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  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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Manual didáctico de cine para destruir al mundo

Manual didáctico de cine para destruir al mundo



La escasez de agua y otros problemas ambientales asociados han llevado al autor de este artículo a revisitar algunas películas que comparten una visión apocalíptica sobre el medio ambiente.

Un mundo sin agua y sin selvas será uno de voces roncas y gargantas llenas de arena; días de vivir en un desierto perpetuo y contemplar lo único que crece: dunas, polvo y desesperanza. Implicará el respirar apenas, levantarse calcinado, dormirse en el fuego desnudo, comer basura, beber nada. Un mundo no apto para niños ni para ancianos, porque no resistirán ni la deshidratación ni el hambre ni el horno que serán sus propias casas. Pero, sobre todo, será un mundo muriente.

Esos mundos que se acaban, con sus condiciones de vida atosigantes, han sido emulados varias veces en el cine. Algunos cineastas han aprovechado lo caótico e imaginativo de estos vaticinios para inventarse aventuras fascinantes, mientras otros tratan de estampar un mensaje de alerta entre líneas y –a veces- incluso a manera de moraleja. De todos estos filmes, que son cientos, escogí solamente algunos… ya les voy contando por qué.

El primero, y más horroroso, es The Road (2009), inspirado en el libro homónimo y ganador del Pulitzer de Corman McCarthy, ese autor viejito y morboso que nos hace vomitar a capela cuando se pone muy descriptivo sobre su tema predilecto, la violencia. En esta “peli”, un papá y un niño, sobrevivientes, encaran un futuro horrible donde los árboles están secos y se desploman cada minuto, víctimas de alguna alteración climática irreversible, en medio del paisaje de la postguerra. Ambos se enfrentan, como buenos nómadas, a sus peores pesadillas, desde la falta de agua y alimentos hasta el canibalismo. A pesar de que decenas de películas hablan sobre lo mismo, ninguna causa tanta angustia y terror como esta, porque la pesadilla más recurrente aquí es la de la soledad absoluta y el miedo a un prójimo cruel e impredecible. Es Corman McCarthy (No Country for Old Men, The Counselor, etc.), ¿qué esperaban?

Las pesadillas cotidianas de esta pareja de “the last good guys” (como el papá quiere que el hijo crea que son) son también las que ya se están haciendo patentes. Crisis severas de migración debidas a guerras por petróleo, como los refugiados de Siria que llegan famélicos y moribundos a una tierra de miserables que –luego de haberles quitado todo- encima los tratan como a perros. Escasez de agua, abrumante falta de alimentos y de, menos aún, productos agrícolas saludables. Deforestación extrema e ineludible, contaminación acuífera a escala global. En resumen: vida de mierda.

El segundo film, que comparte algunos horrores con The Road, es La hora del Lobo (2003), del inclemente Michael Haneke (La cinta blanca, Amour). En la sociedad distópica que retrata este desalmado, una familia trata de sobrevivir al mundo que se acabó. No sabemos a ciencia cierta por qué, pero el agua purificada es el bien más codiciado y todo el ganado que esté muerto debe quemarse, posiblemente para evitar alguna epidemia mortal. Con su fotografía oscura y sus acciones, entre parsimoniosas y esquizoides, Haneke nos mete en el “infierno en la tierra” del que, también, ya vemos atisbos contemporáneos. Este filme se llama así por un verso del “Völuspá” (La Profecía de la Vidente), un lóbrego poema vikingo que hablaba sobre lo que sucederá antes del Ragnarok. ¿Saben cuál era la causa principal de este? La inundación por las aguas marinas, como ya ha sucedido hace poco en Asia y como se anticipa que seguirá sucediendo, a medida que se incremente la temperatura del globo.

Cito luego a Luc Besson, ese tontín de pocos aciertos y de dos o tres maravillas, que se descartuchó a sus 23 años en el mundo del cine. Su primera “peli”, Kamikaze 1999 (estrenada en 1983 y conocida como El Último Combate), habla de sobrevivientes al holocausto nuclear, desiertos en los que la contaminación impide que la gente se comunique hablando. Son parajes duros, donde es difícil identificar a los buenos y es más fácil matar a todos, por si las moscas. El sueño del protagonista es construir un aeroplano y volar –oh, Afrodita, oh, Ícaro- hacia la búsqueda del amor. Lo interesante de la película no es tanto su fidelidad a los efectos de una contaminación nuclear o una desertificación avanzada, sino la capacidad de Besson para ilustrar un mundo tan fiero (en blanco y negro, además) con tan pocos recursos, especialmente económicos. Gracias a esta “peli”, el director conoció a Jean Reno, inmortalizado años después en el remake de El Profesional (Léon, 1994) y vendido luego como baratija cualquiera al cine de Hollywood.

Otra película asombrosamente fatídica es Blade Runner (Ridley Scott, 1982), no tanto por sus replicantes, especie de clones existencialistas, o por sus ciudades neo-egipcias de rascacielos oscuros, sino especialmente por la lluvia. La tormenta torrencial es una condición climática constante en sus urbes; se trata de lluvia ácida que no tiene pausa y que percude calles, autos flotantes y chimeneas de fuego vivo. La película se inspiró en Sueñan los androides con ovejas eléctricas, relato de Phillip K. Dick, pero quizás se puede afirmar, sin mucho riesgo al abucheo, que la supera por la belleza asombrosa de sus imágenes. Para algunos, la película es simplemente una larga canción de jazz, melancólica y emocionante, en la que la lluvia se dispersa como las lágrimas desilusionadas de una humanidad que no encontrará jamás la felicidad en los productos de la razón o la ciencia.

Esa misma lluvia, o una muy parecida, es la que vemos ahora en ciudades de la Amazonía latinoamericana, por ejemplo, y –sin ir lejos- se parece a las que hemos visto en años pasados en La Paz, Cobija, Trinidad. La disposición de calles y pasos a desniveles en la ciudad maravilla no estaba lista para chaparrones continuos, hecho que fue dolorosamente comprobado con la muerte de muchas personas, ahogadas por las lluvias de la década pasada. Mientras nadie les daba bola, los glaciares andinos se iban derritiendo hasta prácticamente desaparecer, como el Chacaltaya, lo que derivaba también en estas tremendas precipitaciones. Ahora, en buena medida gracias a la pérdida de fuentes de agua y la sorpresiva escasez, la ciudad que más temía a la lluvia se ha convertido en la que más la nombra en sus plegarias.

Interestelar (Christopher Nolan, 2014) es el más reciente de estos esbozos del Apocalipsis. En su trama, conocemos a un planeta Tierra donde la producción agrícola se limita a algunos transgénicos e híbridos del maíz, amenazados continuamente por tormentas de arena que preludian al desierto universal. En esta pesadilla invivible, un piloto de la desaparecida NASA obtiene una nueva oportunidad para salvarnos, viajando a través de un agujero de gusano a tres mundos alejadísimos, donde quizás exista una esperanza de migración. “Eso es lo que hacemos”, comenta el protagonista encarnado por Matthew McConaughey cuando lo interpelan sobre el destino de la humanidad. Su respuesta es un intento burdo y neocolonialista de exonerar los procederes del humano occidental promedio: contaminar, consumir, tragar y luego mudarse a otros lugares donde podamos rebosar nuestra virulencia.

Hay algunos amigos y colegas, por suerte pocos, que niegan o cuestionan que los efectos del cambio climático y el calentamiento global sean secuelas del accionar del hombre. Una pretensión ridícula y diametralmente opuesta a lo que está por de más comprobado por la mayor parte de la comunidad científica internacional. Algunos de estos inocentes parecen tener la esperanza infantiloide de ser salvados por una imposible travesía cósmica, “a marte, aunque sea”, como me han comentado alguna vez. La lógica que expone Interestelar es esa y –pese a ser una película fascinante, un Space Opera como pocos después de Kubrick- su mensaje es nefasto, condenatorio para nuestra especie y, probablemente, también sea un reflejo atroz de nuestras ambiciones, que truecan la sostenibilidad de la vida por una actitud cómoda e irresponsable frente a estos posibles finales del mundo. Unos que ya no parecen tan lejanos, románticos o aventureros, como eran los de la pantalla grande.

Cuando hablamos del planeta que se acaba por nuestra obra y gracia, casi siempre nos brincan a la memoria los famosos documentales. Al Gore y Leonardo Di Caprio con sus verdades incómodas y sus activismos de viaje-por-el-mundo-en-clase-ejecutiva-y-hable-con-el-Papa nos han bombardeado sobre lo mismo, una y otra vez. Que el cambio de actitud impostergable, que la necesidad de asumir con seriedad el rol individual en un problema global, que esfuerzo aquí, ahorro allá, sacrificio acullá y demás pajuelas. Hasta Disney ha promovido una serie de documentales, enfocados varios a la pérdida de biodiversidad y financiados –obvio- por transnacionales millonarias. Para cualquiera de estas, es mucho más fácil y barato hacernos tragar sus culpas que asumir un cambio en sus procesos productivos y sus lógicas de mercado. Mejor calculado está para Yves Saint Laurent o Nestlé gastar millones de dólares en documentalillos que nos hagan sentir unos gusanos frente a la extinción de glaciares, forestas y animales que –con esa misma plata- cambiar sus réditos financieros y el impulso a su cultura de consumo por mecanismos de desarrollo más limpios y menos depravados.

Casi al final del fin, es inevitable mencionar a Mad Max y sus pequeñas civilizaciones cyber punk, persistiendo y matándose unas a otras en otra Tierra postnuclear sin agua. Batallan no por el preciado líquido elemento, si no por otro: el combustible fósil. Esta última aventura, una saga de cuatro filmes, es la que se parece más a nuestra realidad contemporánea, pues coexistimos entre tarados que ambicionan poder económico y político, a través de la conquista de los preciosísimos hidrocarburos, cuyo consumo y explotación está entre las primeras causas de contaminación del aire, suelo y agua. Uno puede decir “yo nada que ver, yo soy Greenpeace, animal lover y además vegetariano”, pero -en el fondo- uno es solo un votante más en este mundo de democracias mañudas, y el voto cuenta, lo están aprendiendo con porrazos y asombros en EEUU este 2016. Uno elige al o los líderes que llevarán a sus hijos y nietos al mundo de muerte y caos al que ya nos ha transportado –a veces con terrorífica precisión- el cine.

Mi hija mayor, genio indiscutible a sus 12 años, recita a la perfección estas últimas líneas de Blade Runner, reformuladas por el actor Rutger Hauer en base al poema de Rimbaud “El barco ebrio”:

He visto cosas que ustedes no creerían.

Naves de ataque en llamas sobre el hombro de Orión.

He visto Rayos-C brillando en la oscuridad

cerca de la puerta de Tannhäuser.

Todos esos momentos se perderán en el tiempo...

como lágrimas en la lluvia.

Es hora de morir. (1)

Descontando las visiones de Orión y Tannhäuser, el cine ha ido adelantando esta hora final para todos nosotros, ese tiempo en el que posiblemente las únicas gotas que rieguen el suelo sean las de nuestro llanto.

Al fin del fin, la contemplación de estas obras de arte puede obedecer a varios misterios: fungiendo de profecías auto-cumplidoras, de meras e inofensivas distracciones, o motivándonos a que –for the love of Jesus Haroldo Christ- de una vez hagamos algo, antes de convertirnos en los penosos protagonistas de tragedias similares.

Comunicador - [email protected]

(1) I’ve seen things you people wouldn’t believe. Attack ships on fire off the shoulder of Orion. I watched C-beams glitter in the dark near the Tannhäuser Gate. All those moments will be lost in time, like tears in rain. Time to die.