Opinión Bolivia

  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
  • Actualizado 14:17

RESEÑA DE LA ÚLTIMA OBRA TEATRAL DE MARCOS LOAYZA

Silencio


El silencio del mar es una alegoría de la historia. Esa tensión continua que se genera entre vencedores y vencidos, conquistados y conquistadores, opresores y oprimidos. Una tensión hilada de silencios y vergüenza, pero también de complicidades y esperanza. Es un gesto de asco hacia el pragmatismo de los grandes héroes de la historia y hacia la ingenuidad con la que se bañan muchos de los mártires. Es un suspiro, una exhalación violenta. Estas son algunas de las impresiones que puede dejarnos el reciente estreno, en Cochabamba, de la última puesta del afamado director de cine y teatro Marcos Loayza.

Son barreras invisibles las que se yerguen entre los tres habitantes de una vieja casa de campo en la Francia ocupada por los nazis. Un oficial alemán decide alojarse en el hogar de un anciano francés y su sobrina. Esa es la historia, tan simple como compleja. El escenario, respondiendo cabalmente a esa construcción entre lóbrega y melancólica que el paceño tan bien supo explotar en su obra audiovisual, sigue la misma lógica, es escueto pero está pergeñado a una profunda tristeza.

Aunque en el caso de la escenografía, esas reminiscencias cinematográficas hayan sido positivas, no sucedió lo mismo con el ritmo y los tiempos de la obra. Estos siguieron las pautas del montaje y la edición audiovisual, restándole esa vitalidad teatral que hace el arte de las tablas único. Cada cambio de escena era un fade a negro, que se acentuaba aún más con la cortina musical interpretada por un poco aprovechado Freddy Mendizábal, que además contó con la colaboración de Gabo Guzmán y Pablo Iturri. Cabe mencionar que la ubicación de los músicos, detrás de una ventana, fuera de la escena, propiciaba un efecto de ubicuidad en el presente, una suerte de viaje en el tiempo instantáneo, que, lastimosamente, a fuerza de repetición, se fue desvaneciendo.

La resistance francesa, la muestra del orgullo patrio, el desprecio por el enemigo es un patético voto de silencio que se perfila inquebrantable. Verónica Pérez, encarnando a la sobrina francesa, ante la llegada del forastero inicia un tejido, cual Penélope, en el que se entrelazan la curiosidad, el temor, la fe, el miedo y el dolor. Por su parte, el orureño Luis Bredow, con la solidez interpretativa que le caracteriza, pincela un hombre agotado por la vida, al que no le queda más remedio que callar y que en su última muestra de dignidad hace de este silencio, otrora quizás una afrenta, una trinchera. En ambos actores la gestualidad y los movimientos están tan bien marcados que en su recato se presume una bella coreografía de detalles. El contrapunto, el parlanchín nazi, estuvo interpretado por un gran Fernando Arze que con un impecable trabajo vocal nos convenció de que más allá de los estereotipos y rencores, puede habitar un ser humano como cualquiera de nosotros, quizás mejor. Esa es la revelación a la que el personaje de Pérez, más conocida por su faceta musical como cantante de Efecto Mandarina, se entrega demasiado tarde. Entonces, sólo le queda romper aquel pacto y promesa inicial con un canto desgarrador.

El segundo ejercicio teatral del realizador paceño está preñado de pesimismo, humoradas tímidas, que de pronto parecen heridas. Nos invita a reflexionar sobre aquel bravío y magnificente mar que tanto tememos enfrentar, pero que es sobre el que navegamos todos: el silencio, la nada. Lo único perfecto en el universo es la nada.

[email protected]