Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
  • Actualizado 13:26

Si cantara



Este relato personal testimonia el concierto que ofreció Illya Kuriaki & the Valderramas el 10 de septiembre, en el hotel Regina Resort de Tiquipaya. El dúo argentino se presentó en Cochabamba en el marco de su gira L.H.O.N.  

Si tuviera oído y voz, cantaría. Una vez, un amigo músico, rockero de cepa, me dijo que para cantar se necesita tener oído y armonía, si no tienes oído, estás lista. O eso recuerdo, lo que me hace pensar que para cantar también se necesita tener buena memoria. Ese mi amigo es muy amigo, porque no se mató de risa cuando le dije que siempre hubiera querido cantar, cantar como la Billie Holiday, gritar, gritar como la Janis Joplin. Abrir mi boca y cantar, abrir mi boca y gritar.

Así que para no frustrarme con mi oído, mi armonía y mi memoria, voy a los conciertos a cantar, a gritar. A dejar ahí el “si” de “si yo cantara”. Voy a cantar, a bailar no, porque cuando vas a un concierto pensando en bailar, normalmente terminas cantándole cosas obscenas a alguna morocha bamboleante o mamita rica que te quiero pa’ mí, con un acento caribeño que no termina de convencer a nadie. A un concierto voy a cantar y gritar, pero sobre todo a hacer memoria, no a bailar. Por eso cuando se anunció que la banda argentina Illya Kuryaki & the Valderramas, IKV su sigla, llegaría a la ciudad con ese su mestizaje musical de rock, funk, hip hop, rap y soul, mi memoria empezó: “Welcome to the jaguar house, welcome to the jaguar house. Felina llaga, voz de más allá, el grito de un tigre que va explotar, sorpresa, la jaula no existe más, ya todo es fiesta en la casa jaguar”.

Y mi voz coreó un paisaje: “Mis piernas son hierbas que sirven de enlace, pretendo atraparte y reírme en tu viaje, noche chaqueña, luna plateada, lo nuestro se encuentra en una llamarada. Chaco, estoy bailando en chaco, a mí me gusta el Chaco.”

Y mi cabeza se entrometió: ¿será? ¿Los IKV en Bolivia, en Cochabamba? No creo, seguro pasa algo.

Y sí pasó. El día previo a su concierto en Cochabamba, el viernes 9 de septiembre, tocaban en el Coliseo Don Bosco de La Paz, pero horas antes del concierto, el show se canceló por “fallas técnicas”, según anunció la productora Rock & Pop Magazine, encargada de la organización de los conciertos en Bolivia, que aprovechó la gira del más reciente álbum (el octavo) de los IKV, denominado, también con otra sigla, L.H.O.N.: La Humanidad o Nosotros. Y recé: Nosotros, por favor, Nosotros, que lleguen a Nosotros, a la Jaguar House. El sábado en la mañana se confirmaba el concierto: Hotel Regina, siete de la noche a Tiquipaya, en mi auto. Antes tocan otras bandas, es un festival, no un concierto de los IKV, es el CochaBoom, pero no, es el concierto de los IKV. Las otras bandas están desde las tres de la tarde, hay tiempo. De ida, cantamos en el camino, hacemos memoria: “Abarájame la bañera, nena, abarájame en la bañera, nena”. Harta memoria: “Todas las hojas son del viento”. El hijo del Flaco Spinetta, del gran chamán, nos espera con su banda, es lo más cerca que podremos estar de esa luz que fue El Flaco ahora que se fue volando como un águila amarilla. Para cuando estábamos en el auto, yo ya había escuchado unas 70 veces esa belleza de canción que parece una oración de góspel mezclada con R&B, una guitarra salida de los campos de algodón del sur de Estados Unidos y las cortantes y dolorosas anotaciones de los retablos de Frida Kahlo: “Un águila amarilla de su lagrima salió volando, trazando con polvo de oro el cielo del cual te hablo”. “Águila amarilla” se llama la canción, un homenaje a esa pérdida impensable, insoportable, insuperable que es la muerte del padre y –en este caso- no de cualquier padre, el padre de todos, Luis Alberto Spinetta. Ya escucho las palmadas, los violines, los cascabeles que preceden los acordes de la guitarra del mostro Matías Rada que anuncian el inicio de la ascensión: “Alguien lo descifró, alguien captó el mensaje, alguien llegó a la luz, alguien quitó el vendaje, te he visto resurgir, usar toda tu fuerza, llorar, luchar, seguir, mostrar tu fortaleza”.

Y elevo mi propia plegaria: que la toquen. Como cuando uno reza en los momentos de desesperación y promete más de lo que debería, yo rezaba: que esta noche toquen “Águila amarilla”. Y todo, todo, la distancia, la mala señalización para llegar al concierto, la desinformación, la poca publicidad, el precio de la entrada, la cancelación del concierto en La Paz, todo, habrá valido la pena y me portaré bien, dejaré de fumar si empiezo a fumar algún día, dejaré de pasarme las luces en rojo, dejaré de dormir de más, madrugaré, haré desayuno, no diré mierda nunca más, ni siquiera “mellevaeldiablo”, me bañaré todos los días aunque no haya agua, dejaré de protestar y decir que a Cochabamba no llega nadie para cantar, para entregarlo todo, para hacernos gritar. Lo prometo, pero que llegue el “Águila amarilla”. Y llegó: “la la la la la laaa”. Ahí canté a todo pulmón, grité, salté, enloquecí y sentí todo lo que uno debe sentir al cantar, si canta. Y me uní al coro final que siguió a la canción junto a todos los que ahí estaban gritando bajo la luna y el cielo puro de Tiquipaya: “¡Ole, olé, olé, oléeeee, Flaco, Flaco!”.

Fue la tercera o cuarta canción, para mí ahí empezó el concierto. Esa canción que compusieron Dante y Emmanuel para su disco Chances, el anterior a L.H.O.N. y el que les resultó muy difícil porque había pasado apenas un mes de la muerte de Spinetta, habla de avanzar aun sin ver, guiados por el amor: “Tras el árbol de lo incierto algo late en lo salvaje, sé que estás conmigo y puedo consolarme, miro para arriba, sano mis heridas, somos los guerreros en la cima de esta vida”. Así es la pérdida; despierta la vida, el instinto de vida, del canto. “Nos juntamos con Emma a escribir la canción y fue muy difícil porque había pedazos de letra que eran muy tristes y no tenían el mensaje correcto que queríamos transmitir acerca de la energía. ‘Águila amarilla’ tenía esa sensación chamánica de que el chamán cuando muere se transforma en un animal o algo, para mí se convirtió en un águila amarilla, un águila dorada. Hablábamos de esa transformación y de salir adelante”, recuerda Dante en una entrevista que les hizo Lalo Mir a los IKV, en “Encuentro en el Estudio”.

También hubiera rogado que cantaran “Ey Dios”, una balada que interpretan con Natalia Lafourcade, pero eso sí ya era pedir lo imposible. “Ey Dios” y “Sigue” son canciones de L.H.O.N. y representan de lo que va este disco. De seguir, de crecer, de avanzar, de ser adultos. Sus nuevas canciones más espirituales y las baladas meditativas marcan un paso hacia la madurez de los IKV, sin dejar de ser jamás lo que la Rolling Stone bien expresó en su artículo “IKV: humanos después de todo”, “nerds buscadores de rarezas con un gusto por lo bizarro a la vez que innovadores aventureros en busca de lo desconocido”.

Faltando poco para llegar al concierto, nos perdimos en el pueblo. “Con este bebé no podemos perdernos”, dijo alguien con su GPS de celular en mano como en la película Up, y como en la película solo decía: Sudamérica. Nos perdimos, poca luz, llegamos directo a la puerta del hotel, nos mandaron a una puerta de atrás, un sendero vecinal de tierra, a un lado muro, al otro canal de agua y matorrales. Nos estacionamos en medio de los maizales, era de noche, eso parecían. Es Tiquipaya, al fin y al cabo. Una aventura, una belleza. El escenario se levantaba magnífico, prometía lo mejor y no defraudó. El público sí, poco, muy poco, poquísimo, algunos decían que tenían vergüenza ajena, la organización, eso sí, previó: si hay poco público, apagamos todas las luces y no iluminamos jamás el aforo, nadie se dará cuenta. Claro, porque nadie se da cuenta de los gritos, de los saltos, de la energía, del amor que envuelve a un millar de gentes vibrando en un concierto, porque nadie se da cuenta del olor a otros cuerpos, del penetrante aroma de la “Tiquipaya Golden”, del calor y el sudor que te envuelven y elevan en un concierto, de lo físico de un concierto.  

Aun así, llegamos, gritamos, nos elevamos y yo canté como si cantara.  

Después de que una banda de La Rioja (Argentina) tocara temas románticos para después de un divorcio, y a medida que dos globos publicitarios a los lados del escenario recién se inflaban, la luz del escenario brilló más que nunca y nada del resto importó. Entraron Dante Spinetta y Emmanuelle Horvilleur con su estilo siempre sexy y sus atuendos inspirados en las películas de las pandillas del Bronx de los 70, a lo Hells Angels. Llevaban los chalecos de mezclilla con la inscripción Gallos Negros en la espalda. El Bronx con sus pandillas fue la cuna del nacimiento del hip hop. Dante explicaba en una entrevista que “de ese movimiento de pandillas también brotaron muchos grupos de música y esas bandas usaban chalecos de mezclilla (porque era más económica y ellos eran de escasos recursos) y le ponían inscripciones. Hay un documental que se llama Rubble Kings que plasma toda esa realidad, y de ahí también basamos la estética”. Con los dos Illyas entraron sus músicos y el gran Matías Rada -pelo afro alucinado y ronca guitarra- , todos con sus chalecos de mezclilla, todos parte de la pandilla Gallos Negros. En la pantalla sobre rojo, un gallo negro anunciaba el grito que todos habíamos contenido hasta ese momento, el canto que ya sabíamos. Así empezó todo, antes que el “Águila amarilla” llegó “El gallo negro”. El ritmo de salsa, que en “Coolo” era un capricho, una apropiación, en “Gallo negro” es un acto político, una conquista, algo ya orgánico. Estalló la música y cantamos: “El gallo negro, el gallo negro, el gallo negro muestra los dientes. El gallo negro, el gallo negro, el gallo negro canta caliente”. Así empezó el concierto, con dos imágenes improbables: un gallo que muestra los dientes y yo abriendo mi boca para cantar sin saber cantar.

Gestora cultural y productora de cine - [email protected]