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  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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NUEVO EPISODIO DE UN PERSONAL REPASO DEL FESTIVAL DE CINE CELEBRADO EN LA CIUDAD VASCA

Imágenes paganas en San Sebastián (segunda parte)

Imágenes paganas en San Sebastián (segunda parte)



La lógica impone que, en un festival de cine, son las películas en programa las que concentran las miradas. Pero, aun teniendo presente esta obviedad, no puede negarse que hay una parafernalia –fatua o no- circundante a un evento de esta naturaleza que tiende a robarle una gran parte de la atención a las propias cintas. Alfombras rojas, recepciones y fiestas, sesiones de fotos, reuniones de negocios entre agentes de la industria cinematográfica y venta de merchandising, son solo algunas de esas actividades que compiten con los filmes por el interés de los visitantes, llegando a constituir una suerte de contracampo de la muestra cinematográfica. Al menos eso ha enseñado la experiencia en el Festival de San Sebastián, que a finales de septiembre pasado celebró su 60 edición. Y pocos rituales de este contracampo festivalero deben resultar tan ilustrativos de todas las virtudes y miserias del mundillo cinematográfico como las ruedas de prensa o sucedáneos.

En la pasada versión del festival celebrado en la ciudad vasca, debieron realizarse más de 30 ruedas de prensa (sin contar otros espacios similares), ideadas, principalmente, para acompañar la presentación de las películas de la sección oficial, de la mano de sus responsables y estrellas, y para otorgarle más realce a los homenajes preparados por el Donostia Zinemaldia. En los hechos, las ruedas fueron el campo de batalla predilecto para la puesta en escena de la guerra de los egos, esa que, en acontecimientos de este tipo, enfrenta a artistas y periodistas, dos profesiones en las que, por si hiciera falta recordarlo, los egos están en estado de inflamación permanente. En esta hoguera de las vanidades comparecieron cineastas eufóricos, actores desbocados, estrellas fastidiadas, productores silenciados y leyendas en estado de gracia, pero también reporteros con vocación de celebridades, payasos provocadores, ancianos ensimismados, cazadores de autógrafos “disfrazados” de fotógrafos y críticos con ínfulas pedagógico-intelectuales, entre otros tantos “monstruos” resueltos a emplear todo su arsenal verborrágico e histriónico para ganar o conservar, dependiendo el caso, sus 15 minutos de fama.

De La Coronilla al Kursaal

Toda esta larga perorata sobre las ruedas a prensa viene a cuento a fin de contextualizar la conferencia que brindaron Oliver Stone, John Travolta y Benicio del Toro, aprovechada para hablar de Salvajes (2012), el último filme dirigido por Stone y protagonizado por, entre otros, Travolta y del Toro, pero también para celebrar los sendos reconocimientos que el Festival de San Sebastián concedió al director de Pelotón (Premio Donostia Especial del 60 Aniversario) y al actor de Fiebre de sábado por la noche (Premio Donostia), en homenaje a sus respectivas trayectorias. Organizada con agentes de seguridad y advertencias -desoídas, claro- contra el abuso de flashes fotográficos de por medio, la rueda ofrecida por estas tres celebridades fue una de las de mayor convocatoria de las que hubo en el festival y, a la larga, una de las que levantó mayor revuelo mediático. Los medios supieron hacer eco de la declaración de amor de Stone hacia la mariguana, de su desprecio por José María Aznar o Álvaro Uribe y de su abierto escepticismo ante la guerra norteamericana contra las drogas. Pero, a más de estas “perlas” para la prensa local, el trío de estrellas y los periodistas se mandaron algunas declaraciones dignas de reseñarse, siquiera de forma señera, a fin de evitar que se desvanezcan en el contracampo del festival.

Una de las más extrañas intervenciones fue la de una periodista que dijo no creer ni aceptar la relación entre una mujer y dos hombres, como la que une a los tres jóvenes protagonistas de Salvajes. Otra no menos curiosa fue la de un viejo reportero que aseguraba ver paralelismos entre el Tony Manero al que encarnó Travolta en Fiebre de sábado por la noche (1977) y el del agente del FBI corrompido que interpreta en Salvajes. Ambas afirmaciones exigieron un esfuerzo sobrehumano del director y los actores para intentar matizarlas sin afanes ofensivos. Pero si hubo una intervención periodística que tensionó la sala, fue la de un reportero argentino de televisión, con vocación de provocador inofensivo y superficial, que se la pasó incomodando a las estrellas del festival en las conferencias (llegó a ofrecerle matrimonio a Penélope Cruz, con anillo y todo), de seguro para alimentar alguno de esos programas consagrados al humor zafio y la confrontación inocua, hijos bastardos de la factoría Marcelo Tinelli. El sujeto, de pinta payasesca y fogueado en el oficio de la provocación gratuita, le aseguró a Stone haberse aburrido con su anterior película y lanzó otras dos majaderías a Travolta y del Toro, que la rechifla de algunos periodistas impidió escuchar bien. El que la pasó peor fue del Toro, que, por el ruido instalado en la sala, debió oficiar de traductor inmediato de Stone, que no era capaz de entender la traducción simultánea que recibía en el aparato que tenía en la oreja para el efecto. El desaguisado se cerró con un comentario algo gracioso de Travolta y con la contundente negativa de del Toro a responder al desmán de su interlocutor.

No mucho después finalizó la conferencia, no sin que antes este escribiente, alentado por sus compañeros de asiento, intentara robarle algo de fama y encanto a Benicio del Toro, con una pregunta que mereció una muy desanimada y breve respuesta, de la que daremos cuenta más adelante. A la larga, poco o nada se habló del filme por el que las tres estrellas comparecieron en el festival y ante la prensa, Salvajes, una estimulante, aunque a momentos descafeinada, tediosa y presuntuosa, nueva incursión de Stone en la ficción excesiva, hiperviolenta y alucinada, del estilo de U-Turn (1997) y Asesinos por naturaleza (1994), pero con el telón de fondo del narcotráfico fronterizo.

A manera de curiosidad, Stone fue la única celebridad del cine a la que este cronista vio por segunda vez en su existencia, pues antes ya había tenido oportunidad de conocerlo cuando estuvo de paso por Cochabamba para el estreno especial de su documental Al sur de la frontera (2010), un acontecimiento que, en su momento, mereció una crónica titulada “De Cannes a la Coronilla”. Y es que si aquella vez era del festival de la costa azul francesa del que procedía el también director de JFK (1991) para presentar su documental ante Evo Morales y los movimientos sociales en la Coronilla, en esta ocasión, al menos a los ojos de este periodista, fue del coliseo “José Casto Méndez” que llegó hasta la sede del festival en San Sebastián, el Kursaal, para recibir un homenaje, lanzar su más reciente largo de ficción y “divertir” a la prensa especializada. A no engañarse, que de este tipo de “menudencias” se alimenta también el mundo del cine.





La Habana como trago barato

Se adelantaba, líneas atrás, que el suscrito había conseguido hacerle una pregunta a Benicio del Toro (Traffic, 21 gramos, Che), en la conferencia conjunta que éste ofreció junto con Oliver Stone y John Travolta. Se le consultó si su experiencia como director en uno de los episodios del largo colectivo 7 días en La Habana (2012) le animaría a seguir probando suerte tras cámaras. Su respuesta, breve y apurada, fue que sí, que le gustaría volver a dirigir, pero se disculpó de abundar sobre el asunto, estando a lado de Oliver Stone, quien, junto a John Travolta, estaba llamado a ser la estrella de aquella jornada, que se cerraría con la entrega de los premios Donostia a ambos. No intuía entonces este cronista que el largo colectivo con el que el actor de origen puertorriqueño se desvirgó detrás de cámaras resultaría uno de los mayores fiascos de San Sebastián. No sabía entonces que la respuesta del boricua debería provocarle un escalofrío antes que una sonrisa protocolar.

Estrenada mundialmente en la sección “Una cierta mirada” del pasado Festival de Cannes, 7 días en La Habana fue programada como parte de la muestra “Zabaltegui Especiales” de San Sebastián, seguramente en virtud a tener producción española, a contar entre sus autores a un realizador vasco (el donostiarra Julio Medem) y, cómo no, al interés natural que despierta una cinta dirigida por un puñado de cineastas de gran renombre. Organizada en siete segmentos, uno por cada día de la semana, la cinta fue filmada también a lo largo de no más de un día por cada uno de los realizadores convocados: del Toro, Medem, Pablo Trapero, Elia Suleiman, Gaspar Noé, Juan Carlos Tabío y Laurent Cantet. Parecía que, con tales nombres al mando y la capital cubana de musa, podría salir algo interesante. Pero no fue el caso. Una primera mala señal fue que, de principio, la pantalla presentaba al ron Havana Club como uno de los patrocinadores del proyecto. Dicho de otra forma, la cosa amenazaba en convertirse en una cinta publicitaria, más o menos cinematográfica, pero publicitaria al fin. Otra mala señal: que ninguno de los cortos identificaba a sus realizadores, como si de un producto de indistinta autoría se tratara. De ahí en adelante, todo se fue a pique, con contados repuntes.

Del Toro se aplaza en su debut tras cámaras, haciendo exclusiva gala de su astucia para reproducir algunos clichés –más o menos fundados- sobre Cuba y regodearse en algún malentendido idiomático. El argentino Trapero (Carancho) nos engatusa de inicio al poner como protagonista de su segmento a Emir Kusturica (Underground) haciendo de sí mismo, pero el encanto se disipa de a poco hasta perderse casi por completo. El cubano Tabío (codirector de Fresa y chocolate) aporta algo de conocimiento y humor local, y el buen hacer de Jorge Perugorría, pero también un desenlace demasiado sensiblero. El argentino, aunque radicado en Francia, Noé (Irreversible) ofrece un ejercicio repetitivo y tedioso, pese a un muy exquisito tratamiento visual de los cuerpos y la naturaleza. Eleva el listón el palestino Elia Suleiman (Intervención divina), que se pone a sí mismo en escena para registrar, con ácida comicidad, ese ruinoso y encantador parque de diversiones en que parece haberse convertido Cuba. Lo eleva también el francés Cantet (La clase), que aporta algo de dignidad al largo, con una historia que celebra el espíritu creyente, solidario, fiestero y comprometido de los cubanos. Sin embargo, la dignidad recobrada por momentos se encarga Medem (Lucía y el sexo) de echarla por los suelos en el segmento más publicitario de todos, en el que, bajo el disfraz de un melodrama migrante, pareciera intentar vendernos un desodorante para afrocubanos. Vergüenza ajena es lo que provoca el corto del realizador vasco, que no por nada mereció las rechiflas de algunos espectadores, de las pocas escuchadas a lo largo del festival.

Muy a pesar de sus contados puntos altos, son los desaciertos los que se imponen con más fuerza en 7 días en La Habana, que algunos calificarán de irregular y otros de fracasado esfuerzo colectivo, y que, para este escribiente, resultó una gran decepción, por lo poco que parece haber inspirado la capital cubana en los siete realizadores. En consonancia con el origen etílico de este experimento, podría decirse que todo derivó en una cruel resaca atribuible a un Habana club mal mezclado, insípido y desproporcionado. Trago barato, pues.

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