o “Mr. Tambourine Man” como “El señor del pandero”; en el segundo grupo ya nos vamos a la risa floja de “Peggy Day robó mi pobre corazón / ¡Qué más leches puedo decir!” (“Peggy Day stole my poor heart away / By golly, what more can I say”) o “¡esto es la pera! Me encanta la tarta campera” (“Oh me, oh my / Love that country pie”). Un ejemplo que lo dice todo: “Échese, señora, échese en mi lecho de latón” en lugar de “Lay Lady Lay”, que sustituye la desenfadada pero romántica variación del “la la la” original por una indigestión de esdrújulas.

Y, aun así, buscando en los márgenes, uno siempre va a encontrar oro (o recordar algo que había olvidado). De las notas, lecturas e imágenes se aprende mucho: yo he descubierto, a juzgar por el manuscrito de “I Feel A Change Comin’ On” que Dylan quería citar el nombre de James Joyce y, de ahí, buscó la manera de encajarlo en la canción; también, que “Workingman’s Blues #2” recoge las estrofas que canta desde 2014 y no la versión publicada en “Modern Times”. ¿Una recomendación? Si uno no es de la ala dura y no tiene la valentía de sumergirse en la gira completa del 1966 que acaba de ser editada con el nombre de The 1966 Live Recordings (merece la pena, en serio), puede utilizar este libro-objeto-arma contundente como guía turística para orientase entre la obra de uno de los artistas más importantes de nuestra era. Hay mucho que descubrir aún en las más de 1.000 canciones que aquí se recogen: hoy que internet lo permite, pon el ‘shuffle’ en una lista de reproducción con todas sus canciones, abre el libro y descubre por ti mismo quién dice ser Bob Dylan.



Periodista – www.elconfidencial.com