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Vendrá la muerte y tendrá tus ojos

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos



El 1 de noviembre del 2012, murió en un accidente de motocicleta Mitch Lucker, el vocalista de la banda estadounidense de deathcore Suicide Silence. Escribir sobre un individuo aparentemente tan típico y enmarcado en la caricatura de cualquier personaje de la movida del rock duro puede sonar simplemente como un conjunto sobrecargado de adjetivos de rebeldía. Este no es el caso.

Escuchar Suicide Silence es una experiencia diferente en el sentido de que, evidentemente, no nos estamos enfrentando a un forma musical convencional. Al contrario, normalmente necesitas de cierto ejercicio y sintonía con todo el caos de sonidos y el desesperante manejo de la voz que propone el deathcore en general. Pero, con la banda de Mitch Lucker existe una violencia particular que hace que la explosión de la voracidad del sonido tenga una contención diferente. En la propuesta del suicida motociclista se contiene toda la dureza de la búsqueda por lo salvaje que intenta la voz gutural, con una combinación de letras y a la vez de juegos en los movimientos físicos de la impostación del performance, que hace que la dureza del ruido sea aún más densa en la conformación de la soledad cavernícola en la que todos de repente terminamos encontrándonos.

Viajar se delinea como un movimiento romántico, pero que se diluye a veces en una delgada línea de lo pegajosa y ridículamente cursi. El acto del viaje no se activa inmediatamente como un impulso libertario y rebelde ante la oposición del cuento del bussines. Al contrario, existe un espíritu determinado que lo constituye dentro de esa frecuencia. El acto de viajar se radicaliza en otras dimensiones, no en la comodidad del descanso laboral, sino, más bien, en el ruido hiriente de la necesidad absoluta de escapar al vértigo. En ese intento por escapar es cuando lo vertiginoso se hace aún más latente, pero mucho más soportable. El movimiento de la fuga, del desesperado, del ahogado o del colgado diseña del viaje esa experiencia radicalmente sensitiva. En ella está la niebla de todas las palabras que no se dijeron o que con el fluir de la corriente nos van abandonando, dejando solamente ecos o, peor aún, ruidos, que rondan como abejas en torno a ese aliento que de a poco nos deja cada vez más y que, sin embargo, lo vamos alimentando en la idea de una posibilidad que nunca terminará siendo.

Es ese viajero que se destruye en el camino y en la llegada que nunca termina de ser, ese desesperado intento por escapar para dejar en algún lugar de la carretera todo el bolso de fantasmas que irremediablemente vamos cargando. Es cuando el viaje torna a esa frecuencia en la que solamente se comienza a entender el mundo a través de los ruidos, a través de la velocidad que permite ser ayer, hoy y mañana, en un mismo encuentro. Entonces, de repente comenzamos a habitar algo distinto a la comodidad o al idealismo de aquella comodidad de escape. Las heridas por el impacto de la aceleración terminan derritiéndose, el problema en esto está en detenerse.

Cuando todo ya se ha vuelto mortal y el tiempo inmortal solamente es digerible por la sobredosis de acción, no queda más que cerrar los ojos y adivinar la caída. Las palabras se tornan en un delicado terremoto al cual ni siquiera vemos, pero sí presentimos por lo que va destrozando a su paso. Estamos lejos, tan lejos que simplemente sabemos que estamos a salvo, pero cada vez ya no tanto.

Mitch Lucker tenía esa posesión de viajero desesperado. Era esa mezcla de profeta y narcotraficante; a veces demasiado real, sádicamente verdadero, y otras eternamente ficticio, casi un cuento poco creíble que pasa de boca en boca. En ambos, la única compañía era ese olor a caducidad que el profeta y el narco cargan en la espalda.

La velocidad por la vida siempre cobra una factura polvorienta y apuntada en la sien. El problema es que la salida de la bala suele esconderse en ese silencio más agitador, más demoledor, en ese silencio del que la esperanza por una palabra que cure es demasiado hiriente. El reemplazo de la mudez está en el grito, en lo salvaje, en lo que mejor hacía el suicida motociclista.

En una de sus canciones más escuchadas, una parte de la letra dice: “Solo se vive una vida/ en un corto tiempo/ Así que haz cada segundo divino”.

La divinización del desesperado por el mañana ya agotado siempre es llevada por el desamor de una mujer, de un amigo, de un sueño, de un adiós, de una muerte, de una vida. “Tantos hemos nacido ya muertos”, escribió en alguna parte un personaje de novela. “antos hemos nacido con las ansias de no quedarnos muertos”, me animo a decir. El arte, la propuesta o la experiencia que Suicide Silence proponía con su primer vocalista es del orden de lo brutal, del ruido, del taladro en la cabeza, de esas explosiones que terminan siendo un descanso.

En una entrevista, Marilyn Manson declaró, acerca de su periodo de periodista de rock, que el amor que encontró en la música radicaba en que era el único canal de comunicación que no lo juzgaba. Encontró en unos audífonos la cuna, la cueva y la trinchera para habitar el mundo desde cualquier lugar que le dé la gana de llamar hogar. Estoy convencido de que tanto Mitch Lucker como muchos otros que hacen arte tendrían la misma respuesta. Al final de cuentas, ¿no es acaso lo más importante pelear a toda costa para la posibilidad de la construcción de un templo en el que, de alguna manera, nos permitamos creer en medio de todo esto?

James Dean decía: “Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver”. Pregunto: ¿todo eso para qué? Mitch Lucker se estrelló en su motocicleta acelerando contra el mundo, esperando tal vez que el detenerse no sea tan violento. Al final de cuentas, vendrá la muerte y tendrá tus ojos.

Filósofo y escritor - [email protected]