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El arte de describir al ermitaño digital

El arte de describir al ermitaño digital



Acerca de la primera temporada de la destacada serie Mr. Robot y sus referencias culturales

Quizás no haya imagen más categórica de la soledad contemporánea que la de un desarrollador informático trabajando. Atornillado en su PC, sin parpadear, comparte su vida con clones imaginarios e imitadores bidimensionales de seres humanos. Crea comunidades de juego en las que el contacto físico es tabú, forja armaduras virtuales en torno a sí mismo, escondiéndose del mundo y elaborando su propia, confortable, realidad. Y, desde esa soledad, espía.

A partir de las redes sociales -y quizás antes-, todos hemos nutrido y legitimado nuestro voyerismo, misantropía y temor al rechazo. El pecado actual, el del mirón “stalker”, se expresa soberbiamente en la figura del hacker. Ese ser anexo a su tarjeta madre, que se extiende como parásito lovecraftiano desde su teclado hacia el parpadeo de un alma furtiva, para siempre velada al resto. Intérprete de una cábala secreta y personal, el hacker sabe como escribir el nombre de Dios, pero no lo socializa.

Este arquetipo ermitaño es el protagonista de la serie cyberpunk Mr. Robot. Elliot (Rami Malek) viste un canguro oscuro que encubre su anonimato. Sí, se llama Elliot, como el niño hipersensible -que también usaba canguro- de E.T., el único capaz de hacer contacto con alguien de otro planeta. Mr. Robot culminó su segunda temporada y ha cultivado adeptos por todas partes. Para mí al menos, la serie es hondamente terrorífica, porque está fabricada con la materia que hace los días, el aire y el Todo. Está hecha de tiempo, de cifras, del horror de saberse matemáticamente expresable y, por lo tanto, finito.

Aun así, no es precisamente de la serie que quiero hablar, sino de la pulcritud que han aplicado los realizadores al insertarle referencias a obras de arte de la cultura popular. De esos horrores, creaciones y maravillas que han dejado huella -quizás de manera muy inconsciente- sobre los receptores de la primera temporada, de eso, quiero hablar un cacho. O escribir, escribir también es aislarse. Como en la serie, cuando me lean ya no seré.

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La serie es nostálgica y nihilista hasta lo dramático. En contextos parecidos pero de otras épocas, las mejores bandas de rock nos contagiaron su animadversión contra los poderes que subyugan este “mundo de mierda”. De la música clásica, que también tiene un rol espirituoso en Señor Robot, charlaremos más adelante.

Música hay en esta serie, mucha y de la buena, no solamente en el soundtrack, compuesto de temas synthwave/new retro que destacan -como en los 80- por sus sintetizadores minimalistas, si no “música de verdad”. Por ejemplo, cuando Elliot asume un punto de giro crucial, oímos el temón “Ne Me Quites Pas” (“No me dejes nunca” o “If yo go away”), cantado por Neil Diamond, que es una oda a la pusilanimidad de los varones para tolerar el abandono. La historia de amor más importante está acompañada por el “Pictures of You” de The Cure, más gótico y nostálgico que Poe bebiendo solito, a vela, y escuchando a Bach. La declaración “He estado tanto tiempo solo, con mis fotos de ti” no es una elección azarosa, evoca imágenes como las que los adolescentes contemplan ahora en la red social, especialmente en esos desgarradores momentos de quiebre definitivo, que ocurren tres veces al mes, promedio. Así -entre fotos de perfil, envidias y etiquetas- es como la web configura la moderna relación amorosa.

Luego nos encontramos con “Elegía”, el único vals de New Order, estupenda banda que empezó haciendo punk y terminó invocando un monstruo propio que, a falta de originalidad, llamamos post punk. El grupo compuso este temonazo en memoria de Ian Curtis, el vocalista icónico de su principal influencia: Joy Division. Elegía, en una versión sintetizada, se ha usado también para otra obra de arte, Metal Gear, un manga japonés hecho juego electrónico, cuyo protagonista es un veterano de guerra más deductivo que Sherlock y más ágil que Black Widow en chichis. ¿Coincidencia casual? En el mundo de la programación no hay de esas.

¿Qué quisieran escuchar cuando imperen el caos y el libertinaje? ¿Nirvana, Sex Pistols, Sonic Youth? Yo también. Entra luego la Juventud Sonora con su “Kool Thing”. La vocal de la banda, sensual nihilismo encarnado, nos implora “I just wanna know, what are you gonna do for me? Are you gonna liberate us girls from male white corporate oppression?” (¿Vas a liberarnos, a nosotras las chicas, de la opresión de las corporaciones machistas?). Como siempre, al final de todo, solamente los Youth saben cómo despedirse.

Otras bandas de rock electrónico, posrock, synthwave y new retro, trip hop, punk (y siguen las categorías pajeras, no den bola) contribuyen a este banquete de finuras: Tangerine Dream y sus voluptuosas golosinas electrónicas, los Pixies y su tenue “Where’s my mind” en piano, más recordado por la tocata final de la peli The Fight Club, en la que todo se va al sorete entre demoliciones y empanadeos. Perfume Genius con una dulzura bisexual extraída de un sueño, M83 desentierra un thriller ochentero estilo Twin Peaks, Jim Caroll Band punkea sobre la vida de un niño clefero y coetáneos decesos. Aislados, ignorados, cánceres del sistema, pero no tan temidos como los hackers. “Those are people who have died, died”, grita el estribillo. El alternador de esta ensalada de microchips es una escena extraña, donde la japonesa Miyoshi Umeki (1953) nos canta Sayonara, con una voz casi tan adolorida como la de Billie Holiday.

Para etiquetar sus CD de información hackeada, Elliot utiliza un marcador indeleble y rotula cada uno de ellos con nombres de álbumes de Pink Floyd, Tool, Beastie Boys, Blur, Jhonny Cash, etc. Hay de todo, pero no para todos. No hay cosa más elitista que un hacker, dirán algunos. Y sí.

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Las series televisivas de ahora son cine, cine secuenciado, indexado, pero cine al fin, y, como decían los Youth, el héroe de esta peli es el “intelectual liberador de la opresión corporativa machista”. Así es como se renueva nuestra visión de lo épico, del mesías que naufraga en medio de la tragedia del control informático. Un inhumano flacuchento, hijo del cine negro y del thriller, que sufre de estrabismo e invalidez para socializar y de cuya existencia ni él mismo está seguro. El héroe de espada y músculo es canjeado en Mr. Robot por uno más creíble, común ciudadano que bien podría apellidarse Snowden o Assange o Lennon, o todos juntos. Un soñador revolucionario cuyo único arma es el conocimiento.

¿Cómo no va a ser un héroe aquel que nos salve de las corporaciones asfixiantes, que son también propietarias de nuestra información personal? Aquel que hará público el más bochornoso y salvaje de los secretos que custodian estos malditos que -y esto es real- conocen hasta la última burrera que hacemos en nuestras vidas y la tienen guardadita “por si acaso”. Tiranos que memorizan la novela de nuestros coqueteos y rechazos; se divierten con nuestros miedos, saben que somos ignorantes -sumamente- y para eso acudimos al gurú Google 24/7; conocen cómo apuntar a un mercado pasivo, dilapidador y enfermizo a través de Amazon (y esto también es cierto: escaneando desfachatadamente nuestros correos y toda cuenta virtual para identificar nuestras preferencias); se masturban alegremente con nuestras fotos en Snapchat o Instagram y se ríen hasta mearse cada vez que posteamos una declaración de privacidad en nuestras murallas feisbuqueras. El superhéroe de este nuevo cine no solamente salva nuestras vidas, si no el sentido mismo de la existencia posmoderna, su más célebre y grosera individualidad.

Elliot es más comparable a un detective introvertido que al típico héroe de cine americano. No obstante, las referencias a las cinematografías ochenteras son las más abundantes. Por ejemplo, el malo de Mr. Robot, Tyrell Wellick, es un empresario sádico, autoritario, gritón y despiadado. ¿Qué oye Tyrell mientras trabaja? Casi siempre a Beethoven, a veces Mozart; otras -cuando se juntan todos sus cuates, Shostakóvich les otorga un lienzo impersonal sobre los impecables Armani. Tyrell prefiere a Beethoven, como aquel perverso Alex de Large de La Naranja Mecánica, que se sentía impelido a la violencia oyendo las melodías del sordito. Pero además, su perversidad es resultado no solamente de un ansia de poder jerárquica y sexual, sino de una psicosis irrigada por la presión que ejerce sobre él un cosmos de yuppies exitosos. Él es otro American Psycho, nutriendo sus exacerbadas necesidades con sangre, triunfo y fama; no con dinero, porque a nadie le importa y porque en el siglo 21 -como nos lo recuerda Mr. Robot- la plata es una abstracción susceptible a ser borrada para siempre.

Los guiños al cine no terminan con estos dos sociópatas: Taxi Driver, The Fight Club, Pulp Fiction, Hackers, Total Recall, The Shining, Blade Runner, Back to the future, Réquiem for a dream e inclusive Matrix, todas tienen su “Memento” para ser citadas. Si las hemos visto, recordaremos que muchas entrañaban un miedo tácito, presente a finales del siglo anterior, que ahora se ha trivializado hasta la comodidad más pusilánime. El terror a ser controlado y a perderte en la masificación del consumo inducido, que en este siglo se resume grotescamente a temer que tu privacidad y tus peores secretos se hagan públicos. “Of all these weird creatures who locked up their spirits, drill holes in themselves and leave for their secrets”, cantaba Radiohead en los 90, una de las bandas con más pesimismo frente al comienzo de una nueva era, la del feroz aislamiento humano en el que ahora vegetamos.

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Las referencias geekies y a la cultura informática obligatoriamente tenían que ser precisas, evitando términos mal empleados. Por ejemplo, el pez negro que es el único amigo de Elliot se llama Qwerty, su nombre son las primeras letras del teclado universal. Al igual que su dueño, Qwerty no tiene ni aprecia las amistades, vive en su pecera como Elliot vive en su PC, come lo que recibe, como nosotros tragamos la información que la red nos suministra.

Los debates de Mr. Robot, a diferencia de otras cinematografías sci fi, no se concentran en surreales sistemas operativos con gráficos pomposos. No, aquí la competencia está entre Tor, Gnome o Linux. Operativos básicos o de navegación, con esquemas de codificación complejos pero nada vistosos ni espectaculares. La premisa de la serie es: “Si no los conoces, te arruinas”. Evidentemente, los que dominan su uso están menos jodidos en este mundo de información instantánea, que los que los desconocen casi por completo. Somos una gran mayoría de “jodidos”.

Otro detalle divertido: el nombre de cada episodio está codificado de manera muy similar a cómo los informáticos encriptan algunos de sus archivos para aumentar la seguridad de los mismos, por ejemplo: “m1rr0r1ng.qt”; “v1ew-s0urce.flv”; etc. Cada número es reemplazo de una letra -el uno es generalmente una “i” o una “l”, y las terminaciones de cada título hacen referencias a formatos de archivo: mp4, flv, qt y otras.

Final cookie: el nombre de la serie está basado en el juego de plataforma Mr. Robot and His Robot Factory, creado por Atari en 1984 -¡qué año!- y que destacó por ser uno de los primeros juegos con música integrada de ocho bits, generada en un Procesador Musical Avanzado (otro juego electrónico).

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Los coqueteos con la poesía romántica y modernista son también abundantes, aunque aparecen más como adaptaciones que en citas textuales. W. C. Williams (quizás el último imaginista americano, que fue luego borrado del mapa por el culto a T.S. Elliot), Dylan Thomas, Blake y Whitman brincan de rato en rato; sus verbos rebuscados y extemporáneos son suplidos por terminología informática, sus descripciones preciosistas por el pragmatismo del lenguaje de programación.

En este discurso, algunos ven a la serie como a otras, calificándola de un “placebo para adormecer la conciencia” o “consuelo en la aceptación de la realidad” y demás. Otros no tanto, y yo coincido con estos últimos, con los que la ven como una obra de arte, equiparable en su crítica de la realidad a Mundo feliz de Huxley, a 1984 de Wells, a Neuromante de Gibson. Quizás este último es el que más inspira a Mr. Robot, con su idea de un “mundo virtual adormilado”, en el que -al igual que en Matrix- hay personas que son más conscientes que otras, pero todos, al final de cuentas, necesitamos un despertar, un acto voluntario para desasirse del sistema.

Además de estar continuamente provocando a que el espectador sea cómplice, interpelándolo en diálogos oscuros pero directos, las referencias a la cultura en Mr. Robot son también parte de una catarsis y de una invitación descarada a desear la anarquía y a ser su gestor con una sonrisa en el rostro, como si ya hubiese sucedido; tal y como debería obrar frente a nuestra mente y espíritu cualquier obra de arte que quiera dárselas de “provocadora”.

Por una vez en la historia, Mr. Robot nos da la esperanza de que les toque a los titiriteros el ridículo, la muerte social, la quiebra y la burla. “¡Ya va siendo hora, desgraciados!”, arengamos mientras descargamos cada capítulo en Netflix, cuenta pagada con Visa o Mastercard a la que muy posiblemente algún hacker de poca monta ya tenga acceso y nos succione -mes a mes- unas décimas de centavos de dólar, sin que nos demos ni pinche cuenta.

El eje de la primera temporada -y esto no tiene por qué ser spoiler- deberá ser forzosamente el hackeo del siglo que cambie para siempre el mundo que conocemos; para algunos, una pretensión ridícula de anarquismo burdo y tecnocentrista. Aun así: qué bien pensado, referenciado y respaldado está ese sueño, ese jueguito electrónico que -al menos una vez- terminará con un “game over”, pero no para nosotros y sí para el usurero que vende las fichas.

Comunicador social - [email protected]