Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
  • Actualizado 00:24

Los mejores discos de 2011

Los mejores discos de 2011



“Me arrancaré las piernas y tetas mientras pienso en Boris Karloff y Kinski, en la oscuridad de la Luna” Así empieza “Lulu”, un rasgueo acústico meloso que se metamorfosea en el puñetazo furioso, icónico de Metallica, mientras James Hetfield ladra como si fuera un Tom Petty constipado. Con tanta gente muriéndose de hambre en el Cuerno de África, Dios justo escucha las plegarias del freak que le pide esto. Un disco de Lou Reed y Metallica. Intuíamos que iba a ser “Some kind of monster”, posiblemente algo horrible, pero no lo que muchos dan por el peor disco de todos los tiempos. El mayor fracaso comercial en las carreras de Metallica y Reed. ¿Entonces, es una broma práctica de Reed a los contadores y managers del cuarteto metalero o un regalo para Lester Bangs, que con el “Marraqueta” Sánchez nos mira desde el cielo? ¿Y qué pintamos nosotros en todo esto?

Es posible que la mayor parte de los que odian “Lulu” no hayan pasado de “The view”, el demencial single del disco, un tributo a Black Sabbath y al popularísimo Stoner Metal que, en virtud a los graznidos seniles de Reed, se parece demasiado al disco de metal sinfónico que grabó Christopher Lee. Pero “Lulu” es muchísimo más que eso. Es el disco perfecto para sintetizar el año de “Let England Shake” y “Born this way”, el último año antes del Apocalipsis, el año en que los hipsters se dieron cuenta que el metal es cool. Es más, “Lulu” consigue algo que parecía imposible en nuestros días: emputar unánimemente al mundo. Ni Odd Future ni Percy Fernández lo lograron (aunque parece que en Cochabamba es fácil: alcanza usar la palabra “hurgamandera” en tus artículos, como bien sabemos en este suplemento). Sí, una obra excesiva y desaforada hasta para nuestros tiempos.

Inspirado en textos del alemán Frank Wedekind, “Lulu” es una ópera sobre una adolescente depravada que se entrega como víctima voluntaria a Jack el Destripador, en una historia de crueldad sexual y masoquismo –temas que se le dan muy bien a la poética sucia de Reed y la clase de disco que el IFFI amaría. De hecho, después de haberse metido en el cuerpo toda sustancia inventada por el hombre, a Lou Reed sólo lo despierta la adrenalina del sabor a sangre fresca –como a un tiburón, o Bruce Lee. En ese sentido, Metallica le sirve como si le pusiéramos un reactor nuclear a una peta vieja. Y para Hetfield y los suyos, gafados desde que se cortaron el pelo –su última maldad fue cerrar Napster–, la posibilidad de innovar sin tener que recurrir a la terapia de grupo no les viene mal. El mejor ejemplo de esa coalescencia lo tenemos en “Pumping blood” (tremenda), “Dragon” y “Frustration”, clásicos temas de Metallica y lo mejor que han grabado en quince años. Y más, nadie puede negar que “Mistress dread” es una muy digna bomba trash. Hasta asoma alguna gárgola velvetiana en “Iced honey” y “Cheat on me”. No es poco para un disco a priori horrible, larguísimo (¡es doble!), tan insufrible que no se puede escuchar de una sentada –cosa que ni Merzbow ni Sun O))) consiguen.

Obviando las guerras ontológicas, que harán que los fans de Reed tuerzan el gesto ante la sola mención de “Lulu”, hay que reconocer que no sólo es su disco más raro desde “Metal Machine Music”. Si me fuerzan, hasta diría que bien puede que sea el testamento sonoro de Reed. No sólo porque de haber nacido en los sesenta, Lulu habría sido habitué de The Factory, sino por cómo “Lulu” consigue resumir el universo Reed: niñas huyendo de pueblos chicos para reiventarse (y morir), Berlín, rimitas pelotudas (“I’m so happy cuz I got my little nappy”), frustración, autosabotaje, animales con penes diminutos (“Little dog”), decisiones creativas inexplicables, canto desorejado, óperas metaleras (en 1981 Reed y Kiss lanzaron “Music from the Elder”, su primer ensayo en la narrativa metalera), sadomasoquismo, vulnerabilidad, abyección, ángeles caídos que son poetas de la noche… Dicen los que vieron el montaje operístico (sans Metallica) de “Lulu” que es una maravilla, que no tiene nada que ver con esto, que Lou Reed aún es capaz de ser sensible y conmovedor… pero, ¿para qué? Aunque “Lulu” fuera basura no apta para consumo humano, tiene algo que lo redime: “Junior dad”, una canción que Reed originalmente tocaba con Laurie Anderson y John Zorn, y que por improbable que parezca, Loutallica supera. Una meditación sobre la fragilidad de la vida y la paternidad, es la mejor narrativa de ese estilo que ha firmado Lou desde “Street Hassle”; la prueba que hay vida y emoción en el corazón de la bestia, que este sistema planetario de horrores tiene alma… y es hermosa. Dicen que al terminar de grabarla, Hammett, Ulrich y Hetfield, que perdieron recientemente a sus padres, no pudieron contener el llanto. ¿Qué puede ir mal con un disco que hace llorar a Lars?

PJ Harvey - “Let England Shake”

La pretensión mata, pero bien manejada te puede hacer inmortal. La Faustiana advertencia le sobra a PJ Harvey, que con “Let England Shake” ha estampado su firma en el libro grande de la historia del arte. No es para menos, pues ha dominado de principio a fin el 2011, blandiendo un disco que es un objeto extraño –pero magnífico– entre el Guernica y Pentangle, “Los Desastres de la Guerra” y Kurt Weill, una obra de arte por encima de cualquier anclaje temporal o estilístico.

A esta altura ya poco nuevo se puede decir de “Let England Shake”, pero si lo de PJ Harvey no es genio, ya es proverbial: hacer poesía en la carnicería de estos tiempos. Y ese es el punto, éste no es un disco protesta, de canciones tópicas como las que compusieron por acá en apoyo al TIPNIS (eso es mierda, disculpen la digresión). El arte de Harvey está en mirar al otro lado de la ventana y encontrar las palabras perfectas para decir que entre las filas de jóvenes desempleados de hoy y las trincheras de Galípoli, no hay tanta diferencia. Sacar, incluso, al autor de en medio e interpretar las cosas sincrónica y diacrónicamente.

Con todo, “Let England Shake” es un disco difícil, que espantará a rockeros, indies y hasta viejos fans con sus samples raros y esa voz de banshee victoriana que Polly adoptó de “White chalk” a esta parte (“Let England Shake”, “The glorious land”, “Written in the forehead”). Hasta las canciones que tienen una estructura más usual (“The last living rose”, “The words that maketh murder”, “All and everyone”) están lejos de ser inmediatas, siquiera tarareables. Mayor el mérito, pues que público y críticos estén dispuestos a replicar el esfuerzo creativo/interpretativo insumido en el disco, no es algo que pase todo el tiempo.

“Canciones de amor y odio a Inglaterra”, ese es el motto de un disco tan inglés y atrapante que no sorprendería que fuese el causante de las revueltas londinenses de julio pasado. ¿La imagen del año? PJ Harvey tocando “Let England Shake” en el mismo programa de TV que Gordon Brown a finales de 2010, para 10 meses más tarde regresar al mismo show, con las mismas canciones, pero con David Cameron como nuevo primer ministro. Parafraseando un viejo slogan de éste diario: el tiempo pasa, el arte de verdad pesa.

Tom Waits - “Bad as me”

Como un viejo lobo de mar, Tom Waits se sabe todos los trucos. Y esa es mitad de la batalla, pero cuando se combina mañana con personalidad y veteranía, damos con el premio mayor. Aunque claro, Waits hace sus discos para escucharlos encerrado en autos abandonados, en bares de trasnoche mientras esperamos colarnos en el próximo tren, al abrigo de esos callejones tan amigos de los vicios. Por eso, y porque Tom Waits es un tipo incapaz de hacer un disco malo, se celebra tanto su nuevo álbum en siete años.

“Bad as me” comparte mucho con el último Bob Dylan, pues es un disco de blues mutante y ajeno a demarcaciones temporales. Caprichoso y muy, muy propio. Por ello está profundamente enraizado en su obra pasada (“Talking at the same time”, “Bad as me”), y aunque es poco arriesgado en sus exploraciones sonoras, se permite guiños como un doo woop con percusión Reichiana (“Raised right men”) o esa marcha-shanty de ritmos violentos que es “Hell Broke Luce” –acaso la mejor canción del disco. Es verdad que como totalidad, el disco se hace algo disperso, pero probablemente sea la mejor colección de canciones que ha entregado Waits desde “Rain dogs”.

Menos en la onda de jazz de Nueva Orleans de sus últimas canciones, “Bad as me” se vuelca al blues eléctrico en un perfecto trabajo de ingeniería compositiva, pues si bien sus canciones no aspiran a la solidez grandilocuente de la era “Frank’s wild years” o a las operetas del periodo 90s-00s, no desentonarían en el Great American Songbook (“Back in the crowd”, “Kiss me”), ni renuncian a las texturas de jazz estilo bar-de-mala-muerte como en el clásico “Heart attack and vine”. Gran parte del mérito es de los músicos que acompañan a Waits, entre los que resalta su lugarteniente Marc Ribot, que consigue la hazaña de hacer sonar su guitarra como algo salido del catálogo de Chess Records (“Get lost”, “Chicago”).

Regalándonos blueses pendencieros o baladas con fritura de vinilo añejo, se ve que Tom Waits está encantado de ser Tom Waits. No tiene que pedirle permiso ni disculpas a nadie. No le hace falta reinventarse, no necesita trucos ni afectación. Todo lo que necesita para ponernos contentos es que haga lo que sabe hacer mejor. Ese es el punto. Y nosotros encantados de poder aullarle a la luna en compañía de un viejo bastardo. Pues como decía Roberto Carlos, sólo los caballeros de verdad saben cuándo ser finos (la Dean Martinesca “Pay me”) y cuándo chabacanos (el guiño a “Auld Lang Syne” en “New Year’s Eve”). Todo en su justa medida.

Oneohtrix Point Never – “Replica”

Daniel Lopatin es el Deckard de nuestra memoria colectiva. Ya muy por encima de la parcela del pop hipnagógico, Lopatin se consagra con “Replica” como un artista de las impresiones sonoras, un escultor aural, un tipo que compite consigo mismo y sanseacabó.

La historia de “Replica” es bien conocida. Lopatin convirtió en samples rastros de vídeos de publicidades que bajó del internet y los utilizó como soundscapes encontrados al componer este disco. Así puso pedazos cotidianos e incidentales de puro sonido, de expresión tan fantasmal como vital, al servicio de sus exploraciones kosmische en la onda de Tangerine Dream o del Herbie Hancock más abstracto. Suena raro sobre papel, pero el resultado es espectacular y conmovedor, pues hoy lo más cercano a la experiencia mística que tenemos nos lo da la tecnología –¿O no tuvo un claro gustito mesiánico el deceso de Steve Jobs?

Gracias a ese modus operandi tan peculiar, hay en las canciones de “Replica” algo evocador pero distante, retazos de belleza aleatoria (“Sleep dealer”, “Nassau”), vibraciones cercanas a la música abstracta del siglo pasado (“Power of persuasion”, “Child soldier”), ambient de alto vuelo (“Remember”, “Up”, “Explain”) y hasta atisbos orgánicos (si me dicen que “Replica” es de Keith Jarrett…). En un año en el que el paradigma de autor de soul digital para muchos fue James Blake, nosotros preferimos jugarnos por Lopatin y su sofisticación cerebral. Estamos convencidos de que, cuando los bajos gordos y el falsete deforme de Blake pasen de moda, “Replica” seguirá siendo un clásico tan reverenciado como “E2-E4”. Y esto lo tenemos claro gracias al (apenas) segundo disco de OPN, con el que se hace indudable que Lopatin no es un compositor discotequero, sino de esos sobre los que escriben su tesis doctoral los Zizek del futuro cercano. Ya veremos.

EMA - “Past life martyred saints”

¿Se le puede dar una vuelta de tuerca a formas tan probadas y curtidas como las de folk? Erika M. Anderson, con el debut del año como evidencia, nos demuestra que sí. Claro, a diferencia de Dan Lopatin, que se mira en el espejo de John Cage o John Maus que de grande quiere ser Alain Badiou –es decir, tipos de aspiraciones teórico/intelectuales–, EMA es una chica punk que guarda como máximo trofeo una foto con Danzig. True story, bro.

Dueña de una voz poderosa y bien apoyada por una guitarra muy Spacemen 3, las canciones de EMA tiene una belleza imperfecta y cautivadora. De raíz tan bluesera (muy evidente en “The grey ship”, un spiritual que muta en una joya coldwave, o en esa maqueta grunge que es “Anteroom” o incluso la bluesy “Milkman”) como velvetiana (se acompaña de una viola eléctrica), lo suyo pega por el lado generacional e intimo (“California”) cuando no está aspirando a la catarsis más pura (“Red star”, “Butterfly knife”). Sí, algo muy parecido a la versión femenina y post-millenial de Bill Callahan.

Lo de verdad refrescante es que una artista tan joven intente romper con el punk –muleta muy mal utilizada por músicos medianos, con ganas de verse cool– y en cambio aproximarse al folk y al country-blues, para nada el camino más obvio. Su talento para escribir himnos de drama y abrasión emocional es el rozón de un disco enorme, que consigue algo verdaderamente difícil in this time and age: renovar formalmente un género. Y aunque hay mucho ripio de cantautor torturado e incomprendido en sus letras (¿pecados de juventud?), podemos apostar que no será la última vez que hablamos de ella. ¿O no se acuerdan de una tal Polly Jean Harvey, que comenzó más o menos así?

Fucked Up - “David comes to life”

La historia de Fucked Up puede sonar a un guión de Penelope Spheeris. Un grupo de amigos que se habían conocido en la escena hardcore/ punk canadiense desde sus primeros años de adolescencia decide formar una banda; comienzan los primeros conciertos en lugares pequeños, cargados de caos y locura juvenil, hasta que luego de muchos años en el camino les llega el momento de su consagración.

Desde el 2007 que el nombre de Fucked Up comenzó a sonar en los medios como la “salvación” de un punk rock muy venido a menos desde los primeros años de la década del 2000, esto muy por culpa de esos, tan graciosos como patéticos, “middle class punk rockers”. Sí, mientras Mark, Tom y Travis se divertían diciendo la palabra “caca” en el escenario, Fucked Up creaba a su propio Frankentein: David.

La vida, pasión y luto de este obrero de fábrica, cuya vida se narra en un disco con ambición digna de Jonathan Franzen, es la consagración de los canadienses. Un día cualquiera tu vida puede cambiar y la de David cambió cuando una activista de izquierda le entregó un manifiesto para que luche por sus derechos. Comenzaron a salir y David ampliaba los caminos de su pensamiento y su corazón, hasta que un día un atentado reivindicativo salió mal y David se quedó solo, fin de la primera parte del disco –una ópera punk que combina “Zen Arcade” con “Suffer” de Bad Religion.

La segunda parte de “David comes to life” cuenta la historia de David y su lucha por levantarse luego de haber perdido a su único gran amor; la batalla interna por no caer en el abismo de la desolación y cómo regenerarse a partir de las cenizas de uno mismo. Un manual perfecto, veloz y necesario.

St. Vincent - “Strange mercy”

“Querida Annie, tapia puertas y ventanas que decenas de geeks indie/pretendientes vienen por ti”. Gran guitarrista, mejor cantante, muy lista, fan de Big Black y encima linda. Los que con “Actor” ya le había dedicado a la de Texas un altar privado –o llevado su foto al Curaca Blanco–, con este disco seguro que pasaron de la infatuación al amor desenfrenado. En serio. Y no son pocos.

Sin ser una cultora del ruidismo, Annie Clark tiene las lecciones noise muy bien aprendidas, y por eso se propone romper con los clichés machistas y hacerle a las guitarras indie cosas que no sufrían desde “Loveless” –por lo menos. Su apuesta para ello es la versión boligoma del estilo Adrián Belew (“Chloe in the afternoon”, los solos de “Cruel”, “Northern lights”), un logrado experimento que suena a todo menos a una guitarra. Ojo, eso no significa que Clark deje de lado la sutileza o las habilidades pop, más que saldadas con la magnífica “Strange mercy”, una canción que vale por todo lo que hizo Feist desde 2006.

En realidad, lo que Clark propone es una aproximación femenina y post-hipster de lo que David Byrne y los Talking Heads hicieron con el rock de los setenta (“Cheerleader”, “Hysterical strength”), aunque también hay momentos muy Kate Bush (“Neutered fruit” o la dancy “Cruel”, que combina las cuerdas Disney con el africanismo, candidata a canción del año) en el disco. De hecho, “Strange mercy” rebosa épica, o más que épica, elación (“Northern lights”, “Year of the tiger”). Pero hay más. Donde Clark da un verdadero salto cualitativo es en el apartado lírico, pues ha aprendido a tratar la emoción con distancia –señal de madurez compositiva. Por eso, sin jamás recurrir al golpe bajo de la primera persona o a lo prosaico del indie pop, Annie nos entrega un estupendo lote de canciones de amor para parejas inteligentes.

The Horrors - “Skying”

Si con su segundo disco el quinteto inglés pasó de sospechoso hype a ser el grupo mimado de los amantes del rock experimental, “Skying” los tiene que posicionar como una de las fuerzas creativas (y populares) más importantes de esta década. Dejando de lado las fijaciones más noise y post-punk de “Primary Colours”, The Horrors explotan ahora un pop manicurado con el esmero de los primeros Simple Minds, en el que por venerar las melodías épicas no pierden su distintivo sentido del peligro. La mejor prueba de esto la encontramos en “Still life”, posiblemente la mejor canción del año, una maravillosa catedral pop que hace supera sin esfuerzo los grandes hits de finales de los ochenta.

Pero si esa evolución hacia la grandilocuencia era de esperar, lo que sorprende es su abrazo a los Suede de “Dog man star” (“You said”, “Dive in”, “Oceans burning”) y lo mejor de las secciones rítmicas más baggy (“Changing the rain”, “Endless blue”, “Wild eyed·”). Claro que también están los sintetizadores al mejor estilo Tangerine Dream, su amado y potente neo-krautrock psicodélico (“Moving further away”, “I can see through you”) y hasta una curiosa actualización de Ziggy Stardust por la vía de My Bloody Valentine (“Monica gems”). Lo cierto es que ya no sorprende que Faris Badwan y los suyos suenen más finos, navegando con arte y profesionalismo por los océanos noise. Ha pasado muy rápido, pero The Horrors se han convertido en una banda que, como LCD Soundsystem, consigue ir mucho más allá de las referencias cool y está camino a construir ese gran disco que los consagrará como actores protagónicos del pop experimental.

Girls - “Father, son, holy ghost”

Si con “Album” (disco del año para La Ramona en 2009) parecía que el indie había dado con la figura mesiánica que sin éxito perseguía desde 1994, “Father, son, holy ghost” corrobora a Christopher Owens como mucho más que un carismático sujeto con una rocambolesca historia personal. Cierto que ya se lo intuía así con su maravilloso EP “Broken Dreams Club” (2010), pero ahora ya no caben dudas de que el talento compositivo de Owens aún no ha explotado y que, si se le da el tiempo y recursos necesarios, tiene muchísimo para ofrecer.

Sin más, “Honey Bunny” y “Alex”, las dos primera canciones del disco, lo tienen todo para ser hits del año. Los ecos surferos, la letra confesional/adolescente/melodramática, los guiños indie, la más tierna y vulnerable lujuria, la medida onda retro… De ahí en adelante, Girls siguen demostrando su versatilidad estilística extrema, pero se pierden al intentar encontrar el modo de crecer como banda sin menoscabar su habilidad para conectar en lo íntimo. Tarea complicada que todo un Rivers Cuomo, por decir algo, nunca pudo superar.

No todo es negativo, pues el disco nos descubre el talento de Owens para escribir potenciales hits de soul sesentero (“Love life”), folk al estilo Carole King (“Forgiveness”) o su madera de imitador de George Harrison (“Magic”, “Just a song”, en “Myma” se presta hasta el slide). Ya tenemos con eso un balance positivo de “grandes canciones”, pero todo lo estropean indulgencias innecesarias (“Die”) y experimentos que no terminan de funcionar (“Vomit” pega pero ni de lejos es “Hellhole Ratrace”, todavía la mejor canción de la banda). Así, su grandísimo disco debut sigue marcando el techo de la banda –aunque tendremos que admitir que también tenía mucho relleno–; quedando “Father, son, holy ghost” como un disco radiante y disfrutable, pero mucho menos de lo que Girls nos puede dar.

John Maus - “We must become the pitiless censors of ourselves” / James Ferraro – “Far side virtual”

Era imposible que un catedrático de ciencia política, que titula su álbum con una frase de Alain Badiou, no entrase en esta lista. Pero si Maus ya había reunido fanáticos circulando papers sobre música contemporánea u ofreciendo performances de exquisita excentricidad, “We must become the pitiless censors of ourselves” le permitió dar el salto de popularidad hacia una masividad periférica, que comparte con todo un Ariel Pink. Para lograrlo Maus blinda su poderosa red conceptual con un synth-pop excepcional, en el que la música tiene que ser el doble de atractiva para funcionar, dado que Maus ni intenta cantar y más bien masculla frases deformadas por efectos o balbucea medias palabras a una cámara de eco, antes que vocalizar. Enterarse de su mensaje es, no queda otra, cuestión de sumergirse en su música. Y si Hidrogenesse –otros intelectuales que curten el tecnopop– apuestan por la parodia, John Maus se confía a la excitación sensorial. En efecto, para disfrutar su disco no hace falta ponerse lentes y audífonos, menos tomar notas. Hay que quitarse la camisa y dejarse llevar por una música tan profundamente sensual como el mejor texto de Foucault.

Lo de Ferraro es otra cosa: gloria MIDI al mejor estilo “Windows 95”. Podría ser la ocurrencia de un DJ cualquiera, pero lo que hace destacar a “Far side virtual” es su pionero vistazo a la (todavía próxima) fantasía retrofuturista que construimos en la última década del Siglo XX, ya con PCs e internet en nuestros hogares. Sí, en el pináculo del capitalismo, cuando se suponía que la historia se había terminado y todo eso. Y así como Daniel Lopatin juega con la memoria de nuestro subconsciente, Ferraro trabaja con el sector de nuestros cerebros que recuerda la enciclopedia “Encarta”, el sonidito de los módems dial-up, los lentes de realidad virtual, los conciertos de Jean Michel Jarre y la animación computarizada pre-Pixar. Dada la hiperproductividad de Ferraro, el disco no puede evitar sonar excesivo y desaforado, como necesitando una segunda lectura para convertirse en lo que el talento de su autor promete. La contracara de la moneda que tiene al reflexivo y profesorial Maus del otro lado, pues.