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RESEÑA DE EL LUGAR DEL CUERPO (2007), PRIMERA NOVELA DEL ESCRITOR COCHABAMBINO RODRIGO HASBÚN (1981).

Acerca de la pesada carga que es recordar

Acerca de la pesada carga que es recordar



Hay algo siempre entrañable en las narraciones de Hasbún, algo más allá de la anécdota que abriga a su modo con una fría ternura, casi en ausencia; una poderosa literatura que hace refugio impensable del abandono. Los personajes en Hasbún son completos antihéroes (lo que, estamos de acuerdo, dicho solo así no le da novedad alguna a lo literario), pero más que eso, son humanidades en tránsito, casi flotantes, hombres y mujeres que en algún momento empezaron a observar su entorno desde lejos, sus propias historias desde un futuro ya viejo. Son personajes cansados de esperar una antigua promesa, pero siempre, lo que es más increíble, sin furia, casi sin rencor ante la traición, el desasosiego y el dolor que es vivir, como si incluso el mismo hecho de odiar fuese una cosa en desuso, una práctica simplemente anecdótica de otro tipo de vidas, de esas sobre las que solo se lee o se ven en la tele. Son personajes difíciles de definir. Su fuerza radica en su agotamiento. Actúan un antiguo cansancio, como un sobreacostumbrarse a respirar.

El lugar del cuerpo es una novela bien construida, de historias y voces narrativas llenando ese gigante silencio en que se convierte la construcción textual. La narración gira entorno a una protagonista que durante su niñez ha vivido las visitas nocturnas de un hermano mayor que sexualmente la toca y la toma, y para siempre la cambia, en lo que ella misma define a momentos como “violación”, a momentos como “visitas nocturnas”. La novela, dividida en cuatro episodios que marcan distintos lugares de la memoria de esta narradora desde su niñez hasta su vejez, gira en torno a este afán de recordar aquellos momentos del trauma y darle forma alguna a lo que ha ocurrido por medio de la escritura, cargarle de sentido si alguno pudiera tener, y lo que es el esfuerzo mayor, resolver toda una vida transcurrida en función a esos instantes que lo definieron todo.

La misma narradora, ahora enferma, vieja, y cerca de la muerte (que luego de una vida alejada de su familia y su país se ha convertido en una escritora famosa despreocupada del reconocimiento que su literatura ha alcanzado, viejo cliché literario) intenta darle forma a esos momentos en los que todo cambió para siempre y que hacen de la intimidad familiar el lugar donde comienza y termina pudriéndose todo. El resultado es un gran fracaso, la aceptación de la imposibilidad de contarlo, no porque la escritura no alcance, sino porque la memoria simplemente nada construye: no solo se hace doloroso recordar, sino que, y peor aún, hacerlo no es garantía de futuro alguno; la derrota es el cansancio acumulado ante la evidencia de que de todas maneras, nada va a cambiar. Sin grandes desequilibrios mentales, sin personajes habitados por naturales y excesivas maldades, sin grandes escándalos, la ruptura se produce en el nivel más cotidiano de contacto, en la manera más fácil de relacionamiento, en la normalidad cariñosa de una familia como todas, cuando la misma sangre es la que agrede, cuando no es el enemigo el que marca de por vida, sino el propio hermano. Y si esto no es literatura política, que alguien me diga entonces qué es.

Es que esa es la apuesta en la narración de Hasbún (diría que no solo en esta novela, sino en los relatos de Cuatro y Los afectos): las grandes verdades no están allá afuera, en las grandes historias sobre grandes rompimientos, sino en un espacio mucho más cercano, en los silencios alrededor de un comedor que es donde se producen las distancias más radicales. Los grandes movimientos de lo inmediato; no es cosa de grandes escenarios ni estrepitosas guerras, los espacios de la intimidad son verdaderas zonas en conflicto, no así las revoluciones. La literatura de Hasbún parece advertirlo: no le temas al estrépito de confrontación callejera; son más peligrosos los silencios a la luz del velador, echados ambos en la cama, o en una simple reunión de amigos.

Cuando leí El lugar del cuerpo pensé inevitablemente en Vidas Privadas (Fito Paez, 2001), un film sobre la necesidad de recuperar la memoria, o acerca de su imposibilidad cuando el quiebre ha sido tan abrupto, si se quiere. Hay cosas que solo los silencios más radicales pueden decir, cosas de las que conviene mejor nunca hablar, ni siquiera saber. Pero a diferencia de Cármen (Cecilia Roth) que se enfrenta al desconocimiento producido por toda una época, un régimen, que le ha heredado una suerte de amnesia colectiva a toda una generación que prefiere “no saber” los rigores de la violencia, Elena (la narradora en El lugar del cuerpo) se enfrenta a una violencia sin rigores, a una memoria que está allí, que no ha sido robada, sino que, mucho más al contrario, porfía en permanecer. Ese es el verdadero problema. El tema se hace mucho más problemático cuando la memoria misma es la violencia, cuando el problema no es desconocer, sino saber demasiado; cuando el giro vertiginoso de una existencia no lo da el reconocimiento de un gran secreto (el caso de Roth en la película descubriendo quién es su hijo), sino la acumulación de banalidades, el día a día y sus inmediatas familiaridades que terminan siendo al fin la gran violencia humana. Ese es el miedo mayor, el miedo al silencio, cuando ni la experiencia ni la memoria ya nada comunican, y cuando lo cotidiano es trauma que nos impide contagiarnos de otros.

Pienso entonces que estos personajes en Hasbún se hacen entrañables, precisamente por eso, por ese deseo-necesidad de olvidar, porque son humanidades que no buscan meterse en el lector, seducirlo de ningún modo o tan siquiera agradar provocando cualquier empatía. Es más bien la empatía del distanciamiento, de conciencias demasiado cargadas de sí mismas como para poder hacer un contacto más allá, como incapaces de ternuras más generosamente compartidas. La narración en Hasbún se da como si estos personajes narraran la vida desde un espacio en el que el recuerdo se ha quedado para siempre habitando lo real, como si uno fuera nada más que la imagen en esos inacabables recuerdos, una ausencia en suma. La novela es precisamente eso, literatura sobre la memoria, memoria que ya nada comunica y se encierra, en imposible contacto, prisionera en algún lugar del cuerpo.

Literato y abogado - [email protected]