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  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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[LA LENGUA POPULAR]

El Círculo y Caín

El Círculo y Caín


Hace unas semanas atrás me levanté particularmente entusiasmado. Era sábado, la resaca leve, y estaba programada para ese día la pelea por la UFC del campeón méxico-americano de artes marciales mixtas Caín Velásquez. La defensa del título se presentía, durante la singladura de aquella jornada, como la promesa de una dosis propedéutica de adrenalina para la última noche del fin de semana.

De tal modo, tomé contacto con la futura incorporación de La Lengua (el dude del terco knock, knock, knocking on heavens door), y quedamos en ir por una carne al Círculo de Amigos, una churrasquería de la Melchor Pérez casi Juan de la Rosa en la que se gesta, indudablemente, la mejor parrilla de la ciudad. Al promediar el mediodía, entonces, me subí al Ferrari que (por buen tipo) le prestaría una semana después a Arturo Vidal y emprendí el trayecto.

Al llegar al lugar en cuestión ordenamos el Aranjuez del bautismo y después (Señor, ten piedad) llegó la hostia (juro que la única “resurrección de la carne” de la que quiero saber tiene que ver con un asado de tira de 700 gramos en su renovación sempiterna). La yuca, el chimichurri y la ensalada se conjugaban constituyendo y reconstituyendo una especie de altar, y, fue justamente a partir de esa representación danzante de vertientes plurales que llegué a un momento fundamental de la jornada. En medio del disfrute de la comida y el vino, empezó a resonar una canción que arribó a mis oídos como soplada desde el principio de los tiempos. Era “La caraqueña”, una cueca que Nilo Soruco fraguó como expiándose a sí mismo. “¡Qué lejos estoy, que lejos estoy de mi ansiedad. Mi río, mi sol, mi cielo, llorando estarán!”. Si algo me parece particularmente fascinante de la ejecución de la cueca chapaca, ese algo tiene que ver, indefectiblemente, con el carácter gentil del frenesí que sostiene al frenesí arrebatado del pañuelo, constituyéndolo.

En fin. Así, sumido en una elevación musical y trascendental de mis sentidos, me dispuse a cosechar lo que la atmosfera, la carne y el vino habían sembrado. Sin activar más que la mano derecha como una suerte de percusión rudimentaria sobre la mesa, entré en el nunc stans de la experiencia poética de los no-poetas, saqué de la esencia de mi mano un pañuelo blanco y bailé, en la parte interna del Boquerón, con una emanación carnal del Guadalquivir. (De la interpretación paraguaya no me responsabilizo). Entonces entendí la realidad del hombre del sur. El calor, el vino y la carne fueron la conexión con la vida en forma de devenir, de flujo. Era una suerte de energía galopante para la que somos una expresión gentil. En la cueca se contenía y renovaba la energía elemental del suelo, energía finalmente condensada en una estética trascendente nacida del modo en que el calor “salpica” desde el continente delicado de la piel humana, de esa piel que agrede, leve y fundacionalmente, a su contraparte. La cueca fue y es, aun ahora en nuestra alma, la conjugación entre la fuerza enérgica de los fortines del Chaco y la delicadeza que transmuta tal recurso en un vaivén armónico.

Así me renové con ustedes. Así reconstituí en aquel día los elementos de nuestra sensibilidad poseída y, con tal impulso, salimos del “Círculo” y, ya cayendo el atardecer “azafranado”, nos fuimos a encontrar con la tercera pierna del trípode y de La Lengua. Una vez afinados y dispuestos, no como tres mosqueteros sino como un conjunto abigarrado de D’Artagnanes, fuimos a México D.F. a presenciar la danza del campeón defensor Caín y del retador Fabricio Werdum.

Cambiamos, en el trayecto, el vino por la vieja Huari, pero algo permaneció. Algo palpitaba como venido del sur. Era la resonancia del tambor. La estética de la danza seguía presente.

Sobre la montura de tal sensación, cada una de las peleas preliminares fue medida con la varilla de un pañuelo. Así, de este modo particular, sí pareció evidente la reflexión de Cortázar sobre el boxeo. Las estrategias a partir de las cuales se transmutaba la febrilidad de lo atávico en un movimiento que “tejía” una danza de provocación y disimulo para el rival se desplegaron ante mis ojos. El jiujitsu brasileño se entronó como la forma del arte marcial por excelencia, desplazando la aparente unidireccionalidad del box. Debo decir que creo, firmemente, que si Agamenón hubiese sido boxeador, hubiera, seguramente, tenido el mismo final pero en la red de un “candado” de Clitemnestra.

Llegó el momento y la realidad le dio la razón a lo complejo de una rítmica que fue desportillando la cabeza, el rostro y la convicción del campeón. Werdum desplegó una mágica oscilación en la que se constituyó el fundamento vital de su propia estética. Caín olvidó que una pelea reedita la fuerza de todas las peleas de los hombres. Caín olvidó que Caín, antes que él, se expresó, hace miles de años ya, a partir de la pura fuerza, y, en ello, Caín olvidó que su tarea era convertir la energía de los siglos en una bóveda que, con delicadeza brutal, recubriera el ir y venir de Fabricio Werdum. La pelea terminó en el tercer asalto, cuando el campeón embistió contra la red que Fabricio había fabricado.

En fin, triunfó la esencia artística del arte marcial, triunfó el carácter poético de la estrategia de Werdum. Habrá una revancha próximamente, y es indudable que Caín deberá reconectar con la sustancia elemental de un pañuelo en el aire para recobrar el tacto de la araña. Pero con él volveremos para reencontrar lo que es nuestro. ¡Nadie le pondrá cadenas a nuestra verdad!



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