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EL CINEASTA ESTADOUNIDENSE HABRÍA CUMPLIDO 100 AÑOS EL PASADO 6 DE MAYO

Al ciudadano Welles, con cariño

Al ciudadano Welles, con cariño

Hace 100 años, un 6 de mayo de 1915, en Kenosha (Wisconsin, Estados Unidos), nació George Orson Welles, uno de los más grandes cineastas de todos los tiempos. El centenario de su natalicio no ha pasado inadvertido para la cinefilia mundial, que se ha prodigado en tributos, reconocimientos, (re)descubrimientos y otras muestras interminables de cariño y admiración hacia el director de El Ciudadano Kane. La RAMONA no podía mantenerse indiferente ante semejante acontecimiento, más aún tratándose de una figura a la que, desde sus primeras ediciones, rindió absoluta e incondicional devoción. Esa veneración ha reunido a integrantes y colaboradores del suplemento para rendir su particular homenaje a Welles, a través de un repaso de algunas de las películas fundamentales que dirigió. Se trata apenas del primero de los varios tributos que desde estas páginas se pretende rendir al también mago, actor, hombre de teatro, escritor, narrador radial-televisivo y comentarista político, que murió un 10 de octubre de 1985.

Too much Johnson (1938)



Santiago Espinoza A.

Paradoja inequívocamente wellesiana: su primera incursión formal en el cine ha sido la última en estrenarse en salas. (Al menos por ahora, pues nos queda la ilusión de ver The other side of the wind, otro proyecto inconcluso en pleno proceso de recuperación). Realizada en 1938 para proyectarse en los entreactos del montaje teatral de la misma obra, Too much Johnson fue (re)estrenada en octubre de 2013, en el festival de cine mudo italiano Le Giornate del Cinema Muto, tras un afortunado hallazgo en un almacén de Pordenone (Italia) de unas copias de la cinta y la exitosa restauración coordinada por algunos de los más reconocidos especialistas en la obra del cineasta estadounidense. A su lanzamiento en ese y otros festivales siguió la pertinente puesta en línea del filme, que puede ser visto sin mayores inconvenientes en la red.

Este hecho, la recuperación para la historia del cine (y del arte) de una obra del gran Orson que se creía perdida, le otorga un valor de por sí extraordinario a Too much Johnson, más allá de lo discutible que sea su reconocimiento como una cinta capital de su filmografía. El descubrimiento, recuperación y difusión del arte de Welles es una asignatura aún en curso que no debería suspenderse ni un solo instante, sobre todo si tenemos en cuenta el abuso, el maltrato y la indiferencia de los que fue víctima el nacido en Kenosha a lo largo de su carrera cinematográfica. El solo recordar todos los proyectos para los que le cortaron financiamiento o los montajes arbitrarios que los estudios hicieron de sus películas deberían ser razón suficiente para asumir como mandato universal del cine la búsqueda y reposición de los archivos de Welles. Ahí radica buena parte de la importancia de este primer experimento serio de Welles con el cinematógrafo.

Dicho esto, corresponde también reconocer los valores estrictamente cinematográficos de Too much Johnson, filme que narra los vaivenes de un escurridizo donjuán neoyorquino que huye del violento marido de una de sus amantes. Porque, aun en su origen cuasi accesorio para la pieza escrita por William Gilette y montada en teatro por el propio Welles, la cinta de 1938 deja ya entrever algunas de las fijaciones formales que luego cobrarían su forma más acabada en El Ciudadano Kane (1941): los ejercicios de profundidad de campo, sus monumentales contrapicados y una extraordinaria intuición para el montaje. No menos atendible es la cinefilia que se permite destilar el director, en secuencias de un depuradísimo slapstick y guiños casi explícitos a cintas de popes de la comedia muda como Chaplin o Lloyd. Porque, en efecto, Too much Johnson es una comedia silente, de esas generosas en impasses sentimentales, malabares histriónicos y persecuciones sin fin (con un cameo del propio Welles), que, aun sin reconocerlo plenamente, Orson seguramente devoró y asimiló hasta deconstruirlas y ponerlas al servicio de un estilo visual rabiosamente personal.

A la larga, el experimento fílmico-dramático se estrenó en las funciones teatrales de 1938. Y como ocurriría con casi todo lo que haría Welles en adelante, la producción fue un rotundo fracaso de taquilla. El cine había parido a su leyenda más colosal y malograda de todos los tiempos. Un monstruo de voz estentórea que solo tres meses después sembraría pánico en Estados Unidos al relatar una violenta invasión extraterrestre. Un genio de traviesa figura que solo tres años después lanzaría una obra maestra total del arte.

Citizen Kane (1941)

Alba Balderrama

“No creo que ninguna palabra pueda explicar la vida de un hombre. Supongo que (la palabra) Rosebud es una pieza más en un rompecabezas”, dice un funcionario al final de la película más grande de la historia del cine hecha por el director más genial de esa historia. La película: Citizen Kane (1941), el director: Orson Welles, el hombre: Charles Foster Kane (Orson Welles). Tres nombres que han pasado a la historia como símbolo de cine, poder, ostentación, vacío, genialidad y desamparo. Palabras.

La película cuenta, desde dos frentes, dos cosas. Una, la vida y el legado de Charles Foster Kane, un magnate de la prensa, un millonario vacío que demuestra su poder comprando y acumulando estatuas, palacios, piscinas, joyas, autos, mujeres y sirvientes al mejor estilo de una estrella de rap. Y que lo único que ansía en el momento de su muerte es un trineo con el que jugó en su niñez pobre. Y la otra, la más profunda, cuenta la investigación que sigue un periodista para entender el alma de este hombre creyendo ingenuamente que eso será posible si descubre el significado de la última palabra que Kane pronunció antes de morir: Rosebud.

Poco antes de aquel final, una escena. Una fastuosa y bella mujer, esposa de Kane, Susan Alexander (Dorothy Comingore), arma rompecabezas enormes en una también fastuosa sala del palacio que Kane ha levantado para tener algo cercano a lo que llamamos hogar. La escena muestra cómo transcurre el tiempo cuando varios rompecabezas se arman en una sucesión de planos. Pieza a pieza se dibujan paisajes con árboles, veleros, una casa de campo, más paisajes siempre inacabados. Las manos de la mujer solo cambian de vestido y de joyas. He aquí la clave de lectura de la película: el tiempo transcurre mientras asistimos a pedazos, a piezas, de la vida de un hombre que lo tiene todo y busca algo que nunca podrá tener, el trineo con el que jugaba de niño y que tiene inscrita la palabra Rosebud. El film nos induce a pensar, tramposamente, que esa palabra es el centro de esos pedazos de vida, el origen de un imperio como el de Kane, nos induce a pensar que así conoceremos a este hombre. Cosa imposible pues Kane, como Welles, son inmensos, son incontenibles en su expansión, en su talento por conseguir lo imposible, lo impensable. Son la pieza y la palabra. La pieza del rompecabezas que siempre faltará, pues son un misterio y, como todo misterio, su destino es el de permanecer nocturnos, acechándonos en cada hombre, en cada película, en cada enormidad. Son la palabra y, como ella, una convención, una invención, pura imaginación.

El extraño (1946)



Sebastian Morales

El Extraño (The Stranger, 1946) hace evidente varias de las temáticas y estilos formales que Welles, a lo largo de su carrera, ha explorado. El film cuenta la historia de Wilson, un investigador que sigue los pasos de un alto mando nazi (interpretado por Welles mismo), que se esconde en un pequeño pueblo de Estados Unidos, después de haber borrado todo traza de su antigua vida en Alemania. En tanto que la película se adelanta a filmes como Hiroshima mon amour (Resnais,1959), que reflexiona sobre la posibilidad de que se borre toda traza y por tanto, toda memoria del Holocausto, es sin duda precursora.

Así, al igual que en Citizen Kane, en donde el reportero reconstruye la vida del millonario a partir de la enigmática palabra Rosebud, Wilson deberá encontrar al nazi gracias una pista que parece absurda, pero decisiva: la obsesión del personaje de Welles por los relojes. Un punto de partida sin duda débil, pero que permite al investigador explorar la psicología de su personaje y la de las personas que están a su alrededor, puesto que es imposible demostrar la identidad del nazi encubierto, es necesario jugar con su psicología, para que él mismo se delate.

Para esto, Wilson no dudará en asumir procedimientos que rayen con lo poco ético, como liberar de la cárcel a un excamarada del nazi, para que lo lleve a él o poner en peligro a la esposa del perseguido; para demostrar su culpabilidad. De ahí que el film traza un puente con Sed de mal, en donde todos los personajes del film no tienen absolutamente ningún escrúpulo.

Así pues, Welles explora lo que bien se podría llamar un psicoanálisis del mal (en un sentido muy amplio de la palabra), a partir de la exploración de los diferentes niveles de la psiquis. Aunque de manera menos sistemática que en Citizen Kane, El extraño hace visualmente evidente estos niveles con el uso de la profundidad de campo. En los diferentes niveles de la imagen, se hace patente un rasgo de los personajes. Es por este manejo de la imagen que Welles es una de las piedras angulares del séptimo arte.

La Dama de Shanghai (1947)



Xavier Jordán A.

Noir le llamaron los franceses a ese cine que tenía todo que perder. Lo inventó John Huston cuando llevó a la pantalla la adaptación de una novela de Dashiell Hammett, en la cual todos perdían: Perdía el protagonista que se enamoró de una mujer que le mintió y manipuló a su antojo, perdía la mujer que fue víctima de su ambición y su egoísmo, perdía la justicia y la ley que fue violada y silenciada, perdían los malos que escaparon sin pena ni gloria del cruel destino del olvido. El Cine Negro, expresión de la decepción humana frente a las consecuencias de la II Guerra Mundial, fue el género narrativo norteamericano, después del western, que generó varias de las historias más memorables y los personajes más rotundamente humanos de la historia del celuloide.

Si bien se conviene en que El halcón maltés es la primera película de cine noir, como tal, sin duda alguna, todo el desarrollo del género pasa por la mano progresista del enormísimo Orson. Ya desde El ciudadano Kane, Orson Welles pintó la pantalla de plata con altisonantes sombras, describió magníficos ambientes de soledad y hastío y realizó encuadres imposibles y movimientos de cámara impensables que reinventaron el viejo oficio de hacer arte. Sin embargo, negro como el presente, fue el film La dama de Shanghai que, entre sus más grandes aciertos, tuvo el hecho de reducir a la plena maldad a la más angelical de todas las mujeres que hayan pisado alguna vez este planeta: Rita Hayworth.

Como si fuera un manual de estilo, La dama de Shanghai, cumple con todos los recursos de la narrativa negra, empezando por la intrincada historia que busca reducir al personaje a una suerte de crédulo impasible, intrigas, asesinatos, amores ficticios, traición, venganza y, por último, redención en los términos más absolutos del vacío y la soledad. Ducho ya en manejar sus juguetes, Orson nos lleva en una narrativa perfecta, con diálogos memorables y actuaciones pulcras que desembocan en lo que quizás sea una de las escenas más impactantes y hermosas del cine, un arreglo de cuentas con disparos incluidos pero bajo la perturbadora mirada de cientos de espejos que van reflejando las figuras de esos seres que los habitan, los deforman, los alargan, los confunden, los sobreponen y los quiebran en estruendosos alaridos que son metáfora de la vida y de la muerte, de la soledad y el vacío. Enormísimo Orson: ¡Morituri salutatem!

Othello (1952)

Javier Rodríguez Camacho

La segunda de las tres adaptaciones Shakepeareanas que llegó a filmar Welles, la del “Moro de Venecia”, tal vez sea la menos conocida. Luego de la no del todo feliz experiencia vivida con Macbeth (1948), adaptación financiada por el estudio de serie B Republic Pictures, Welles decidió alejarse de Hollywood, buscando en Europa la libertad creativa que allí se le negaba. Pero, luego de un año de pre-producción y a días de comenzar el rodaje en Marruecos, la productora italiana con la que estaba preparando Othello, se declaró en quiebra. No queriendo postergar otra vez el filme —llevaba involucrado en este incluso antes de trabajar en Macbeth— ni regresar a Hollywood, Welles encontró una fórmula que aplicaría durante el resto de su carrera: financiaría la película de su propio bolsillo, aceptando cuanto papel se le ofreciese, por supuesto cobrando todo lo que su aún estelar aura permitía, para verter esos fondos en la producción. Era una idea que funcionaba mejor en teoría, ya que mientras Welles se ausentaba del set para recaudar fondos (participó en siete filmes durante los tres años de rodaje), los actores quedaban desatendidos semanas enteras, por lo que algunos abandonaron sus papeles; y la iliquidez permanente no permitía anticipar contratos con decoradores o diseñadores de vestuario, ni hablar de garantizar el acceso a locaciones —dice la leyenda que hay escenas que Welles comenzó a filmaren 1949 en Marruecos, para terminar la misma secuencia en Italia, en 1952.

A pesar de tan evidentes problemas, Othello es un triunfo artístico mayúsculo. En primera instancia, se yergue como el puente entre la formalista lectura del bardo inglés que encontramos en Macbeth y la ya personalísima Chimes at midnight (1965). Welles hizo virtud de su mala fortuna, como se atestigua en la célebre escena de combate que rodó en un baño turco. Los disfraces que necesitaba no habían llegado a tiempo, problema solventado llevando a sus personajes al único lugar en que no necesitarían estar vestidos; montando la lucha a medio camino entre una secuencia de persecución y una abstracta coreografía de puñales. Esa austeridad de medios conecta el filme con los cines europeos de posguerra, combinando locaciones naturales con técnicas cinematográficas que permitiesen a la obra desembarazarse de las convenciones del cine hollywoodense. Claro que esas elecciones estéticas se integraban en la construcción narrativa, con el caos visual sirviendo de leitmotiv para Yago, la composición anti-naturalista y de sombras pronunciadas sugiriendo la asimétrica relación entre Otelo y Desdémona, o la brutalidad del general veneciano materializándose en amenazantes arcadas palaciegas.

Welles consideró que la mejor manera de abordar una tragedia desencadenada por las palabras —la maledicencia de Yago quiebra el idilio entre Otelo y su amada—, pasaba por fracturar los textos Shakespeareanos. A las ya de por sí cortas tomas con que concibió el filme, le añadió un tratamiento atípico del verso. Por ejemplo, le da a su Otelo la dicción de un hombre que no se entiende lejos del campo de batalla, tosco en su enunciación e imposible en sus maneras. Aunque contó con su maestro Micheál MacLiammóir en el papel de Yago, un Welles de continente todavía heroico es el auténtico motor de la obra; el Atlas sobre cuyos hombros reposa el eje de delirio de esta tragedia. Cuánto de sí volcó Welles en el proyecto se constata en la amargura con que siempre se refirió al filme. El hombre que llegó a robar piezas de vestuario de otras películas para reutilizar en Othello, nunca pudo hacer las paces con ese traspiés. Si bien ganó la Palma de Oro en 1952, jamás creyó haberle hecho justicia al material. No en vano el último filme que rodó, Filming Othello (1978), es un documental apologético sobre la película que esperaba y no alcanzó a hacer, que se cierra con el doloroso “Deseo con todo mi corazón que estuviéramos hablando de un proyecto venidero y no un recuerdo plagado de remordimiento; ojalá Othello fuera una gran película”. Ni siquiera los re-estrenos y restauraciones han sido afortunados: en 1992 se habló de una obra maestra redescubierta, en 2005 se condenó el trabajo de los herederos de Welles, y este año hay quien la considera la mejor adaptación que hizo el norteamericano. Son vaivenes que terminan de confirmar la que —con todo lo que ello implica— es una gran película de Orson Welles; un portento conjurado de la nada.

Touch of evil (1958)

Mijail Miranda Zapata

Este fue el último filme que Orson Welles rodó en Estados Unidos antes de marcharse a Europa para trabajar sin la mordaza que le imponían las grandes casas productoras norteamericanas. Estrenado en 1958, con Welles obligado a alejarse en la postproducción, no pudo verse el montaje que el genial cineasta había ideado sino hasta 40 años después de aquella premiere. Fue esa versión, recreada siguiendo los requerimientos de Welles para un nuevo y póstumo corte final (detallado en un extenso memorándum a sus productores), la que me reveló las verdaderas dimensiones del arte cinematográfico.

Los televisores pantalla plana y el Full HD eran apenas imaginables, la televisión por cable aún era un lujo, los cineclubes se nos morían y no había otra novedad que la de los DVD. Y es en ese formato que llegó a mí una copia (pirata, obviamente) de Touch of evil - Reconstructed versión.

Eran jornadas maratónicas en las que las películas pasaban una tras otra sin poder vencer la apatía de la adolescencia. Entonces apareció aquel plano secuencia inaugural, el más perfecto que se ha hecho técnica y narrativamente. Tres minutos invaluables en los que podrían resumirse años de la historia del cine. Y lo afirmo sin temor a exagerar. Para mí significó eso y más. Un despertar. Tres minutos, una sola escena -la que da inicio a Touch of evil-, le bastaron al genio de Welles para “abrir las puertas de la percepción” a lo largo de los años, a través de los años. Una palabra también le es suficiente: Rosebud.

Pero no son, no fueron, solo tres minutos. Esta cinta es una master piece por una guionización minuciosa y oscura, con pistas y anzuelos regados por doquier, llena de intriga y personajes repulsivos. Corrupción, drogas, muerte, vicios, traición, guiños eróticos y perversos; una frontera, borderline: el espacio geográfico y psicológico por el que transitan sus personajes, en el que se plantean dilemas morales impregnados de gestos iconoclastas. Y aun es poco, porque también están las tremendas actuaciones del legendario Charlton Heston, la exuberante y mística Marlene Dietrich y el mismísimo Welles, visceral y violento.

Con una fotografía remitiéndose al más clásico expresionismo alemán y gracias a los marcados contrastes, los desplazamientos de cámara imposibles y la abigarrada composición de los planos, la atmósfera visual, además de onírica, resulta sumamente inquietante. Así como la musicalización, ese jazz sucio y pegajoso preñado de sones latinos o ese rocanrol redundante e interminable, que asoma para reforzar un ambiente tan bizarro como decadente.

Tanto Touch of evil, como su director, merecen páginas y páginas de elogios, estudios y dedicación; horas y horas frente a la pantalla, con las mismas películas o repitiendo la misma escena, unos pocos segundos. Horas y horas.

Orson Welles -al que hoy celebramos-, como todo el buen cine, es una necesidad/obsesión/adicción. De cruzar la frontera, todos son bienvenidos.

El proceso (1962)

Luis Brun

En El proceso, Orson Welles convierte en imágenes una de las pesadillas de Kafka, la más alegórica y poderosa. Esta intensidad en la novela, y como rasgo principal del escritor, radica en jugar con lo extraordinario en lo ordinario, aunque esto que sale de lo común al principio sea luego la consecuencia inevitable, parte del andamiaje complejo que solo se entiende en sí mismo: la institución, corporación, Estado, aparato, lleno de hombres con tareas específicas y absurdas, completamente deshumanizado en la repetición. Welles toma estos elementos y los hace suyos, los incorpora en su particular y magistral concepción de la puesta en escena. La profundidad de campo, los picados y contrapicados son claves para enfatizar las tensiones de poder. Se juega mucho con los espacios, tanto los reducidos y agobiantes, como los amplios, llenos de gente, igualmente angustiosos. La película comienza con un breve relato en dibujos basado en el cuento “Ante la ley”, también de Kafka, y continúa con el despertar del Señor K a su tortuoso destino. El protagonista y vehículo principal de la historia, interpretado por Anthony Perkins (Psicosis, 1960), recorre pasillos y cubículos, salas y más salas llenas de gente, con el Adagio en sol menor de Albinoni como fondo. La película es un laberinto de pasillos y de puertas que se abren para cerrarse irreversiblemente, rígido, uniforme, repetitivo, que va deformándose escena tras escena (visual y psicológicamente), así como la novela estructura su trama en torno a la burocracia y racionalidad de la ley, aunque en su procedimiento nada tenga sentido y acabe, irónicamente, en el acto más irracional.

Esta película de coproducción con Francia, en la que Welles figura como montajista, posiblemente no sea considerada dentro de las mejores logradas por este genial director. Aunque mucho se debe a los inconvenientes económicos y logísticos que siempre enfrentó por falta de apoyo para sus proyectos, en El proceso se mantiene intacto el estilo, técnica y narrativa del director, logrando una adaptación cinematográfica completa, es decir un diálogo entre novela e imagen en movimiento, sin caer en la literalidad del uso de símbolos, algo que muy pocos directores consiguen. El universo logrado a partir del virtuosismo de Welles será influencia para muchas películas que vendrán después. Aún hoy seguimos deambulando en esos laberintos.

Campanadas a medianoche (1965) 

Andrés Laguna

Welles era un hombre de teatro, por tanto, era un amante y gran conocedor de Shakespeare. Su filmografía lo comprueba. Esta película se basa en Five Kings, obra en la que condensó varias del maestro inglés, entre ellas, Enrique IV. El protagonista de la cinta es un personaje secundario de Shakespeare, Sir John Falstaff. Interpretado por el mismo Welles, este antihéroe es algo así como el Virgilio en la juerga y el alcohol del Príncipe Hal (Keith Baxter). Esta es una película sobre la amistad, que tiene una tremenda reflexión filosófica, en clave cómica, pero como no podría ser de otra forma, con un fondo absolutamente trágico. Rodada en España, por cuestiones de presupuesto, esta terminó siendo su última obra maestra de ficción, su último gran largometraje argumental, evidentemente, contra su voluntad. Esta es la última creitura monumental de un genio maltratado por la industria. Campanadas a medianoche es importante por muchas razones, pero casi todas ellas tienen que ver con el enorme talento y la brillantez de Welles como actor, guionista y director. La secuencia bélica puede ser una síntesis brillante de esta sentencia. Con pocos recursos materiales, haciendo un uso prodigioso de la luz y de las sombras, termina siendo oscura y atormentadora, salvo por los pasajes en los que aparece Falstaff, que son francamente graciosos. Ahí Welles nos muestra la complejidad y profundidad que puede tener el cine, y que es tan importante lo que se ve como lo que no se ve. No por nada, de todas las películas que dirigió, ésta era su favorita.

F for Fake (1973)

Luis Rodríguez

Esta película podría considerarse como la mayor innovación en la carrera de Welles; un documental de creación, con una trama bastante compleja, que explora los límites de la verdad proyectada, y donde terminaremos siendo engañados de la misma forma en la que un mago de plaza lo hace con su público. Pero en F for Fake Welles nos presenta también una declaración sobre la autoría, la mercantilización del arte y el papel del artista en un mundo mediado por el capital.

Esta fue una de las últimas películas que Welles pudo terminar, y quiso que funcione como un golpe certero a toda la opresión creativa que había sufrido su carrera desde que deslumbrara a todos con Ciudadano Kane. Los veinticinco años posteriores al estreno de su ópera prima, el realizador tuvo que batallar contra los estudios cinematográficos que no encontraban aptas para todo público sus ideas, así como con críticos que minimizaban los méritos del director: el guión de Kane lo escribió Mankiewicz, la parte visual la puso Gregg Toland, el montaje Robert Wise, las supuestas innovaciones técnicas ya se conocían en la UFA de Lang y Murnau, etc.

Por medio de dos falsificadores, que viven bajo la sombra de Picasso y Howard Hughes, en este peculiar documental, Welles comienza a cuestionar el rol del autor en un mundo donde la autenticidad pasa por el juicio de una sola persona: el crítico. Según Truffaut, F for Fake es una respuesta a un controvertido texto publicado por Pauline Kael, donde asegura que todas las innovaciones de Ciudadano Kane fueron realizadas por el cinematógrafo y no por el director. Éstas declaraciones devastaron a Welles, quien no había imaginado que una película podía pasar por los mismos tipos de falsificación que una pintura de Matisse.

Para demostrar que una película también puede pasar por un proceso de falsificación, Welles utiliza material de archivo, cameos ficcionalizados, y casi un tercio de metraje prestado de un documental de la televisión francesa; mientras hace cada vez más notoria su presencia y la del equipo de filmación, al punto que a la larga estos terminarán narrando una película dentro de otra película.

Esta paradoja sirve para entender algo que Welles seguramente comenzó a cuestionarse después de aquella acusación contra su creatividad. Para él es más importante el arte que el artista, pero sin el artista no existiría el arte, por mucho que aquel autor deje de existir y solamente quede para la eternidad la monumental estructura de una catedral o un DVD pirata.

Este cuestionamiento sobre la autoría también funciona como una crítica a la mercantilización del arte, y a todos aquellos envueltos en la creación de un mercado donde los pudientes terminan haciéndose con las obras más caras y glamorosas. Welles arremete contra el crítico de arte como el pernicioso catalizador de ese proceso, exponiéndolo como alguien que no ve más allá de una oportunidad de ganancia, dejando al autor en el olvido.

Esta metáfora está fuertemente relacionada con la propia experiencia de Welles, quien a lo largo de su carrera se encontró con personajes bastante similares a los críticos de arte que retrata aquí, y que fueron los que le arrebataron el control creativo de sus películas. Fueron las voces autorizadas las que tampoco comprendieron sus ideas y dejaron de financiar sus proyectos, mientras Welles caía víctima de un profundo cuestionamiento sobre el valor de la obra y el beneficio de esta para su alma, y la industria cultural y el mercado del arte se mostraban cada vez más decadentes.