Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 29 de marzo de 2024
  • Actualizado 00:00

Adentro del Socavón Cine

Adentro del Socavón Cine



Una aproximación a la obra del colectivo cinematográfico paceño, que es invitado del Festival de Cine de Cochabamba. Algunos de sus más destacados cortos se exhibirán este viernes 4, a las 18:30, en el campus Tupuraya de la Universidad Católica Boliviana, con la presencia de dos de sus realizadores, Kiro Russo y Pablo Paniagua, quienes conversarán sobre su trabajo. El ingreso será libre.

El fenómeno cinematográfico más estimulante de los últimos años es el que gira en torno al corto y mediometraje. El trabajo de realizadores jóvenes, como Kiro Russo, Carlos Piñeiro, Pablo Paniagua, Miguel Hilari y Gilmar Gonzales, que ha merecido y sigue mereciendo selecciones y galardones en festivales de la talla de la Berlinale, Locarno, el Bafici, San Sebastián o Valdivia, da cuenta del saludable estado del cortometraje, a la vez que echa luces para entender lo que a estas alturas ya merece considerarse una –nueva- crisis del largo boliviano. Porque no es que el cine boliviano vive uno de sus peores momentos, como algunos se apresuran en sentenciar, sino que el largometraje, sus modelos de producción y sus realizadores son los estancados en una crisis. Esta crisis tiene, desde luego, un correlato en términos de audiencia, que es cada vez menor en salas comerciales (multisalas, otro fenómeno de los últimos años), pero que también está migrando a otras formas de consumo audiovisual, desde las de festivales y cineclubes hasta las plataformas virtuales. Con todo, eso que llamamos cine boliviano es un fenómeno cada vez más complejo, que ya no podemos reducir al largometraje exhibido en salas comerciales y con gran público.

Ahora volvamos sobre el trabajo de Russo, Paniagua, Piñeiro, Hilari y Gonzales. Se trata de una camada de realizadores bolivianos que, dentro del corto y mediometraje, han hecho más que la mayor parte de los llamados cineastas que han estado estrenando largos en los últimos años. Con sus realizaciones no solo le han devuelto a la cinematografía nacional una notoriedad –en especial- fuera de nuestras fronteras que hace ya tiempo ha resignado el largometraje, sino que están contribuyendo decisivamente a: 1) renovar las agotadas fórmulas de producción de cine en el país, 2) reivindicar el rigor técnico y estético de los productos audiovisuales, 3) plantear miradas inteligentes y frescas sobre temas tan bolivianos como universales, y 4) promover la adaptación del cine boliviano a los nuevos hábitos de consumo audiovisual.

De entrada, hay que precisar que todos los cineastas arriba nombrados están reunidos en torno al colectivo Socavón Cine, en cuyas producciones alternan desarrollando diversas labores de realización, pero en una lógica que parece estar al servicio a las búsquedas formales y temáticas de cada uno de ellos, y no necesariamente de un proyecto unívoco. Eso sí, el pertenecer a este grupo habla de la voluntad de sus integrantes por entender el cine como un arte de creación colectiva, que implica la distribución de tareas de producción, pero también el enriquecimiento previo de los proyectos merced al intercambio-discusión de ideas y propuestas. Se nota que son cineastas que piensan y discuten el cine antes y durante su realización. Algo que también comparten es su fe en la formación, académica y empírica, pues todos o casi todos han pasado por escuelas de cine (dentro y fuera del país) y han trabajado en producciones nacionales e internacionales de otros realizadores (como Sanjinés).

Dicho esto, a título provisional, podríamos identificar algunas cualidades estéticas y temáticas compartidas, si no en todos sus integrantes y en todos sus trabajos, al menos en varios de ellos. A nivel estético se percibe en todos ellos una convicción no tanto de experimentar como de trabajar con el formato, de probar y descubrir los alcances de la materia que emplean para el registro de sus obras. No es casual que varios de sus cortos hayan sido rodados en celuloide (16 mm), un soporte que se creía extinguido en nuestro cine, pero al que estos cineastas acuden no en un afán fetichista o esnob, sino para conocer y aprovechar su textura, sus cualidades cromáticas y hasta sus especificidades en términos de montaje para, desde ahí, reivindicar su voluntad de confeccionar un estilo cinematográfico al servicio de determinadas historias y/o personajes.

En este punto conviene recordar que estos cineastas han asumido en diversos escenarios su admiración y vinculación por el cine de Jorge Sanjinés, acaso el más canónico de nuestra tradición cinematográfica. En el plano estético, esto se revela, por ejemplo, en la exploración de ciertas tradiciones cinematográficas de las que ha bebido la obra de Sanjinés, como el cine ruso-soviético (esto se hace más evidente en los trabajos es Pablo Paniagua, pero también en Entreprisse, de Russo) y su método de montaje. Así también se manifiesta en el gesto documental de sus trabajos, sean de ficción o no ficción, que ha sido también una marca registrada de Sanjinés, y que tiende a romper las fronteras siempre difusas entre lo real y lo fabulado.

Para hablar de las probables similitudes temáticas, quisiera remitirme a un análisis que hice hace poco para referirme a la interacción campo-ciudad en el cine boliviano que están haciendo sobre todo los realizadores del colectivo Socavón Cine. Porque si el cine de la pasada década estuvo emparentado a representaciones más urbanas e intimistas cercanas a sus realizadores (Boulocq, Bellott), en el de esta nueva camada de realizadores hay una vuelta a los sujetos también indígenas y mestizos, que transitan entre el campo y la ciudad, dos espacios sobre cuya interacción ha discurrido también gran parte de nuestro cine más canónico. Daría la impresión de que, con sus cortos, estos realizadores apuntan a actualizar las formas y temas del cine de Sanjinés, a examinar su pertinencia y actualidad, a explorar en qué medida las preocupaciones discursivas y formales del más representativo cineasta boliviano se mantienen vigentes y en qué medida han mutado.

En este contexto, podemos afirmar que, por ejemplo, en los viajes de retorno al campo de Max Jutam (Carlos Piñeiro, 2010) y El corral y el viento (Miguel Hilari, 2014) no hay, como en La nación clandestina (Jorge Sanjinés, 1989) o Yawar Mallku (Jorge Sanjinés, 1969), una renuncia al mundo individual de los protagonistas. Aunque puede que resulte temprano para afirmarlo, en películas como Enterprisse (Kiro Russo, 2010), Max Jutam y El corral y el viento podríamos encontrar una síntesis entre la mirada de reconocimiento cultural del mundo rural, que encarna el llamado cine indigenista (representado principalmente por Sanjinés), y la mirada que privilegia las pulsiones personales-existenciales, planteadas en el cine del nuevo milenio (representado por los cineastas que, como Bellott y Boulocq, insuflaron un espíritu más urbano al cine boliviano en los primeros años del nuevo milenio).

Por otro lado, el cine reciente de realizadores como Russo e Hilari está trascendiendo esa visión de la ciudad como espacio-monstruo que impusieron filmes canónicos como los de Sanjinés. Esto puede ilustrarse en la contundente descripción final que Hilari evoca de su abuelo en El corral y el viento: No hay una satanización de la ciudad, tampoco una idealización. Hay asombro, el mismo asombro que vemos en el personaje de Enterprisse, que por un momento se olvida de su condición de indio, cargador, pobre y oprimido para entregarse al éxtasis de un juego del parque de diversiones, para olvidarse de su condición social e histórica y reencontrarse consigo mismo. La fascinación y extrañeza que sugieren las palabras del abuelo de Hilari revelan eso: La ciudad es un parque de diversiones al que no se puede uno resistir, pero del que también, acaso en un ciclo similar al de las sequías y carestías que de cuando en cuando se ensañan con las zonas rurales, se puede uno marchar para el reencuentro con el campo.

Para acabar esta parte insisto en que este análisis se circunscribe solo a algunos de los trabajos de estos nuevos cineastas, por lo que su tesis no podría abarcar todo lo que vienen haciendo.

Aunque ya he ido sugiriendo algunas variantes (como continuidades) que el trabajo de estos cineastas plantea respecto al de sus predecesores, me gustaría insistir en una en particular: su modelo de producción cinematográfica. Y es que si partimos de que el cine boliviano más estimulante del último lustro habita en el cortometraje, es porque está permitiendo reinventar las formas de producción cinematográfica en el país. Escépticos de los apoyos públicos, inmunizados contra la adicción a fondos, laboratorios y cosas peores, convencidos de la riqueza que aporta el trabajo colectivo y técnicamente exigentes con sus hechuras, quienes cultivan estas formas de producción están perfilando un modelo del que deberían tomar apunte sus colegas, contemporáneos o mayores.

Si algo nos vienen demostrando con su trabajo Russo, Paniagua, Piñeiro, Hilari y Gonzales (y otros también más antiguos o nuevos, vinculados o ajenos a su colectivo y también militantes serios del corto y mediometraje, como Diego Mondaca, Joaquín Tapia, Sergio Bastani o Manuel Lacunza), es que se puede hacer cine boliviano de altura, riguroso y exigente, fuera de los márgenes del largometraje de ficción para salas comerciales. Por eso, varios de sus trabajos ya tienen merecido un lugar privilegiado en la historia del cine boliviano, que seguro el tiempo se los dará, como en su momento se los dieron a cortos y mediometrajes imprescindibles para nuestro cine, como Vuelve Sebastiana (Jorge Ruiz, 1953) o Revolución (Jorge Sanjinés, 1963). Y este logro se debe, me parece, a que ellos no se han apresurado en hacer largos a como dé lugar, sino que han ido formándose y creciendo en sus propuestas desde el cortometraje. Han entendido que el desarrollo de una obra con estilo cinematográfico requiere tiempo, paciencia y rigor, y no pueden dejarse ganar por premuras de otras naturaleza. Con esto quiero decir que si no se han apurado en hacer largos, probablemente no se ha debido exclusivamente a a que no encontraron recursos para hacerlos, sino a que necesitaban recorrer un camino previo de aprendizaje y maduración que los ha llevado a transitar en el corto y el mediometraje. Y esto no es poco, teniendo en cuenta la cantidad de cineastas bolivianos que, aun con varios largos en su haber, no están ni cerca de alcanzar la solidez que estos cineastas han demostrado en sus cortos y mediometrajes. Una solidez que esperamos corroborar en su primer largometraje, Viejo Calavera (Kiro Russo, 2016), acaso la película boliviana más esperada del último tiempo: una obra que, tras recorrer exitosamente festivales de la talla de Locarno, San Sebastián y Valdivia, debería estrenarse comercialmente en Bolivia en diciembre de este año.

Periodista – [email protected]