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El ciclo testimonial en las películas de Jorge Sanjinés

El ciclo testimonial en las películas de Jorge Sanjinés



En 2016 se cumplen 50 años del estreno de Ukamau, el primer filme del cineasta boliviano. En 2016, el propio Sanjinés ha alcanzado una cifra redonda: 80 años de vida. Continuamos en la RAMONA las celebraciones, con dos textos más sobre la obra del director de La nación clandestina.

Nuestro interés por las fuentes no escritas comienza por los años 1970, cuando se vivía una suerte de silencio colectivo durante la dictadura del Cnl. Banzer (1971-1978). En La Paz se vivió una situación en la que solo se podía hablar en público con alguna libertad si se usaba formas codificadas y metafóricas del aymara. La oralidad resultó así un medio crucial para confrontar las distorsiones informativas y la censura de prensa impuestas por el Gobierno.

En esos años salieron a luz dos libros de gran impacto político: la investigación documental La Masacre del Valle (enero de 1974, valles de Cochabamba) y la biografía de Domitila Chungara, Si me permiten hablar, firmada por Moema Viezzer. Ambos circularon profusamente, y contribuyeron a la toma de conciencia pública sobre las acciones represivas del Gobierno y sus profundas consecuencias políticas (Comisión de Justicia y Paz 1975, Viezzer y Chungara 1976). A pesar de la mediación autoral en ambos libros, allí se puede escuchar la inmediatez y el sentido de realidad de las voces subalternas, que fueron testigos y protagonistas en un momento crítico de la historia boliviana. Se trata de voces particulares, enraizadas en experiencias locales y circunscritas. El testimonio de Domitila muestra el punto de vista de una ama de casa minera, que vive en el corazón de la economía capitalista estatal —las minas nacionalizadas en 1952—, mientras que la documentación sobre la Masacre del Valle de 1974 nos habla desde los cuerpos heridos y mutilados de sus víctimas. Un conjunto de fotografías y documentos escritos y orales revela lo que las fuentes oficiales buscaban acallar: el Gobierno solo reconoció 13 muertos, 10 heridos y 21 prisioneros, a los que acusó de ser “extremistas extranjeros”. La Comisión de Justicia y Paz, un organismo de derechos humanos vinculado a la Iglesia católica, calculó que hubo al menos 80 muertos y más de 100 heridos, todos ellos campesinos quechuahablantes de las comunidades de Tolata, Epizana y Melga, que recibieron el impacto de balas disparadas desde los tanques y camiones enviados por el Gobierno para “dialogar” con ellos y “pacificar” la protesta (Rivera, [1984l 2003).

Domitila Chungara y muchos otros dirigentes populares, así como los campesinos muertos en el valle de Cochabamba, reaparecen en algunas de las películas de Jorge Sanjinés. Una de las fotografías que ilustraron el informe sobre la Masacre del Valle puede verse, como puesta en escena ficcional, en una de las primeras secuencias de La Nación Clandestina, y nos transmite ese sentimiento de horror e impotencia que exhala la historia de las dictaduras en nuestro país, al mostrar el cuerpo de un hombre rescatado de la balacera, cargado en una frazada por sus compañeros. La solidaridad de este gesto podría interpretarse como una disputa sobre la verdad histórica: al ser recuperados sus cuerpos, las víctimas de una masacre podían no solo ser veladas y enterradas por sus familiares, sino también registradas por las comunidades y organismos de derechos humanos. En el caso de Domitila, la película El coraje del pueblo (1971) se basa en su reconstrucción testimonial de la situación que se vivía en las minas de estaño nacionalizadas, durante la dictadura del Gral. Barrientos (1964-1969), y toma la forma de un sociodrama en el que la Masacre de San Juan (24 junio de 1965) es puesta en escena por los sobrevivientes y familiares de las víctimas. Frente a la cámara, ellos reviven la brutal represión sufrida durante la trágica noche de San Juan y los episodios subsiguientes de violencia estatal y resistencia obrera, que culminaron en el apoyo de algunas fracciones del sindicalismo minero a las acciones guerrilleras del Che Guevara en Ñancahuazú en 1967. Pero además, Domitila y las dirigentes del Comité de Amas de Casa desafían, a través de sus voces y sus acciones, la visión masculina de la identidad social minera, imprimiendo una marca de humanidad y dignidad a su lucha por la supervivencia física y cultural. La versión iconográfica de Sanjinés es entonces una reconstrucción —mediada por su propia voz autoral— de la memoria colectiva de diversos segmentos de las poblaciones mineras tal como se forjó a través de la oposición a las dictaduras de Barrientos y Banzer. Los significados plurales de la historia son recreados a través de un contrapunto entre voces de hombres y mujeres, obreros y campesinos, empleados y trabajadores manuales, que lejos de integrarse en una visión lineal progresiva de la historia, permanecen como hilos sueltos de un tejido inconcluso, que será terminado de tejer por el/la espectador/a.

En Banderas del amanecer (1983), un largometraje documental, Sanjinés convoca nuevas voces vivas que provienen de esa “nación clandestina”, sobre la que teorizará posteriormente en la película del mismo nombre. Se trata de una suerte de “épica de la democracia” que articula conflictivamente el pasado en una diversidad de versiones, construyendo un mapa cognoscitivo complejo, que termina por desafiar la inevitabilidad de la muerte. La valentía de las multitudes que aparecen en Banderas da continuidad al ciclo histórico iniciado con El Coraje.

El tema de la muerte y clausura del pasado volverá más claramente en La nación clandestina, una película de ficción que reflexiona agudamente sobre la naturaleza del tiempo histórico. En este trabajo, Sanjinés nos ofrece una lectura del pasado, “no como algo muerto y desprovisto de funciones de renovación”, sino como un tiempo “reversible”, es decir, un “pasado que puede ser futuro” (Mamani, 1992). A través del itinerario del personaje principal, Sebastián Mamani —quien retorna a la comunidad después de haber intentado por años buscarse la vida en la ciudad—, la película narra, en montaje paralelo, la recuperación de la memoria y el dolor del exilio. Una buena parte del tiempo narrativo nos muestra a Sebastián caminando entre la ciudad y su comunidad en el altiplano, llevando colgada en la espalda una enorme máscara de Danzante, que sugerentemente mira hacia atrás (qhipa), es decir, al futuro. Esta máscara le servirá para ejecutar el Danzante, un baile-ritual de la muerte, con el que espera reconciliarse con su comunidad, de donde fue expulsado por traición y por sus actos corruptos en la ciudad. Durante el viaje, el protagonista transita desde la atmósfera caótica y violenta de un barrio suburbano, hacia su familia y su comunidad. A través de sucesivos flashbacks, Sanjinés reconstruye los hechos pasados que condujeron al protagonista a tomar la decisión de morir danzando.

En este escenario, la memoria no resulta un acto de nostalgia, sino una liberación y un despertar de la vida alienada en la ciudad, donde por mucho tiempo negó sus orígenes aymaras y se cambió de apellido. El proverbio aymara “Qhip nayr uñtasis sarnaqapxañani” expresa esta percepción radicalmente diferente del tiempo histórico, por lo cual la imagen de Sebastián, caminando con una máscara que mira hacia atrás para encontrarse consigo mismo en el futuro de su propia muerte, condensa el aforismo de forma elocuente y precisa. La recuperación de la conciencia y el renacimiento que experimenta en el proceso de retorno a su comunidad terminará con una frenética danza en la que morirá, en una suerte de autosacrificio humano, que le permitirá reordenar el tiempo y restaurar el ciclo de vida colectiva. La interpretación sociológica de Sanjinés acerca del tiempo histórico en los Andes permite entonces cuestionar la idea del progreso encarnada en la historia oficial, sea en su versión oligárquica o nacionalista (ver, por ejemplo, Moreno 1973, Fellman Velarde 1970). Al mostrarnos la experiencia descentrada de las comunidades indígenas en la Bolivia contemporánea, Jorge Sanjinés revela las huellas de un pasado colonial no digerido, y los “momentos de peligro” por esta sociedad, que luchan por validar sus tradiciones ancestrales como rutas viables hacia un futuro libre de opresión. Este anhelo se ve permanentemente amenazado por la mirada oficial y por la represión estatal, que las condena a muerte y a la borradura de la historia (Benjamín, 1970).

Para recibir el canto de los pájaros (1995) pertenece al género alegórico, que no ha sido muy transitado por la cinematografía boliviana contemporánea. Es más bien típico de los dramas (autosacramentales) y obras de teatro-danza que aún se ponen en escena en muchas comunidades y pueblos de la región. En este sentido, se trata de una película muy original, y ha provocado una serie de críticas y controversias en el país, quizás porque intenta reflexionar sobre las formas sutiles del endoracismo que imprimen su sello en la vida diaria de la intelectualidad criollo-mestiza. La película pinta un cruel retrato de la doble moral de un equipo de cineastas que trabaja en una comunidad de Charazani —la tierra de los famosos curanderos itinerantes Kallawaya—, donde se encuentran filmando una obra de ficción que reconstruye la épica de la conquista española y la derrota y muerte del Inca. En este transcurso, le equipo de cineastas termina comportándose como los conquistadores, sacando a la luz los mismos prejuicios, violencia simbólica y racismo internalizado que su trabajo de ficción pretendía criticar.

Este tratamiento alegórico del argumento también estuvo presente en La nación clandestina (1989), especialmente en una subtrama en la que un estudiante, que escapa de la Policía, trata de buscar refugio y abrigo en el campo, en la casa de una familia de habla aymara. Incapaz de comunicarse con ellos, el estudiante izquierdista, que supuestamente lucha por la liberación del pueblo, finalmente es alcanzado por las balas, poco después de expresar su rabia y frustración con una frase típicamente racista: “Indios ignorantes, estúpidos”. El hecho de que vista una camisa blanca hecha jirones y de que pida prestada ropa para protegerse de sus perseguidores añade matices a la alegoría, ya que la palabra indígena con la que se designa a la minoría opresora blanco–mestiza es q’ara, literalmente “desnudo”. La irrealidad de la escena es señal de tratamiento alegórico: en la vida real, a ningún clasemediero izquierdista se le ocurría huir de la represión buscando refugio en un altiplano aymara.

En Para recibir el canto de los pájaros, la alegoría va más lejos, a lo largo de una serie de subtramas que reflejan la desconfianza y segregación interna en el equipo de cineastas —un grupo aparentemente homogéneo— y sus prejuicios y actitudes racistas hacia los miembros de la comunidad indígena que trabajan como extras o les brindan hospitalidad en su tierra. La brecha perceptiva e ideológica entre sujeto y objeto, ficción y realidad, masculino y femenino, habitantes urbanos y campesinos indígenas; así como la confrontación más sutil entre cineastas cholos y “blancoides”, es tratada como una suerte de juego de espejos, donde cada situación corre paralela y metaforizada las otras, construyendo una poderosa descripción del conjunto de la trama colonial que hace de la sordera cultural una marca clave en la escena comunicacional. Como en el drama ritual del siglo XVIII Muerte de Atawallpa, en la que buena parte de la acción se desarrolla a través de un diálogo en dos idiomas mutuamente incomprensibles, la total ausencia de comunicación y la naturaleza deformante de la traducción resultan una clave para la compresión de las películas de Sanjinés, así como un rasgo duradero del tejido social en la Bolivia colonial-moderna.

La originalidad de Para recibir el canto de los pájaros reside en el hecho de que aborda un tema como una autocrítica, al comentar sobre el acto invasor de hacer cine, reflexionando sobre las brechas culturales y tecnológicas entre los cineastas, los personajes y la escena social en la que interactúan. Al hacerlo, renuncia a la habitual visión idílica y voluntarista de cooperación mutua y compromiso con las metas comunes, que forma parte de la retórica de la intelectualidad progresista al referirse a la población indígena a la que busca representar. El argumento entrelaza dos momentos históricos: uno imaginario, en el que se reactualiza el drama de la conquista, y otro, “real”, el tiempo vivido por los cineastas, en su intento de explotar los espectaculares paisajes y la identidad emblemática de la comunidad que eligieron como locación para su película. A través de esta mezcla de temporalidades, los cineastas se ven confrontados a su propia incapacidad de manejar sus relaciones con la comunidad y comprender sus valores culturales, lo que le permite a Sanjinés poner en evidencia una brecha cultural típica de la situación colonial. El frágil espejo de la ciudadanía y la modernidad estalla así en pedazos.

Sanjinés desarrolla estos temas en sus aristas menos visibles, mostrando la internalización del malentendido cultural en el sentido común de la elite mestiza, que se vuelca contra sí misma y termina paralizando sus propias acciones. Así, la larga historia de incomunicación colonial resulta reforzada, bloqueando la posibilidad de una relación de confianza y conviavilidad entre diferentes. En un momento de crisis, el otro indígena se convierte —a los ojos de los cineastas— en un enemigo potencialmente peligroso, un fantasma que asecha en silencio y obstaculiza la posibilidad de toda acción creativa, ya sea filmar o simplemente escuchar el canto de los pájaros. Esta resulta ser una poderosa metáfora sobre la naturaleza alienante de la dominación cultural eurocéntrica sobre el territorio de la comunidad indígena y sobre sus modos de comunicarse con la naturaleza. Pero también es una metáfora de la crítica cultural que la comunidad ejerce sobre el orden social colonial tan vigente y dominante en la Bolivia moderna. Su visión pesimista de la vida contemporánea se conecta a sí misma con una larga tradición de escritores y artistas que fueron capaces de percibir la dolorosa fractura psíquica que introduce la experiencia colonial, bajo la forma de silencio social.

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*Fragmento del libro Sociología de la imagen: ensayos. –ia ed.– Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Tinta Limón, 2015.

Socióloga