Opinión Bolivia

  • Diario Digital | miércoles, 24 de abril de 2024
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PRIMERA PARTE

¿La lectura como defensa personal?

¿La lectura como defensa personal?



La pregunta merodeaba como un cuchicheo entre dos señoras que veían con sorpresa aquella escena. ¿Por qué en plena feria del libro cruceña, en uno de sus talleres, se veía a un individuo -seguramente el tallerista- enseñando a los muchachos de colegio ciertas posiciones de combate? Los había hecho pararse de a dos frente a frente en el salón, y este profesor, como creyéndose en un gimnasio o un dojo de artes marciales, les corregía la postura, les enseñaba dónde colocar la mano, y les hacía encararse para mantenerse bien perfilados. Para suerte de este señor, los chicos del Colegio de la Sierra, así se llamaba, ya tenían algún conocimiento del boxeo, también de la MMA, de hecho dos de ellos practicaban el boxeo como actividad deportiva; uno era muy grande y pesado, tenía la expresión de una persona amigable, era de tez blanca y calzaba como adulto, se veía algo bonachón pero al mismo tiempo firme; el otro muchacho era más bien pequeño, de brazos largos como los de un mono trepador, hablaba con soltura, tenía las señas de aquel alborotador a quien todos siguen en el curso cuando las energías reclaman una revuelta. Se le daba por compartir sus apreciaciones como una ametralladora, y lo hacía con pericia, como si hubiera vivido ya unos años más de los que aparentaba. Los muchachos en aquella sala no pasaban de los doce a trece años.

Así, el taller se fue desarrollando de manera extraña. Lo primero que se preguntaron fue ¿acaso sólo se leen los libros?, ¿no se podría leer un cuadro de pintura, una escultura, una obra de arte contemporáneo, y tal vez un partido de fútbol, quizá hasta una pelea de box? Tal vez sí. La conversación los llevó a hablar de estrategia, el profesor les planteó la interrogante ¿cómo debería pelearle el pequeño al grandote para tener chances de ganar? El pequeño propuso rápidamente: “tendría que acercarme lo más posible y desde adentro acurrucado lanzar golpes arriba y abajo, o eso nos dijo el entrenador”. No fueron sus palabras exactas, pero esa era su idea, hablaba mientras explicaba con su cuerpo movedizo lo que debería hacer.

Seguidamente, luciendo animado ante la respuesta tan favorable del improvisado auditorio –que sumaba sus opiniones con alboroto– el profesor les pidió a todos que analizaran qué es lo que tenía que hacer el muchacho grandote para vencer una pelea de ese tipo. “Hagan una lectura”, fueron sus palabras. Puestos en los zapatos del muchacho grande, ahora sentían todos que tenían las de ganar, entonces su chip cambiaba, su tarea consistía simplemente en no arruinarlo, no perder la oportunidad, para no ponerse en problemas sin motivo. El riesgo que se corría siendo el grande, si no se llevaba el combate como manda el manual, era el de verse envuelto en una escena cómica, donde una especie de camión aparatoso perseguía infructuosamente a un ratón, escurridizo y mucho más rápido para variar direcciones y encontrar pasadizos pequeños de escape. Rápidamente ellos mismos, los dos muchachos, concluyeron que su mejor estrategia sería la de mantener la distancia usando su mano adelantada, para lanzar jabs, moverse, y golpear como látigo de lejos.

Ambos muchachos, cuyos nombres el distraído profesor había olvidado, se pusieron a hacer una coreografía de cómo sería un combate entre ambos, algo que, comentaron, ya solían hacer en sus entrenamientos semanales. Todo esto se llevaba dentro de un clima de curiosidad y de risas, por ello el profesor sentía la necesidad de tanto en tanto de lanzar alguna frasecilla relacionada a la lectura, para que la cuestión no denigrara en chacota y no perdieran la perspectiva de porqué se había hecho esa conexión. La parodia continuó adelante, con los dos muchachos parados en guardia a lado del profesor. El pequeño hacía mucho movimiento de cabeza y de cintura para franquear la primera línea de ataque de su rival, entrando por los lados del jab que lo piqueteaba, mientras el muchacho grande se mantenía estacionario, confiado como suelen estar los de su medida en las certezas de su envergadura. No es que hacían un sparring, no, aunque tenían todas las ganas, simplemente hacían gestos, ademanes. La lectura que se había convenido en hacer colectivamente parecía en ese punto una cuestión de sentido común. Lectura=estrategia. El profesor sintió que no había enseñado nada, esos chicos lo llevaban en la sangre, en los genes, en la melena, en alguna parte, qué iba a saber él...

II

Al final de aquella explicación llegaron a hablar todavía de Bruce Lee, de Anderson Silva, y hasta de Muhammad Alí, todos ellos grandes estilistas, peleadores estéticos. Los muchachos se sentían a gusto en medio de esa conversación, sólo algunas jovencitas que también estaban presentes en el salón se mostraban algo incrédulas, sin embargo parecían hallar algo de sentido en lo que se estaba diciendo. El profesor no quiso extenderse más sobre el tema sin antes establecer alguna conexión explícita y formal con la lectura. La cuestión central era sencilla: la lectura es también un medio para aprender defensa personal. Sí, cierto, puedes leer un libro de defensa personal y aprender algo de ese trajín. Pero al mismo tiempo, la lectura misma, leer literatura o filosofía, cuando lo incorporas como parte de las disciplinas de tu vida, se constituye en un arma. No es lo que lees, sino cómo lees. Leer te centra, dispone tu cuerpo a la receptividad, te enseña a dialogar en silencio, te inicia en las tramas del razonamiento, te muestra cómo se puede observar a las personas, las ciudades o las situaciones de una manera muy diferente, más comprensiva de las causas, y te introduce a mundos que no sacaban la cabeza en la quietud de la vida en tu casa o el colegio. Alguien dijo “lee mucho pero no muchos libros”, y vaya que sabía de lo que hablaba. El maestro silencioso de la lectura no te avisa que estás aprendiendo a pensar mientras lees; paulatinamente te expresas mejor, te afianzas mejor en tus argumentos, y entiendes que la palabra se puede usar de mil maneras.

Bastantes escritores en el pasado se han referido a la escritura como un arma; pocos han dicho lo mismo de la lectura, tal vez porque daban por inseparable la relación. ¿Hemingway no era acaso un fanático del boxeo?, ¿y acaso no decía que existe escasa diferencia entre subirse a un ring y encerrarse a batallar con la máquina de escribir? Muhammad Alí era un gran poeta, maestro de la improvisación a la hora de catalogar sus peleas y denostar psicológicamente a sus rivales, “danza como una mariposa y pica como una abeja”; trasladaba después ese aliento poético a la cinemática, su manera de moverse en el ring no tenía paralelo, no entre los pesos pesados; Alí era para el boxeo lo que Brasil es en el imaginario para el fútbol, necesitaba ganar pero jugando bien, luciendo bien, de manera estéticamente bella. Y el irreverente Charles Bukowski hablaba de la escritura como si se desarrollara por rounds. En alguna parte confiesa que se dio cuenta tempranamente de que no era buen escritor, que en realidad sólo era “persistente”, por eso Bukowski se formó a sí mismo como esos boxeadores fajadores que necesitan llegar a los rounds de campeonato, los últimos dos, para mostrarse en toda su dimensión. Una vez pasado ese umbral la cosa es más fácil y hasta puede ser un placer a pedir de boca, en adelante las líneas se deslizan como mantequilla en una rodaja de pan. Esto no significa que sea un picnic tampoco, ¡vaya uno a saber lo que cuesta parir un poema, un libro!, y que si el gran Chinaski nos escuchaba sugerir una idea tal, por el hecho de que se acomodó y coqueteó hasta con Hollywood, muy posible que se apareciera de alguna esquina en la noche sólo para asestarnos una patada en el culo. Bukowski escribía como un “mano de piedra” Durán.

El profesor usó sólo algunas de estas analogías en su corto taller, pues sentía que contaría con corto tiempo de atención de los visitantes. Luego de los juegos prefirió hacer algunas explicaciones más dinámicas. Había pasado ya una media hora, a su lado una de las encargadas de la Biblioteca Municipal, que organizaba este taller, se debatía con la laptop y el data display para lograr que se proyecte en la pared una película que utilizarían para la sesión: Huracan Carter, con Denzel Washington de protagonista. Esta era la historia verídica de un hombre, feroz boxeador negro, al que encarcelaron injustamente en los 50, cuando ya estaba a las puertas de pelear por el título mundial de los welters. “Huracán Carter” lo llamaban. Las fuerzas que deseaban perjudicarlo lograron que le cayera una cadena perpetua. Ante tal injusticia, después de muchas noches de lamento, Rubin Carter pareció solidificarse, se dedicó a forjar su cuerpo como un arma, uniendo arduo ejercicio físico, disciplina mental y lectura obsesiva de textos de todo tipo, sobre todo de literatura y leyes. Fue esa su manera de resistir y lidiar con su larga condena. Además decidió desconectarse de todo lo que lo ligaba con el exterior, rompió vínculos con su esposa, pues no podía desear nada de afuera que “ellos” le pudieran arrebatar. Dejó de añorar la vida que había disfrutado, se metió en cuerpo y alma en esa prisión, y lo cambió todo por la posibilidad de escribir. Al escribir sentía que avivaba su única posibilidad de fugarse, así daría vida a su libro El décimo quinto round, donde cuenta su historia. Años después, un muchachito llamado Lezra encuentra su libro en un mercado de cosas usadas en Canadá, se lo compra y se conecta de un soplo con la historia de ese hombre negro, como él, que boxeaba con la vida para no caerse. En algún momento establecerán una correspondencia y hasta se llegarán a conocer en una visita a la cárcel. En esa ocasión, con aire fraternal, Carter le confiará a Lezra una especie de secreto:

“Escribir es mágico, ¿no sientes eso a veces? Cuando empecé a escribir descubrí que no sólo estaba contando una historia. Escribir es un arma, y es más poderosa de lo que nunca podría ser un puño. Cada vez que me sentaba a escribir, me elevaba por encima de los muros de la cárcel. Podía ver por encima de ellos todo el Estado de Nueva Jersey. Podía ver a Nelson Mandela en su celda, escribiendo su libro. Podía ver a Huey, a Dostoievsky...”

Son líneas mágicas que asombran más a aquel muchacho de ojos bien abiertos, eran por sí solas y de un campanazo un licuado de taller de lectura.

Al profesor le causaban gran admiración, tal vez los muchachos igualmente hubieran encontrado estas líneas tan sorprendentes como lo fueron para Lezra, o las habrían guardado en alguna parte de su inconsciente, pero no pudo ser porque la computadora nunca llegó a funcionar correctamente aquel día; decidió colgarse apenas comenzada la película, una y otra vez, de modo que el profesor decidió olvidarse de la película, para evitar que se enfriase el entusiasmo y pasó a contarles pincelazos de la historia combinados con una lectura.

Todo iba bien hasta que uno de los muchachos sentado atrás comenzó a murmurar que ya iba a dar las cinco, hora en que su colegio debía dejar las instalaciones del campo ferial. Era un rubiecito que tenía expresión de piola, al notar que el profesor lo había identificado se escabulló en su asiento, algunos de sus compañeros lo mandaron a callar, cosa que agradó al profesor, sólo por un momento, porque le daba la sensación de que los demás estaban enganchados al taller. Después se enteró de que esa era la hora de salida del bus del colegio, de modo que no quiso retenerlos, se centró en cerrar un par de ideas para que se las lleven como libro de bolsillo.