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  • Diario Digital | jueves, 25 de abril de 2024
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MEMORIAS DE UN ASESINO EN SERIE (XX)

“Cuerpo cortado”

“Cuerpo cortado”



La RAMONA continúa con este vigésimo capítulo dominical -de 24- la entrega de Memorias de un asesino en serie, folletín del escritor chileno Bartolomé Leal, con ilustraciones del dibujante boliviano Walter Gómez.

Tras navegar durante tres días por el mar Caribe sin contratiempos, fueran aquéllos causados por el clima o las patrullas náuticas, la virgen mambo y yo llegamos al paraíso. Tal como suena. Me refiero a un islote volcánico llamado Valle del Paraíso, ignorado en los mapas. Aunque no es sólo el nombre. ¿Qué pretendo decir? Resulta que soy bebedor. No lo he contado antes, entre tanta aventura estrafalaria. Lo cuento ahora y tal vez eso explique muchas cosas. Me declaro un alcohólico moderado aunque inveterado. La falta de alcohol ha gatillado en mí furias incontenibles. Y ni hablar de la resaca, la cogorza o la caña mala, como se le llama en algunos lugares. Andar con el cuerpo cortado se apela también a esa sensación de infinito malestar que provoca a menudo la vuelta de una borrachera. En mi caso es como el catalizador en un proceso químico. Mi perversidad gana momento.

El Valle del Paraíso era pues un cráter apagado dedicado a producir ron. Soy bebedor de cerveza y también de ron. De modo que para mi gusto había transitado desde el infierno al paraíso. Era todo lo que se producía allí. Las plantaciones de caña de azúcar, que ocupaban un parte importante de su territorio, estaban dedicadas exclusivamente a generar materia prima para la fabricación de ron. Allí se embotellaba uno de las mejores etiquetas del mercado informal: el Ron Paraíso. Un ron natural, fermentado y destilado sin insumos químicos, fabricado con el agua de una vertiente que existía en la isla y envejecido en viejas barricas. Ya me enteraría de muchas cosas al respecto.

Pues mientras navegábamos sin rumbo preciso avisté esa pequeña isla en el horizonte, sin saber nada acerca de ella por cierto. Hacia allá dirigí la proa de nuestra modesta embarcación. Los víveres se habían acabado y necesitábamos reaprovisionarnos al menos de agua. La virgen mambo aprobó, no parecía ser un país hostil que pudiera causarnos problemas. No estábamos en condiciones de pedir refugio en ninguna parte. Yo no poseía documentos de identificación, perdidos todos mis enseres; supongo que ella también carecía de ellos. Arribamos pacíficamente, como una pareja de excursionistas perdidos. Había hecho desprenderse a la mujer de sus vestiduras de santona. Sin hesitación las rasgó y las transformó en una tenida de turista, short y sostenes. Más una cinta blanca amarrando su amplia melena negra. Sus turgencias reventaban por todos lados. Un bombón.

El islote contaba con un desembarcadero bastante acogedor. Sin embargo, entrarle no era nada de fácil porque una muralla de rocas formaba corrientes y oleajes bastante fuertes. Me dediqué a remar aplicadamente, mirando por encima del hombro, mientras la virgen mambo, con los ojos semicerrados manejaba el timón con inusual destreza, para mi admiración. En la costa nos esperaba un novelesco comité de recepción. Un enano caracterizado de Napoleón Bonaparte, con su clásico sombrero bicorne y una chaquetilla enchapada de condecoraciones, se alzaba hasta donde podía sobre el muelle. Calzaba unas botas negras relucientes, imagino que hechas a la medida. Se notaba que eran su orgullo. El enano, de raza blanca, estaba rodeado de cuatro enormes soldados negros con quepis y armados de fusiles máuser. Todos descalzos aunque con polainas.

Esta es una isla privada, monsieur, me dijo educadamente en francés en cuanto llegamos al muelle. No tiene derecho a desembarcar acá. Sin embargo, no ha sido repelido por ser un hombre blanco y mi patrón le ofrece su hospitalidad para que se refresque, tras lo cual debe partir. Sígame por favor. Añadió: la dama debe quedarse en el bote. Algo así fue el discurso insólito de ese pigmeo insolente. De no creerlo. Nos quedamos mirando como un par de duelistas. Le dije con voz engolada: almirante, necesito hablar con el patrón, como le llama usted, de un negocio importante que será de su interés. La dama viene conmigo porque es parte de ese negocio. Yo estaba blufeando groseramente, pero el enano no parecía ser de muchas luces. Le empezaron a bailar los ojos, de un celeste aguachento, y su mechón napoleónico se agitó como movido por un viento interior. Se hallaba confundido ante la seguridad con que yo le había hablado. No sabía bien a qué atenerse. Me miraba y remiraba.

Entonces la virgen mambo hizo algo notable. Sustrajo de entre sus ropajes un pájaro de papel con un mecanismo de resorte para hacerlo volar. El juguete estaba doblado en varias partes de modo que había pasado desapercibido para mí. Rauda lo desplegó, mostrando el bello colorido de sus alas y la gracilidad del fuselaje. Manipuló unas cuerdas, hizo girar un pequeño torniquete y lo lanzó al aire con el grito de: Vas-y! El pájaro se elevó al cielo, exponiendo sus tornasoles contra las nubes blancas. Dio media docena de vueltas por el aire y retornó a las manos de su dueña. El enano, sus cuatro esbirros y yo quedamos estupefactos. ¿Magia vudú, juego de niños, truco de prestidigitación? Como fuera, al pigmeo se le llenaron los ojos de lágrimas. ¡Quién sabe qué recuerdo se había activado, perdido en su memoria de niño deforme!

Fuimos llevados a la presencia del amo. Se trataba de un portugués gordo y de modales solemnes, llamado Waldo Bandeiras, que manejaba la pequeña isla, de su propiedad, con un sistema esclavista ecológico según sus palabras. Producía ron, uno de los mejores del mundo, seguía explayándose. Tenía toda la producción de cinco años vendida y pagada. Sus esclavos estaban bien alimentados y contentos. Los había de todas las razas, me aseguró. Tenía además un pequeño ejército adecuadamente armado para repeler cualquier agresión externa. Un señor feudal insular de esos que casi ni existen. Una espigada antena disfrazada de palmera lo mantenía en comunicación con el resto del mundo.

Fui invitado, dada la hora, a beber ron con el senhor Bandeiras. A degustar su arte, como lo expresó. La virgen mambo no fue invitada y se le solicitó retirarse de nuestra presencia. Yo exigí que no fuera maltratada ni mezclada con los sirvientes, porque era mi esposa. Bandeiras accedió entonces a que ella permaneciera sobre unos cojines cerca de nosotros, aunque sin hablar. Le fue servido té sobre una alfombra en el suelo. La verdad es que la virgen mambo era muy bella y curvilínea. Su opaca piel negra llamaba a las caricias. Seguramente con unos kilos de menos habría lucido espectacular. Pero al portugués parecían gustarle rellenitas. La observaba y se relamía.

Bandeiras escuchó mi historia de la huída de Isla de las Penas. Se divirtió a mares. Me pedía que repitiera algunos episodios. Reía a carcajadas. Me ofreció un cigarro puro. Aprovechaba de tirar pestes contra los santones vudú y las religiones africanas en general. Opinaba que eran malvados y degenerados. Me pedía detalles para ratificar sus opiniones. No le conté que había asesinado a las otras dos mambo, sino que éstas habían perecido durante la travesía, cayendo al mar, devoradas por los tiburones. Después de más de dos horas de charla, me dijo en susurros: te compro a tu esposa. Dime tu precio. Dudé nuevamente, como cuando estuve en la disyuntiva de degollarla o perdonarle la vida. Ni siquiera la miré, para que no volviera a influirme.

Entonces la virgen vudú volvió a hacer algo extraordinario: sacó de entre sus vestimentas blancas (que había transformado en un largo sari de extraña elegancia, más un coqueto turbante), un mazo de naipes que desplegó en el aire haciendo hipnóticas figuras circulares, sin moverse de su posición, sentada con las piernas cruzadas. Tras barajarlos con rápidos movimientos de manos, procedió a lanzarnos cuatro naipes a cada uno. Vimos las cartas volar por el aire, describiendo armoniosas parábolas. Frente al portugués se desplegaron los cuatro reyes, frente a mí los cuatro ases y a los pies de la mambo, las cuatro reinas. Ambos nos vimos obligados a aplaudir. No se nos escapó el toque simbólico del pase.

¿Cuál es tu precio?, insistió el senhor Bandeiras. Creo que había comenzado a excitarse. Fui informado de que usted quería hablar de negocios conmigo, me recordó, y que esta dama era parte de ese negocio. Es mi cónyuge, le respondí, me temo que no está en venta. Mientes, respondió, ella es virgen. ¿Cómo lo sabes?, repliqué. Tarde me percaté que había caído en su trampa. Conozco bien el vudú marka, contestó. Tenemos unos pocos emigrados desde la Isla de las Penas. Pero ese tráfico está cerrado, ya no llegan a mis costas. Se les recibe a cañonazos. Son gente maldita.

Yo estaba aún con la duda, pero me daba cuenta, a pesar del licor ingerido, que esa mujer era una mina de oro, una caja de sorpresas, el tesoro del pirata. Me estaba salvando la vida. Había probado el ron más añejo de Bandeiras, el que reservaba para él mismo, más sus cocteles de ron con naranjas, limones y mangos. Estaba copado por la euforia que provoca el ron de calidad superior. Pero me defendí de mí mismo. En que paró todo esto, lo contaré más adelante.

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