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  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
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20 años no es nada

20 años no es nada


¿Cuándo sabes que estás frente a un artista? Es una pregunta que siempre ataca a mi mente. Algunas veces, por juegos azarosos del tiempo, de la suerte, del buen día o no sé por qué motivos, pero estoy seguro de que algo me conduce a buscar y llegar a una experiencia que logra darme una respuesta que me calma y que me permite decir que, mientras los artistas existan -aunque suena terriblemente cursi-, puedo asegurar que el mundo será un mejor lugar para vivir.

Evidentemente tengo que hacer una distinción y una aclaración al tipo de respuesta que busco, porque existe una primera que es simple y que no necesita del conflicto existencial que voy a desarrollar. Hay gente que hace arte y hay artistas. Los primeros son ejecutores técnicos que logran un objetivo estético y un producto, ambas cosas dentro de un paradigma sostenido en un discurso que termina conceptualizando lo que es la obra de arte. La explicación que acabo de dar es la respuesta simple a la pregunta de inicio, pero a la vez es la que debería quitarnos el sueño, el hambre. La que debería preocuparnos y matarnos con contundentes ataques de ansiedad.

La importancia del arte se vitaliza con el espíritu de los artistas, que a la vez van constituyendo la memoria más fundamental de lo que llamamos cultura y, en términos más llanos, es lo que nos conduce a la construcción de la aldea que nos cobija en medio de la salvaje selva de lo ajeno hostil. Ahora, ¿qué es lo hostil? Para responder esto tendríamos que hacer una reflexión de absolutamente todos nuestros miedos, y probablemente descubriríamos que tenemos un número casi infinito de fobias, pero a pesar de lo trágico no es un problema mayor. Lo más peligroso es cuando lo hostil somos nosotros mismos y es justamente cuando estas ventanas de reposo que nos construyen los artistas se vuelven mágicas y nos permiten hacer de nuestra instalación terrena un lugar mucho más habitable. El gran maestro de todos los tiempos, el duro Bukowski, en su poema “El incendio de un sueño”, apunta:

“la vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles/ muy probablemente evitó que me convirtiera en un/ suicida, un ladrón de bancos, un tipo/ que pega a su mujer, un carnicero o/ un motorista de la Policía y, aunque reconozco que/ puede que alguno sea estupendo, gracias/ a mi buena suerte y al camino que tenía que recorrer,/ aquella biblioteca estaba allí cuando yo era/ joven y buscaba algo a lo que aferrarme/ y no parecía que hubiera mucho./ y cuando abrí el/ periódico y leí la noticia sobre el incendio/ que había destruido la biblioteca y la mayor parte de/ lo que en ella había/ le dije a mi/ mujer: yo solía pasar horas y horas allí”.

Un artista es el que contagia su espíritu en cada fragmento de su obra. Y, como apuntaba Bukowski, es el que nos permite estructurar nuestras mejores versiones, nuestros mejores refugios. Es imposible no imaginar al principiante y duro escritor rodeado de viejos libros de aquella biblioteca. En el fondo, lo que lo protegía de todas las desventuras que enumeraba no era simplemente la calidad de los textos, sino la autenticidad que encontraba en aquellas obras.

Cuando nos acercarnos a una obra de arte y nos conmueve su autenticidad, hacemos de nuestra observación un ejercicio de rebotar piedras en un lago calmado. Cada onda, cada rebote, cada peso diferente de roca, la sutil humedad de nuestros dedos, la caricia del polvo en las manos, la agitación liviana por el ejercicio repetitivo de lanzar y el paisaje reducido a un simple ritmo generan en su simplicidad una unidad ritual que abraza el movimiento de la piedra, la quietud del agua, el color de la tierra, la circulación sanguínea, el esfuerzo por cazar los rebotes con la mirada, y por último quiebra nuestro reflejo en el agua. Se antepone el ritual al Yo.

Presenciar una obra de arte nos permite el quiebre de las peores y malas versiones que contenemos, del agotamiento por preservar rígidamente el reflejo de una consigna social, una imagen, un rol. Lo mismo al presenciar a un artista de espíritu gozamos de la misma posibilidad de quiebre. Ante este fenómeno no podemos hacer más que admirar la autenticidad, el trabajo y las manías que proponen.

Este número está dedicado a una persona que conocí personalmente recién, antes ya conocía su obra y me parecía que tenía enormes aciertos. Conocerlo a él me permitió poder responder con certeza la pregunta inicial durante varias horas que lo acompañé, primero en la entrevista, después en el concierto y posteriormente en una mesa junto a otros gigantes artistas (Mayra, el increíble Julito, Diego Ballón y Daniel, los músicos de Llegas). La respuesta a un lugar mejor quedaba saldada.

El Grillo Villegas es un artista impresionante. Está confeccionado a la medida de aquellos artistas que trascienden no sólo por la complejidad o la embriaguez de su obra, sino, al contrario, por la sobriedad y la lucidez con la que encara las experiencias estéticas que lo rodean, por las posibilidades de comprender lo que pasa en la aldea, por la consecuencia de defender el mejor arte y protestar contra lo viciado y ficticio del artefacto camuflado en arte y de aquellos artistas desleales, falsos y productos de lo mediáticamente comercial más allá del género. Su crítica radica en lo ético, en la virtud de balancear los límites entre lo erudito y lo popular, entre lo elite y lo más convencional. El aflojo y la consigna en la composición y las decisiones como músico son parte de la madurez de un artista, pero también dice más de él la consciencia y la perspectiva del lugar a donde quiere estar y donde quiere llegar.

Tanto en la entrevista como a viva voz en el concierto advertía el significado de su trayectoria y cómo lo materializaría mejor.

“20 años no son nada, y no es motivo para festejarlos. Lo que queda finalmente son los discos y no el evento comercial para que un par de empresarios se queden con el pedazo más enorme y a mí me den dos centavos. No es por el dinero, es por el amor que le tengo a mi vocación. Un disco es más digno porque queda y es auténtico”.

Es una gran experiencia escuchar un disco, una canción, asistir a un concierto de Llegas, no solo por la propuesta estética, o por la historia, sino por la entrega que la banda tiene hacia su espectador. Además que es más que aplaudible que la consciencia del compositor no solo se reduzca a la abstracción de letras, sino a la estrategia de poder llegar y generar un ritual de iniciación para todos, no solamente para el trasnochador de bar, sino para el espectador que es más vulnerable a enredarse en las telarañas de las mejores artes, además de construir un ritual en el que las generaciones se junten a través de un coro, a través de un solo, a través de una anécdota. Por eso la determinación de Villegas por espectáculos de teatro.

Escuchar al Grillo ya sea hablando, cantando, tocando la guitarra, dirigiendo a la banda, tocando armónicas imaginarias, tratando de sostener un falsete, recordando a Mercury, o con el teclado imaginario sobre la mesa, siempre es una experiencia grata, de esas que cambian.



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