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Rodríguez Juliá: negros, rebeldes y rumberos en el Puerto Rico de extraña identidad colonial

Rodríguez Juliá: negros, rebeldes y rumberos en el Puerto Rico de extraña identidad colonial



Reseña de la obra de Edgardo Rodríguez Juliá, uno de los autores puertorriqueños más importantes del siglo XX, quien cuestiona la identidad y condición colonial.

Edgardo Rodríguez Juliá es un puertorriqueño viejo, de esos autores que vale la pena tener como refresco en las escrituras latinoamericanas que a veces parecen petrificarse en solo unos cuantos nombres. Ya antigüito, en 1974 salió a luz la que diría yo es su obra mejor, La renuncia del héroe Baltasar, se llama; una novela única, fundacional en un sentido diría “atípico”, que arremete el imaginario actualizado de una de las identidades nacionales más “atípicas” también del concierto latinoamericano: Puerto Rico, y su porfía invencible, a veces incomprensible, pero democráticamente ratificada por otro lado, por seguir siendo en los hechos orgullosa colonia estadounidense.

La elaboración ficcional de la novela sigue el camino de una “conferencia”, en la que el conferencista, personaje ficcional contándonos sus hallazgos documentales, trata de revivir la imagen histórica (ficticia plenamente) de Baltasar Montañez, un caudillo negro del siglo XVIII que lideró la revuelta esclava contra la autoridad colonial terrateniente de entonces en Puerto Rico. Cuenta la novela que las autoridades de la época, para evitar el riesgo del levantamiento esclavo, deciden ofrecerle al líder negro Baltasar la mano en matrimonio de la niña blanca Josefina Prats (la hermosa hija del primer dignatario colonial); al estilo de esas viejas alianzas que conjuraban en la reproducción biológica de herederos las guerras entre pueblos enfrentados. Pero esta no era intención de alianza entre dominadores y dominados (cosa más absurda), sino puro “miedo”, de esas angustias que les empezaron a los terratenientes del Caribe cuando se dieron cuenta de que, cada día que pasaba, los negros, sus esclavos, crecían en número de una manera desproporcionada, y llegaría el día en que se preguntasen por qué siendo más se dejan poseer por los menos. Pero el caso aquí, se podrá entender, es de un irreconciliable encuentro entre dos odios más largos que cualquier memoria: el negro Baltasar, pues es negro; y la niña Josefina, que había nacido blanca. Pues el hecho es que Baltasar acepta el matrimonio, pero aborrece a Josefina; y la joven, por su parte, acepta resignada su condición.

El tema es que entre negros y blancos no hay ni hubo solo separación, sino profundidad de historia; años y años de rencor acumulado en el esclavo negro (en cualquier esclavo de cualquier tipo, en realidad), en los que solo la esperanza venidera de una implacable venganza puede ayudar a llevar el peso diario de la humillación (y eso es condición colonial, que no se resuelve con apretones de manos, sino con hambre de fuerza, la violencia retributiva de la historia). La historia de Baltasar es una constante, y truculentamente deliciosa, y hasta cómica, descripción muy hábilmente narrada de las humillaciones que el negro le hace sufrir a la niña blanca haciéndola la encarnación doliente de su condición de vencido; humillaciones entre las que está, la más violenta, la peor, que es hacerla observar por medio de la rendija de la puerta en un cuarto separado mientras Baltasar realiza salvajes orgías sexuales con toda clase de parejas. El negro se extasía sabiéndose visto; la niña se estremece, tiembla condenada a su posición de lejana observadora, obligada a domesticar su deseo. El castigo que genera ese deseo, hambriento, irrefrenable, al mismo tiempo que lo prohíbe, pues la niña no se “dignaría” en participar, es darle a la venganza cierta maravillosa profundidad sensible; es darle a la violencia retributiva una sensualidad de tocador. Se sabe, debe ser más fácil domesticar leones que la atrocidad hambrienta de lo inconcluso, de lo no realizado, de la experiencia frente a lo vetado que invoca prometiendo goces maravillosos. Eso, el deseo del “otro”, premeditadamente nacido para quedar insatisfecho, es también y sin duda condición colonial.

El autor tiene otro librito, muy corto, que es también una revelación de la identidad puertorriqueña y trata sobre otro negro rebelde: El entierro de Cortijo, también muy viejo, de 1983, y está escrito en la forma de una crónica en la que el mismo Rodríguez hace el relato como testigo de esa “fantasía barroca” que fue el entierro de Rafael Cortijo, el maestro de la música popular rumbera, de ritmos africanos y mangas abombachadas que impregnó a punta de fiesta la dinámica social caribeña. Cortijo murió en 1982, y su entierro, como algunos memorables que también nosotros tuvimos, ocurre en medio del exceso sufriente de miles que lo lloran y tantos otros que lo exigen vivo y de vuelta. La procesión del músico se arma entonces entre desmayos, gritos y olor a tumba, pero también con rumba y el incontrolable empuje de humanidades exaltadas que le bailan al muerto la herencia de sus propias derrotas, y hacen música, gritos de angustia, dolor, pero todo siempre entre “mandinga y gozadera”. “Sí, Cortijo está muerto doña, y parece que fue ayer que tanta fatalidad del vivir resultaba inconcebible”, le dice el observador a una de las miles que caminaron la procesión del entierro de Cortijo. Esta corta crónica produce, en sus sentidos, en su lenguaje, en las multitudes presentadas, en la resonancia siempre de ida y vuelta, entre fiesta y muerte, el mismo ser de una sociedad caribeña festejando aquello que ya Lezama anunciaba para la Latinoamérica: nuestra inevitable composición barroca.

Literato y abogado - [email protected]