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  • Diario Digital | jueves, 25 de abril de 2024
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CHENK´O TOTAL

Sabina entrañable

Sabina entrañable


A Lessin Méndez, amigo querido.

Ahora que está fresquita la sensación de tenerlo a 10 metros, escribo urgido. Anoche, Joaquín Sabina dio su último concierto de su gira 2014-2015 realizada por dos continentes. Un año de conciertos, más de 120 tocadas vía un invento denominado “500 noches para un crisis”, un proyecto que Sabina describe con voz temblorosa y emocionada al inicio del show en el coliseo Rumiñawi de Quito. “Teníamos que inventarnos algo pues llegó la crisis -dice, bien gallego-, estábamos en casa con mi escudero Panchito Varona tomando un whisky, Panchito puso nuestro disco 19 Días y 500 noches, algo raro en mi casa, porque en casa solo se escucha buena música (el monstruo del Rumiñawi sonríe)… Al cuarto vaso de whisky, me pareció un gran disco, del nivel de Sargent Pepper’s, entonces decidimos hacerle este homenaje, puro pretexto para volvernos a encontrar” (el monstruo estalla).

Joaquín entra en escena con un bastón, se hizo un esguince en el tobillo en el concierto de Lima. La media hora inicial maneja este nuevo elemento de manera vital, incluso haciendo un dúo con el guitarrista Jaime Asua, un gordito buena gente que hasta cantó un tema solo. Hoy bendigo a la revendedora que nos pasó dos butacas a 10 metros de él: era de verse, 15.000 ecuatorianos enloquecidos, rugiendo mientras el trovador bailaba con su bastón completando la imagen chaplinesca. Lo observo, está bastante deteriorado, claro, con 120 conciertazos encima, pero la cara hinchada va más allá del chaqui normal, che. Late la preocupación. Al lado mío, una adolescente dice: -¿Este viejito es Sabina? Con aquel bastón parece que solo un milagro logrará que el veterano pirata de 67 abriles se coja al monstruo. Y el milagro empieza a sonar.

Es el Sexteto Sabina 2015 (según yo), banda brillante, son solo cinco músicos y una gitana de corista (Mara Barros) y suenan como si fueran una orquesta. Aquí hay que hacer un homenaje a dos viejos piratas rockers sabinescos: el gran García de Diego, que empieza con un solo de guitarra que hace chillar al monstruo, un caballero ya setentón con vitalidad pasmosa, coautor de canciones históricas, quien transcurre impecable en el show doblegando tres tipos de guitarra y dos teclados. Un genio. Y Panchito Varona, añejo tigre, mosquetero de Joaquín, ahora de bajista titular, aunque cuando agarra la viola eléctrica la rompe, también coautor de grandes clásicos sabinescos. Joaquín llegó a la gloria de la canción hispana por esta triada demoledora, él en los textos y estos dos haciendo las músicas y arreglos. Por eso, cuando los presenta dice que son su verdadera familia. Sus primeros discos ochenteros generan algunas canciones eternas, pero, desde que aparecen estos dos, la obra de Sabina florece perfecta. El batero es preciso, parece un irlandés medio loco, el saxofonista y flautista es simpático, con falda escocesa hace aullar a las quiteñas. La cantante le pone la llajua erótica, canta muy bien e inclusive se destaca con un cante gitano que logra que el monstruo Rumiñawi llegue al orgasmo. Se nota que el show ha sido armado para generar descansos al gran genio de la canción, y esto da la oportunidad para que el sexteto muestre su talento.

El repertorio es contundente, aunque rebalsa nostalgias. Es como una despedida, un adiós muchachos compañeros de la vida, barra querida de aquellos tiempos. Sabina no solo ha generado un estilo, más bien toda una cosmovisión de exprimir la vida al máximo, donde los excesos son la norma. Al pie del cañón, Joaquín nos hace llorar, gritar, abrazarnos, reír, saltar, y se produce el milagro: estos viejos piratas nos cogen de lo lindo.

Yo solo agradezco a los espíritus superiores poder llevarme en el corazón por siempre este rito vital y tenerlo a Sabina tan cerca, oliéndole los gestos, con su ojo orzuelado, su pancita afectiva, su bastón incitando más guerra y noche. Los hits van transcurriendo como un vino añejo que solo te hace bien, que te hace creer que aún se puede, que agita las ganas de vivir. El final es entrañable con los abrazos del último concierto de la gira, la canción de los malos borrachos, de los malos maridos y estos ángeles diablos invocando en coro más noches y riesgos.

Salgo del monstruo con una sensación de melancolía, de despedida de mí mismo, como si se quedara una parte fundamental de mi alma como polizonte en la barca sabinesca que se entrega a la mar en noche difícil de luna llena, sabiendo que las olas ahora son grandes y mortales, que la barca está frágil y tiembla, pero de emoción, ejerciendo que se trata de eso, de estrellarse sin miedo de cara al final, que no es el final, porque en la barca Sabina vivimos entregados en trance al momento orgásmico, al instante glorioso, a la música viva, al buen vino… Y la vida, por supuesto, se nos va, pero no es la vida, es solo este cuerpo inútil, esta carne machucada, pero eso qué importa, de eso se trata, de darle vida a la muerte, sin más.



*El Papirri, personaje de la Pérez, también es el

cantautor paceño Manuel Monroy Chazarreta.

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