Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
  • Actualizado 13:26

[La Lengua Popular] Sobre la embriaguez

[La Lengua Popular] Sobre la embriaguez



Podría delimitar ciertas características de estos ambientes que nos dan tanta alegría, pero, como el escribiente, “prefiero no hacerlo”. Salir a bolichear es, de alguna manera, un acto de libertad frente a todo lo que nos rodea. Y ese mismo acto se completa con un fugaz encuentro con Dioniso, este dios griego representante de la libertad, la locura, el delirio y todo ese conglomerado de emociones que nos invaden en la embriaguez.

Uno busca los encuentros embriagadores y fulminantes de aquel lugar que no solo alberga en sus calles música y coqueteo, sino también una suerte de delirio frente a lo que está por venir y es obvio (la embriaguez). Qué habrían de decirnos las paredes si éstas hablaran; qué habrían de decirnos esas veredas por las que cruzamos innumerables veces tambaleantes y dilatados por el licor, esas veredas donde vemos cada sábado gente buscando a gente, miradas atendiendo a miradas, y donde advertimos también la ligera sensación de otro mundo, no sabría decirles de cuál, pero de otro.

Y claro no sólo se celebra la locura, también esa ligera sensación de sentirnos libres, esa tibia ilusión de que todo está bien. Y de que, por así decirlo, el tiempo no es más que un amigo rezagado que llega al final de la noche, muy al final.

Baudelaire dice: “Hay que estar ebrio siempre. Eso es todo: ésta es la única cuestión. Para no sentir el horrible peso del Tiempo que nos rompe la espalda y nos inclina hacia el polvo, hay que embriagarse sin descanso”.

Tal parece que la embriaguez es, de alguna manera, algo indispensable en nuestros días. Personalmente, pienso que es necesaria, aunque sus excesos sobrepasen esta moral que impera y desespera, aunque la lucha por su erradicación no sea más que esa ilusión hipócrita. Y no hablo de esa embriaguez demoledora, hablo de esa sensación tibia en el cerebro, la de estar consiente frente a lo que sucede, frente a lo que se espera sin esperanza alguna. Es más que evidente que el alcohol, en sus excesos, aun hoy destruye todo a su paso, y claro, todo exceso destruye.

Pero hablemos de esa embriaguez alegre, de esa sincera y amante manera de decir que estamos ebrios, de decirlo frente a la sobriedad que nos acontece, frente a este spleen de lunes a sábado, cargado de cosas, de colas, de apuros, de luchas con el despertador, de miradas agonizantes al pavimento, de ira, de tiempo, de pesado tiempo. De pronto, celebramos algo que no sabemos. De pronto, ese “¡Salud!” tan saludable (de vez en cuando) es la excusa más común y gastada para saber que no estamos solos frente al tiempo. Y que esa razón de envejecer juntos se ve reflejada en cada historia, en cada cuentito que nace de cada salida, de cada ilusión que muere con este ocaso de la luna.

El ensayista inglés Charles Lamb, en Confesiones de un borracho, dice: “Ningún poder puede obligar a un hombre a levantar un vaso contra su voluntad; esto es tan fácil como no robar o no decir mentiras”. Pensar por instantes que el alcohol es una manera de existir es el concepto más equivocado, y es evidente que el autocontrol es una solución práctica y vieja, una solución de buen resultado.

¿Podemos sentenciar que el alcohol es el único causante de la embriaguez? Creo que visto de esa manera esta sería una equivocación muy gruesa. La embriaguez es, de alguna manera, ese conjunto y mezcla continúa, ¿De qué? De la sinrazón del bebedor, del acogimiento de nuestro estado de ánimo y de las ganas de sentirse vivo en común. Esa embriaguez alegre y halagüeña es sobre la que versan estas líneas. Y está por demás decir que tal embriaguez no es solo un atributo que debe recibir el licor, sino, con más razón, el amor.

“Pero de pronto me he dado cuenta que sigue siendo lunes, como ayer. Mira el cielo, mira las begonias, también es lunes”. Es así como versa uno de los fragmentos de Cien años de soledad, cuando José Arcadio Buendía, en su espontaneidad (locuaz por instantes), se siente acongojado frente al tiempo, llorando la lejanía de lo querido.

Quizá podamos aprender del patriarca de Macondo y discernir (quizá sentir) que los días no tienen que ser los mismos, enclaustrados en una rutina lacerante; que podemos embriagarnos en algo tan distinto al alcohol y tan parecido a la alegría, tan parecido a la cercanía amistosa, a su alboroto. Los invito a embriagarse de eso que hace distinta la existencia y, claro, de tratar de evitar morir atado a un árbol de castaño.

[email protected]