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FRAGMENTOS DE MORIR MATANDO, NUEVO LIBRO DE GUSTAVO RODRÍGUEZ OSTRIA

Miradas de la guerra

Miradas de la guerra



La semana pasada, el destacado historiador cochabambino Gustavo Rodríguez Ostria presentó Morir matando. Poder, guerra e insurrección en Cochabamba 1781 - 1812 (Ed. El País), libro que hace una relectura de hitos de la historia regional, como el 27 de mayo de 1812. Publicamos en este número fragmentos de las conclusiones de la obra.



En el marco de la crisis de la monarquía española, entre 1810 y 1812, la ciudad de Oropesa y la Provincia de Santa Cruz de la Sierra vivieron la intensidad de| la guerra, con sus alternancias de vida y de muerte. Ningún documento producido por sus autoridades o sus líderes permite afirmar que buscaran la independencia ni de España ni de Buenos Aires. Partían del principio de que la soberanía, filtrada por el derecho natural, residía en el pueblo, y que tenían el derecho a autogobernarse, pero en un inicio no apuntaban a la supresión de sus nexos con la monarquía y el rey Fernando VII. Por la “Reversión de la soberanía”, vacatio regis, concordaron con la Junta de las Provincias Unidas del Río de la Plata, a la cual se sometieron. En cierto sentido Cochabamba pasó a depender de Buenos Aires, en vez de ejercer su poder y administrar sus intereses por su cuenta. Pese a ciertas confrontaciones como las de Francisco del Rivero, no rompieron sus vínculos con la capital porteña y virreinal de la cual recibían desde nombramientos hasta órdenes militares. Es altamente sintomático que una de las últimas pretensiones del prefecto Mariano Antezana en mayo de 1812, cuando las fuerzas del Virreinato de Perú estaban en las puertas de Cochabamba, fue que gobernara la Provincia un porteño.

Entre los años de 1810 a 1812, años de transición y de búsqueda, Cochabamba fue la región militarmente más importante del Alto Perú; conformó sostenidamente tropa y la desplazó por varios territorios con sufridos y heroicos comportamientos. Acordó alianzas, aunque contradictorias, con indios y cholos, que le permitieron mantener a jaque a las fuerzas del virreinato del Perú. Pagó caro su osadía, pese a que quienes comandaban la guerra eran iguales de raza, idioma y religión. Su población murió, sus líderes fueron perseguidos y ejecutados, su capital saqueada y sus mujeres inmoladas. Del sufrimiento seguramente aprendió a separar proyectos y actores, a percibir en el rey Fernando VII un adversario y no El Deseado. No partieron de allí, como se adopta el destino., pero colocaron las piedras, una enderezadas otras no; unas permanentes, otras fugaces de la futura nación Estado que se instalará el 6 de agosto de 1825.

El periodo 1810 y 1812, está pues signado por profundas contradicciones tamizadas por órdenes sociales, étnicos y regionales que le dieron el carácter de una guerra civil; en la cual los diversos actores buscan posicionarse en un orbe en crisis; unas veces pactaron; otras se enfrentaron. No puede afirmarse que las divisiones fueran claras y tajantes; hubo criollos, mestizos e indígenas en ambos bandos; también desplazamientos de un bando a otro. (….)

Mestizos y cholos

Los indígenas por su peso numérico y la amenaza que golpeaba desde la memoria a las elites, son más visibles que los mestizos o los cholos, un sector más pobre e indefinido racialmente que los mestizos, y una categoría dentro esta casta, más próxima en el imaginario imperante al “indio” que al propio mestizo. Varias fuentes aluden que indígenas y cholos-, fueron vistos juntos en la contienda en las filas de Cochabamba, sin que las fuentes permitan establecer el rol de cada uno. Los comandantes insurgentes parecen en cambio pertenecer más bien al grupo mestizo y en varios casos han ocuparon previamente a la insurrección puestos de mando intermedio en el aparato colonial. En las tropas irregulares que recorren la montaña parece pesar menos los apellidos que en las milicias urbanas comandadas por los patricios y sus vástagos ¿Qué pretendían? ¿Cuál era su propósito al participar en la guerra? Nuevamente las fuentes no permiten una apreciación definitiva. Lo irrefutable es que a diferencia, salvo entre el 26 y 27 de Mayo, la plebe mestiza no actuó en tanto grupo; e incluso cuando ocupó el espacio público su presencia fue defensiva y no ofensiva. Y en otros momentos se refugió en la de apatía o en el simple saqueo.

Cabe reparar, que ni mestizos ni cholos eran un sector homogéneo, mucho menos cohesionado. Seguramente unos permanecieron pasivos, otros confeccionaron armas y uniformes; unos más se integraron en las tropas, pero desertaron en cuanto pudieron, y otro número permaneció en ella. El llamado ejército cochabambino repitió características de las milicias coloniales, a la par que se apartó de ellas. Como mostró Juan Marchena para otros contextos geográficos, el vínculo miliciano-patricio-ciudadano se trisó para proceder a un reclutamiento en masa. Muchas veces la plebe se incorporó a la tropa en busca de una oportunidad económica o por una leva forzosa a la cual hubo resistencia, traducida en fugas masivas o en el alistamiento en el ejercito del virreinato del Perú, reclutado igualmente del bajo pueblo, fuesen mestizos, pardos y negros. La numerosa deserción, la indisciplina o la práctica del saqueo hablan de una compleja relación al interior de la milicia. No fue fácil para los oficiales de la aristocracia local o porteños relacionarse con una masa volátil, que buscaba también sus propios intereses y los negociaban.

Si los mestizos tenían distintas valoraciones en esos años de guerra, en la reconstrucción ficcional de Aguirre obtendrá mejor puntaje y espacio social, a condición de civilizarse y compartir los valores modernos republicanos. Ellos, en la revuelta de 1730 y 1731, habrían demostrado su apego a la unidad racial y social. Carecían de proyecto propio; su independencia era la de otros; mejor con otros. No puede decirse lo mismo de los indígenas, raza abyecta y embrutecida, que alientan una guerra de razas separatista. No tiene lugar, porque no tiene pasado épico, en la nación de Juan de la Rosa (1).

Aun resta, sin embargo, una indagación más detenida sobre su conducta y cultura de guerra en los años analizados en esta obra y más allá; un relato que hasta hoy permanece omitido de los libros de texto, inundados de la literatura positivista y de una historia heroica que se escribe desde los grandes “patricios” (2) de terratenientes, altos burócratas y comerciantes. En una investigación futura habrá que evitar destronar a la elite y construir a priori otro sujeto histórico o profético llámese indígena, mestizo o femenino. Todos ellos y ellas vivieron en estado de guerra, que pervivió hasta 1825, con indecisiones, lealtades y adhesiones cambiantes en los intersticios de la sociedad; como es la vida misma.

Mujeres en guerra

Esta otra historia estuvo ausente de la conmemoración del Bicentenario de 1810, que tampoco fue una oportunidad para leer tampoco en clave de género, los procesos de la guerra. Lentamente, en otros países, van saliendo y reconociéndose el rol jugado por las mujeres, donde fueron guerreras, espías, rabonas, cocineras, enfermeras y contrabandistas de armas. Como bien afirma la historiadora norteamericana Pamela Murray, que ha dedicado años a investigar a Manuelita Sáenz,-la compañera de Simón Bolívar- su figura en el imaginario cultural y las mitologías nacionales se ha movido entre la categoría de la transgresora y la de heroína romántica (3). Se trata, como muchas otras mujeres de una memoria en pugna y asociada a los varones y rara vez considerada independiente. A pesar de la rigidez de las estructuras patriarcales, y del modelo religioso virgen-madre prevaleciente en la sociedad colonial y de su marcada jerarquización que sostenían el poder de los varones, era preciso que constantemente la sociedad asegurara los controles para que las mujeres no pusieran en riesgo; con su inteligencia, conocimientos, instrucción y coraje, el restrictivo rol de esposa y madre sacrificada (4).

Los salones y las tertulias de la sociedad cortesana, fueron para las mujeres de las élites lugares públicos de socialización e intermediación en los que se gestaban las ideas, se inflamaban los espíritus con la noción de patria y muchos políticos e intelectuales disfrutaban de la compañía de mujeres instruidas. Para las mujeres de otros sectores, donde se vivía con mayor libertad, cumplieron este rol de sociabilidad las plazas y los mercados públicos. Allí se discutían las noticias, las complicaciones y las contradicciones que ella ocasionaba en su vida cotidiana, en su alimentación y la presencia de sus compañeros en tierras lejanas llevando la guerra.

Estamos muy lejos sin embargo de conocer cómo vivían las mujeres de Cochabamba los tiempos de guerra entre 1810 y 1812. Los pocos datos disponibles, que ameritan una investigación mayor para superar un lamentable patriarcalismo historiográfico, permiten advertir que aunque las mujeres fueron excluidas de la política formal, algunas resultaron seguramente activas en espacios sociales intermediarios entre las esferas pública y doméstica, donde se discutían filosofías, se tramaban conspiraciones y se formalizaban alianzas. Y aunque dichas conversaciones fuesen efímeras y perecederas, tanto ellas como la correspondencia y las cartas, les permitían transmitir sus puntos de vista y jugar un importante rol como mediadoras de la incipiente arena política y constituirse en actoras, además el próximo escenario de las batallas, seguramente puso en entredicho el monopolio masculino de estas artes. Los momentos de beligerancia son aquellos en los que impera el soldado ciudadano. Pero también es tiempo de crisis de valores cuando se quiebra la normalidad de las costumbres, se debilitan las normativas y las mujeres desbordan las fronteras de sus roles, maternidades y fidelidades.

¿Superaron y transgredieron la normativa homosocial las cochabambinas? Tal parece que el 27 de mayo de 1812 debiera leerse como un reclamo de participar en lo público, aunque como una ráfaga violenta pero pasajera. ¡No hay hombres!. ¡Morir matando!. No invoca la necesidad de hombre letrado, como cree una historiadora norteamericana (5), sino un reto a lo establecido ¿Desafiaron el patriarcado de su época basado en la disciplina y la obediencia? Lo heroico, la guerra, la milicia, estaban -y están- asociados solamente a los varones, seres providenciales y racionales sobre cuya figura modélica y pétrea se debe construir la nación; el héroe estaba prohibido de expresar su “feminidad”, es decir sus emociones.

María Clara Medina, en su trabajo sobre la rioplatense Mariquita Sánchez, en cuya casa se dice en 1813 se cantó por primera vez el himno argentino, afirma con razón que, “Las adhesiones femeninas a la causa patriótica se explicaban, entonces, mas por un sentimentalismo atribuido a la identidad femenina, que por una decisión racional de las mujeres. La capacidad de agentes de su propio destino les era negada”. (6)

En los íconos republicanos post independentistas, como el construido por Nataniel Aguirre, las mujeres cochabambinas representaron la estabilidad y la continuidad, mientras que los hombres el desafío y la ruptura. La mujer guerrera, salvo que fuese calificada de “ahombrada”, era inconcebible para la narrativa ficcional decimonónica que intentaba crear naciones, como comunidades imaginadas. Construirlas implicaba reconocer un acto racional, cartesiano o deliberado, mientras que a las mujeres solamente podían atribuírseles tener pasiones pasajeras, acorde a los postulados de la filosofía de la ilustración en vigencia. Se cumplía así con un rasgo medular de la cultura heroica, la riqueza de personajes femeninos que habitan la memoria colectiva transformada en mito, mientras que paradójicamente sus actuaciones reales no forman parte de la historia política ni sus derechos de las Repúblicas independientes como Bolivia.

A la postre ni indígenas, ni mestizos ni mujeres obtuvieron ninguna recompensa de su presencia cotidiana, política y guerrera. Cuando el lenguaje republicano, que germinó en los trágicos años entre 1810 y 1812, se dotó en 1825 de una forma estatal independiente, que no había prefigurado entonces, pensó solamente en términos de varones de clase alta; letrados y propietarios. Los mismos ciudadanos varones y distinguidos de la colonia, solo que cobijados bajo el aroma de la República Aristocrática, el voto restringido y la democracia censitaria. Habría que esperar hasta 1952, nuevas luchas de por medio, para que emerja el voto universal sin depender del bolsillo, la piel o el sexo.

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(1) Rodríguez Márquez, Rosario. Op. cit.,pp. 75-80.

(2) Un sugerente y renovador trabajo realizado en la Argentina es el de Gabriel Di Meglio, ¡Viva el bajo pueblo!. La plebe urbana de Buenos Aires y la política entre la revolución de Mayo y el Rosismo. Prometeo Libros, Buenos Aires, 2007.

(3) Murray, Pamela. Por Bolívar y la gloria: La asombrosa vida de Manuela Sáenz, Ed. Norma, Bogotá, 2010.

(4) Nuevamente me baso, en casos textualmente, en María Lourdes Zabala Canedo.

(5) Gotkowitz, Laura. “Conmemorando a las Heroínas: género y ritual cívico en Bolivia a inicios del siglo XX”. Decursos. CESU-UMSS, Nº. 17/18, Cochabamba, 2008. Su trabajo pionero, con un nuevo enfoque sobre la Coronilla y la mujer en la obra de Nataniel Aguirre, ha inspirado nuestro trabajo.

(6) Medina, María Clara. “Loca por la independencia: género y razón ilustrada en Mariquita Sánchez hasta su exilio ((Río de la Plata, primera mitad del 1800)” Anales, Instituto Iberoamericano, University of Gothenburg,School of Global Studies, 2012.p.148.