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  • Diario Digital | martes, 19 de marzo de 2024
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CRÓNICA DEL CONCIERTO DE DANIEL JOHNSTON EN BARCELONA

Canciones de inocencia y experiencia

Canciones de inocencia y experiencia

Estiras la cabeza sobre un mar de smartphones y te quedas con dos imágenes. Una guitarra diseñada por un esquizofrénico, con el clavijero incrustado donde debería estar la caja de resonancia, como si la línea de montaje fuese una sandwichera y las últimas dos guitarras hubiesen quedado adheridas, produciendo un instrumento tal vez inservible para un músico ordinario, pero también uno de esos hermosos accidentes que nadie excepto la naturaleza sabe explicar. La otra le será familiar a cualquiera que haya visto “This is Spinal Tap”. Un músico despistado que intenta abandonar el escenario por el lado equivocado, dando con una pared donde esperaba encontrar su camerino. Así fue el concierto de Daniel Johnston el pasado 19 de abril, en la sala “Bikini” de Barcelona. Un poco patético pero también único, conmovedor aunque difícilmente la clase de experiencia que uno quisiera conservar en su repisa de conciertos históricos. Un encuentro, en verdad inusual en estos tiempos, con la expresión desnuda y original del alma humana; un vistazo privilegiado al mundo interno del tan genial como desastrado Daniel Johnston.

Hay varias formas de afrontar la obra de Johnston, quizás la más piadosa de ellas sea la que lo ve como un niño grande, que disfruta mucho poder difundir sus dibujos y canciones a pesar de sus problemas psicológicos. La alternativa catastrófica no se corta al describir a Johnston como un freak al que explotan los familiares más maquiavélicos del mundo. Lo concreto es que a pesar de que se queja por sufrir el trajín trasatlántico y admitir que la pasa mal enfrentando a tantos desconocidos solo sobre el escenario, no cabe duda de que Johnson quiere hacer esto. El que conozca un poco la producción del norteamericano sabe que este tiene mucho que decir, además de ser dueño de un talento que ni los fármacos ni el trastorno bipolar, ni la edad o la religión, han conseguido doblegar. Si existe la obligación de compartir con el mundo las creaciones de uno de los compositores vivos más brillantes, a pesar de su estado de salud, o si los grandes beneficiarios del negocio son los apoderados legales de Johnston, es algo que no podemos determinar con certeza. Pero los dilemas morales no vienen al caso. El asunto es comprar entradas antes de que se agoten, ir a la sala temprano, hacer cola y aguantar a los teloneros con tal de estar en primera fila. Y así lo hizo un público heterogéneo, en el que asomaban hipsters, fanáticos reverentes (como una fan a la que le cambió la semana enterarse a dos horas del show que tenía entrada a pesar del sold-out) y curiosos de todo tipo.

Si algo sorprende en la última gira europea de Johnston en casi siete años (pasó por Inglaterra un par de veces, pero desde 2005 no visitaba tantas plazas continentales), es la falta de aspavientos. Ni una sola cancelación, abandono repentino o colapso nervioso precedía el show en Barcelona. Daniel Johnston se mostraba amable y en forma, arropado por una banda local y prodigando temas clásicos, si no feliz por lo menos satisfecho. De hecho, así se lo ve los primeros segundos que pisa el escenario, ovacionado mientras pelea por abrir una botella de agua y acomoda su cancionero en un atril. Pero todo cambia de repente, cuando abrazando una guitarra eléctrica tan peculiar que parece un juguete diseñado por él mismo, comienza el mini-set solista con el que abre las presentaciones de esta gira. Lo que tenemos frente a nosotros corta el aliento, nadie jamás estuvo tan cerca de expresarse a través de un instrumento como Johnston tocando “Lost in my infinite memory”. Claro, un compositor puede ser mucho más eficiente al ensamblar sus ideas para que las interprete una orquesta, pero hay mucho artificio y técnica mediando en ello. En cambio, las manos de Johnston sobre el cuello de la guitarra, más que marcando los acordes, rasguñándolos, apretando la guitarra de la forma en que pensaba le sacaría un sonido que pudiese aproximarse a lo que tenía en su cabeza, dibujando con ese tumulto el mismo dolor y emoción que se veían en su rostro… un psiquiatra podría analizar esos gestos con la transparencia con la que interpreta los garabatos de un niño que decide dibujar a su papá más grande que su mamá o ponerle colmillos al sol. En un artista, esto es inapreciable.

Si el poder que tiene la pureza de las canciones de Johnston a veces puede llegar a abrumar, desarma tenerlo cantando a unos pasos. El californiano tiembla tanto que no consigue acertar los acordes en la guitarra, se traba al intentar tocar las cuerdas, cuesta creer que la esté pasando bien. Antes de que termine la segunda canción uno piensa que nadie merece sufrir así en público, que tampoco se puede disfrutar de esto como espectáculo. Por fortuna, y aunque Daniel Johnston nunca ha sonado del todo bien cuando se lo mezcla con una banda de rock al uso, alivia ver que un trío (guitarra, bajo y batería, más puntuales aportes de teclado) lo acompañará el resto del concierto. Se nota que casi no han ensayado juntos (hay momentos en los que la banda opaca las partes vocales, obligando a Daniel a gritar), Johnston sigue temblando y se lo percibe contrariado, pero interactúa con el público (responde a los “I love you” imitando a Elvis, al fan que reclama por “Speeding motorcycle” le pide que espere un poco, se sorprende por el nombre de la sala) y hasta confiesa sentirse seguro con el respaldo de una banda. Es lo más parecido a un concierto de rock que Daniel Johnston puede dar. Es también lo más cerca que estará de cumplir su sueño de ser un músico famoso, tocando sus hits más celebrados para un público devoto.

Muy en la línea del guion “sin sobresaltos” de la gira, el set rockero de Johnston se las ingenia para saludar lo mejor y más conocido de su obra: “Casper the friendly ghost”, “Speeding motorcycle” y “Devil town”, fijando la brújula en “Fear yourself” (2003), producido por Mark Linkous –un tipo que, tal vez por sus propios problemas mentales, entendía bien a Johnston– y lo mejor que ha funcionado el norteamericano con una banda de respaldo. Es cierto que se pierde una dimensión al reducir a Johnston al rol de vocalista, cosa dolorosamente notoria en una “True love will find you in the end” que es cantada casi sin sentirse, sirviendo como bis y cierre del show. Un poco como el Bob Dylan adulto que por ya no romper más las bolas accedía a tocar “Like a rolling stone” a las patadas –aunque a Johnston se le perdona el ya no querer (o poder) mirar ese viejo amor no correspondido hoy con la misma intensidad que ayer. Pero el evocar canciones y emociones con nitidez no es lo que hace único a Johnston. Su mérito está, por un lado, en tomar la cultura pop norteamericana como material, aproximándose a lo que artistas como William Eggleston y teóricos como Susan Sontag postularon en los setenta, con las armas del comic under (aunque bañado de inocencia allí donde campeaba la perversión à la Crumb). Pero también en su dominio total de la canción pop como forma, al punto que –obviando la distribución masiva y accesibilidad temática– su obra compite con la de Leiber y Stoller, Doc Pomus o Holland, Dozier y Holland. Y para decir esto no hace falta conjeturar, pensando “podría haber sido un Syd Barrett/Brian Wilson”, pues los comics y casetes siguen ahí como testimonio de lo que Johnston lleva décadas haciendo.

Así cerró un concierto que dejó esa especie de sabor agridulce que poseen muchas de las composiciones de Johnston. ¿Cuál es la diferencia entre “Only love can break your heart”, “I’ll never fall in love again” o “You’ve got to hide your love away” y “Speeding motorcycle”? Sí, que la que mejores metáforas usa es la que más lejos está del cancionero clásico. Pero también hay que recordar que mientras Young, Bacharach o Lennon estaban procesando conscientemente un sentimiento, Johnston lo exudaba. Esto para bien y para mal, pues así como se permitía componer sin cortapisas formales o de estilo, también se pasaba semanas encerrado mientras pensaba que sus vecinos eran vampiros de verdad. Si el anti-folk se jugó por una estética lo-fi de forma explícita, el amateurismo en Johnston está casado sin remedio con el contenido de su obra. Pasa lo mismo con el calculado infantilismo de Jonathan Richman –por dar un ejemplo–, que seguro no se queda “en personaje” cuando va al supermercado o regaña a sus hijos. Con Johnston esa frontera no existe. Ahí reside el vértigo de su obra.

Hace algunas semanas Mario Vargas Llosa escribió un texto tan reaccionario como sus opiniones políticas, en el que expresaba su preocupación por la aparente fusión de la cultura y el entretenimiento. Es muy fácil ver que se trata de las quejas de un señor mayor al que leer los tiempos ya no se le da como antes (dicho en fácil, un viejo choto), pero acertaba al penalizar ciertos intentos de hacer “arte” sin un sentido de la historia. Sin embargo, esa apología por una heurística del arte, margina las innovaciones alienígenas de tipos como Harry Partch, Wild Man Fischer o R. Stevie Moore. O del propio Daniel Johnston. Claro que, así como podemos rastrear a los Beatles y a los Butthole Surfers en el sonido de Johnston, también podemos discutir que lo suyo en rigor no es entretenimiento. Tampoco se puede esconder el papel que juegan los problemas psicológicos en su faceta creadora. ¿Cuánta distancia hay, al final, entre el señor que se planta todos los días en una parada de metro para cantar arias a un público invisible y el Johnston que no quiere jugar cartas con el diablo? La inocencia y lo pop han sido sustituidos por una morbidez, por la proximidad de la muerte, en las últimas composiciones del californiano, y viéndolo sufrir sobre el escenario, es imposible no preguntarse si hay algo de explotación en esto. Pero hay tan pocos compositores vivos capaces de encogerle a uno el corazón con cosas como “The story of an artist”, que lo único que puedo decir, para mitigar el sentimiento de culpa, es que no vuelvo a escuchar outsider music. Bueno, por lo menos no en vivo.

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