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  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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[La Lengua Popular] Tormenta eléctrica

[La Lengua Popular] Tormenta eléctrica



Rata Blanca es como un buen vaso de whisky: no es para todos, probablemente tenga más de 30 años y siempre habrá inadaptados que solo lo toleran con agua o con coca cola. La alusión no es caprichosa. Lo primero que me viene a la mente del concierto del sábado 5 de diciembre es Giardino reventando su Fender Stratocaster, con una polera del viejo Jack Daniels.

Rata es como un rito de pasaje imprescindible para entender el heavy metal en español, y la banda argentina prevalece tal como un vaso de whisky: desbordando pureza, grado añejo correcto y justa rudeza para provocar todo lo que tiene que provocar. Walter Giardino y Adrián Barilari son dos de los personajes fundamentales para entender el heavy metal latinoamericano. El guitarrista y el vocalista argentinos son una especie de “dream team” que ha hecho crecer durante años la leyenda de Rata Blanca. Palabras mayores, lo sé, pero el virtuosismo de uno y la capacidad vocal del otro se pueden comprobar en la extensa discografía de una banda que grabó con letras de oro su nombre, al destilar un disco como Magos, Espadas y Rosas, con temas eternos como “La leyenda del hada y el mago”, “Mujer amante”, “Preludio obsesivo”, “El beso de la bruja” o “El camino del sol”. Tormenta Eléctrica es su decimoquinto trabajo discográfico (décimo en estudio). Es un disco potente en las guitarras, con sabor a primeros tiempos, más duro que melódico. En este sentido, Walter Giardino, Adrian Barilari, Fernando Scarcella y Guilermo Sánchez siguen forjando la leyenda.

A diferencia de los conciertos masivos, en los conciertos de heavy metal en general y en los de Rata en particular, de lo que se trata, creo yo, es de cumplir determinados rituales. Y el concierto del pasado 5 de diciembre no fue la excepción. Curiosamente, en este caso, hay que añadirle a esta ritualidad, la graciosa casualidad de que, por obra y gracia del espíritu santo, coincidían en tiempo y en espacio (plazuela Quintanilla) metaleros duros (por Rata Blanca) por un lado, y caporales y afines (por la entrada universitaria) por el otro. Los segundos, haciendo gala de sus trajes brillosos, coloridos y ruidosos. Los primeros, luciendo el “uniforme negro” y las greñas. Los segundos, algo temerosos y aprehensivos a causa de los primeros. Y los primeros “con hambre” e indignación por los segundos. La contraposición entre “las ortodoxias” de ambos bandos creaba un espectáculo demasiado chistoso y tragicómico, que en sí mismo, merecería su propio articulo.

Ya en la fila, mi hermano de redacción de esta columna y yo (que previamente nos habíamos reunido en el cercano ABC para consagrar “la previa”) estábamos como peces en el agua. Y solo después de tres horas de vivencia de ritualidad, acompañadas de un par de nada suntuosos, pero extremadamente efectivos Tres Plumas, la fila empezó a moverse.

Ya abrumadoramente combustionados, entramos al coliseo. Empezaron con las menos conocidas: “Tan lejos de aquel sueño”, “Buscando pelea”, “El jugador”, “Los chicos quieren rock”. Rata no pasará a la historia por tener las mejores letras (tampoco se caracterizó nunca por su poesía), pero las canciones de su último disco mantienen ese groove peculiar y el estribillo glam que pegan a la primera. “El jugador” fue otra rola afortunada, una muestra del rock melódico americano más tradicional de los ochenta. Un hit comercial, pegadizo y sin complicarse demasiado la cabeza en lo musical. “Pequeño Ángel Oscuro” es la balada trademark de todo disco de Rata. Se escucharon unos acordes de piano sobre los que Walter soleó con una combinación de arpegios duros y melodías agridulces, y un Barilari que optó por ese registro cálido de canciones lentas que tan bien le salen. Las power ballads se le dan muy bien a la banda, así que el resultado es siempre predecible, pero a la vez siempre genial.

Al seguir, tocaron algunos clásicos: “El guerrero del arco iris”, “El sueño de la gitana”, “Chico callejero”, “El reino olvidado”, “Ángel” y algunas más, que en este momento se escapan de mi memoria, debido a la intensidad de la cuestión. El mosh y los gritos fueron tan intensos, que mi cuello, garganta y estómago sentían el peso del concierto tres días después.

Finalmente, tocaron “Aún estas en mis sueños” y “Mujer amante”, los dos himnos de Rata que tienen ese vintage effect, cargado de un erotismo foggy, “canchero” y elucubrador. Es una mezcla perfecta de letras, esta vez bien logradas, y riffs. Antes de irse, como no podría ser de otra manera, cerraron con “La leyenda del hada y del Mago”, en la que el coliseo, como era de esperase, se dio a la locura.

Es mi quinto concierto de Rata Blanca. Percibí que, más que en otras giras y discos, Rata presentó un trabajo más duro e incisivo. Sus piezas nuevas y su pegada fueron más pesadas y menos comerciales, por eso mismo menos potables. En palabras del propio Walter: “Estamos en contra de esta especie de usurpación de la palabra rock por parte de muchos medios y artistas, que lo único que hacen es vestirse de rockero, hablar de rock o colgarse una Gibson”. “Después de que Shakira sacó un perfume que se llama Rock, hay algo que no está bien… Por eso salimos con los tapones de punta” acotó jocosamente.

Solo me queda decir gracias. Gracias por el “planchazo”. Nuevamente, Rata Blanca nos proporcionó, eucarísticamente, su dosis siempre esperada, de potencia, intensidad, virtuosismo y dulzura. Y como siempre, también, provocó ese conjuro mágico que rompe la naturaleza efímera y temporal de la música. Y esa esencialidad que radica en su propia muerte fue adormecida en una vorágine que se preserva y se regenera en nuestras tripas y en nuestra alma.

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