Opinión Bolivia

  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
  • Actualizado 23:45

El olvido que seremos

El olvido que seremos



Reseña de El olvido que seremos, novela testimonial del escritor colombiano Héctor Abad Faciolince.

Héctor vivía con diez mujeres y un señor. Un día le dieron a escoger entre su papá o Dios. Él escogió a su papá. Fue su primera discusión teológica con la hermana Josefa, la monja que criaba a los niños Faciolince. Dios escogió a su papá. Aunque Héctor creyó, en algún momento, que el diablo lo escogió, a él, a su padre y a la tierra que los vio nacer.

Héctor Abad Faciolince escribe una novela biográfica con angustia y felicidad. El olvido que seremos es palabra viva y testimonio. Es un grito contra las muertes injustas, las que llegan sin avisar: la muerte que borra el epitafio; la que hace tierra de la tierra; la que juega victoriosa al ajedrez; la que desgaja cada poema y quema cada papel.

Rubén Sotomayor despertó la madrugada del 17 de abril de 1975. «Parecía que explotaban juegos artificiales», dice. «Desde la ventana todo se quemaba o parecía que se quemaba». Los militares habían llegado a la mina de Catavi, también la dictadura. El padre de Rubén Sotomayor se puso su mono de trabajo (era minero), y se despidió de su hijo somnoliento, aterrado, con un beso antes de salir a la plaza central.

Héctor cuenta que su padre lo sentaba entre sus piernas. Cada día le leía algún poema de Mallarmé, de Víctor Hugo, de Rimbaud. Y cuando se enojaba, se encerraba en su estudio para escuchar música clásica. Luego salía a dar clases de Medicina a la universidad. El rector lo quería obligar a renunciar. Los de derecha lo consideraban de izquierda. Los de izquierda lo consideraban burgués.

«Mi padre jamás nos hizo faltar ninguna comida», dice Rubén Sotomayor. «Mi padre nos trajo a estas tierras para morir». Camina hacia el cementerio, ahora también está viejo y encorvado. «Tengo la enfermedad de la mina», dice: «Tos eterna, dinero gastado». Lleva unas flores amarillas para colocar en la tumba de su padre: la que perdió el nombre del epitafio.

Héctor creció viendo a sus hermanas recibir serenatas. Cada día alguien se ponía frente al balcón y cantaba vallenatos o música mexicana. Todo era fiesta hasta que una de ellas contrajo cáncer. Por primera vez vio a su padre afligido: un día escuchó que su padre gritaba en el estudio, mientras ponía a todo volumen alguna sinfonía de Beethoven. Gritaba y lloraba, también rezaba.

«Fue esa noche», dice Rubén Sotomayor. «Se abrió una herida». El padre salió luego de besar a su hijo en la frente. Corrió hacia la plaza central mientras los militares disparaban a quemarropa. «Eran los militares de Banzer», dice. «Era la muerte verde». Los mineros se defendía con cachorros de dinamita, y algunas viviendas ardían y se hacían cenizas.

El padre de Héctor escapó a la matanza de la guerrilla y del Gobierno colombiano. Se autoexilió durante tres años. Héctor recordaba esos días tristes, sin una caricia en su cabeza, sin las tardes de escuchar la radio o la lectura de poemas. Sin su padre. Sin Dios. Y cuando regresó, lo mataron.

El padre de Rubén Sotomayor se parapetó en una especie de trinchera improvisada detrás de una escuela. Encendió un cigarrillo como si fuese el último deseo de un preso con sentencia de muerte. Su compañero le invitó unas galletas de agua, pero se negó a comer. Escuchó un zumbido que venía desde el cielo: antes de morir vio la fotografía de su esposa e hijos. «Sé que la vio», dice Rubén. «Cuando lo encontramos tenía la foto entre sus manos llenas de sangre».

Al padre de Héctor le dispararon en plena calle. Fueron sicarios contratados por algún bando.

El padre de Rubén quiso escapar hacia una calle aledaña. Sintió frío, luego silencio. Luego los aviones dispararon una ráfaga precisa, en plena madrugada. Varios cigarrillos cayeron, y los militares tomaron la plaza. El padre de Héctor recibió ocho balazos en la cabeza, en el pecho, y en el dedo corazón. Cayó boca abajo en un charco que reflejaba el fuego. «Y ahora somos olvido», dice Rubén Sotomayor. «Y los que mataron a mi padre siguen en el gobierno: ocultos o jubilados».

A él solo le quedan unas cuantas flores que dejará en una tumba sin epitafio.

Periodista y escritor - [email protected]