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Habitando la memoria

Habitando la memoria



Después de aquel insondable ensayo que bregaba entre el crimen y el placer, Diario Secreto (Alfaguara, 2012), ganadora del XIII Premio Nacional de Novela, Claudio Ferrufino-Coqueugniot nos ofrece una nueva obra, si bien menos sombría que la anterior, en la que aún se atisba ese hedor sanguinolento tan seductor y repulsivo.

Muerta ciudad viva, presentada por la editorial El País, trae consigo, ya desde el título y la carátula, trazos azarosos de una urbe que no es que se debata entre la parca y la vida, sino, más bien, baila con cualquiera de ellas a su antojo, según la conveniencia o su capricho. Cochabamba, en un frenesí atávico, bien podría ser el nombre de una mujer. Una hermosa ninfa de dientes podridos y fétida entrepierna.

Son los mismos códigos en los que Ferrufino ha desarrollado casi la totalidad de su obra. El sexo, el alcohol, el hampa, el hogar, las fronteras, los viajes, la raza, la familia, un fuerte hábito por la territorialidad y la sangre. El cochabambino se enfrenta al conflicto eterno de cualquier individuo, de él mismo, sin tapujos. Y es que al final no somos más que seres itinerantes de principio y sedentarios hacia el ocaso. En aquel establecimiento del hogar y las raíces, es cuando no queda más que huir o rehabitar y reconstruir el pasado. Una paleontología de la propia vida. Un volver a los restos fósiles y los misterios que dejaron.

Silvia, Glauca, Palmira, Eszter, entre otras, son los nombres que se graban y renacen en esa aparentemente perecida memoria. Son, también, los nombres de una ciudad en la que se nació, se creció y se culeó. “Crecer deja de lado la épica y nos mete de cabeza en las mujeres”, dice el narrador, entre orgulloso y espantado. Porque, a diferencia de otros trabajos de Ferrufino, el macho también se muestra frágil, vulnerable y, sobre todo, maleable. Un estropajo entregado lo mismo a un par de dados que a un par de tetas o, peor, a un balde de chicha. “La chicha es como la lotería”, se afirma en un párrafo dedicado a ella, otra de las veleidades escabrosas del valle. Al final, ese es el hombre que habita este caserío: un vividor, dicharachero y pendenciero, siempre a punto de un orgasmo o un estertor.

Pero no se trata sólo de la autopsia a un cuerpo vegetal. Es también el dibujo libre de una ciudad habitada por todos, que nunca es la misma para todos. La memoria como un espacio geográfico que se construye en el cimiento de una voz apasionada y de tufo alcohólico. Los recuerdos, aleatorios, saltimbanquis, a veces juiciosos y precisos, a veces pérfidos y descarnados. Las evocaciones de un solo hombre, las únicas que valen. Un esfuerzo, ¿o un entuerto?, en una país y un pueblo acostumbrado a echar la modorra en los recuerdos colectivos y, paradójicamente, decidido obviar, por cartuchos e hipócritas, lo que en la intimidad de la mente se mira, oye, huele y come.

Esta no es una novela, tampoco sus capítulos son cuentos, ni una colección de crónicas. Vaya uno a saber cómo podría definir este libro. Es tan simple como un jugarse los dados como vengan, tomarse un seco o tirar una grande de mano… casi.

Porque es una pluma que conocemos y que a momentos llegamos a adivinar. Por momentos dejamos la lectura porque no apremia, porque se deja estar y aunque se sabe de una necesidad por reescribir las ciudades y los cuerpos habitados, también desearíamos hallar otras rutas, menos transitadas, sin tantas huellas. Es algo que en esta nueva entrega se presiente, otro tipo de sensibilidad, otro prisma, nuevas vetas que su autor seguramente sabrá explotar.

Poco más de 200 páginas dispuestas caprichosamente, el caos de la remembranza, disueltas al compás de una prosa precisa y musical, casi lírica, que bordea el exceso, los límites de la lengua, un momento sumergida en un barroquismo tedioso, otros exultantes de epifanía y revolución. “No voy todavía a dormir”, concluye el libro. Marca registrada de uno de los escritores más complejos y generosos de nuestro país.

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