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RECORDANDO A ALGUNOS DE LOS ARTISTAS QUE NOS DEJARON A LO LARGO DEL AÑO QUE CONCLUYE

Los que se fueron en 2011

Los que se fueron en 2011



No están todos ni son los mejores. Son apenas algunas de las personas del arte y la cultura que partieron en este año. Su presencia en estas páginas pretende testimoniar el homenaje que ya les tributamos en su momento (con fragmentos de textos ya publicados), enmendar la eventual indiferencia de las que fueron víctimas (con textos inéditos) y, desde luego, dar cuenta, aunque someramente, de sus vidas y obras.



Los ojos que hipnotizaron y conquistaron al mundo

Elizabeth Taylor (1932–2011)

Sólo figuras como las de Audrey Hepburn, Katherine Hepburn, Marilyn Monroe, Ingrid Bergman, Greta Garbo o Grace Kelly, pueden equipararse a la de Elizabeth Taylor. Su belleza, su presencia en la pantalla, su tormentoso estilo de vida y su genuino talento actoral, han forjado una carrera de auténticas proporciones legendarias. Más allá de que su particularísimo color de ojos, se haya hecho mundialmente famoso, lo que hizo de la Taylor una actriz inolvidable no son cuestiones relacionadas con lo meramente cromático. Su belleza y elegancia rayó en algo mucho más profundo que las convenciones culturales y la genética. La magia de Liz Taylor estuvo en la conexión que mantuvo con el espíritu dramático, con la capacidad humana para ser uno y muchos a la vez, con su talento para ser una legión de personajes inolvidables.

Aunque muchos la recuerden por sus múltiples matrimonios, por su amistad con ese extraño ser llamado Michael Jackson, por sus enfermedades, por sus operaciones, por su activismo relacionado con el Sida o por haber encarnado la imagen definitiva de Cleopatra, lo que es realmente trascendente de Liz Taylor es su arte. Como lo reconoció el director manchego Pedro Almodóvar en un bello artículo publicado en El País, titulado “Maggie, la eterna”, muy probablemente su trabajo supremo fue en La gata sobre el tejado de zinc, la cinta escrita por Tennesse Williams, dirigida por Richard Brooks, en la que compartió cartel con el gran Paul Newman. Esa es mi Liz Taylor personal, la que guardo en mis íntimos recuerdos. Almodóvar escribió con brillantez: “La he visto miles de veces y siempre me ha impactado su fuerza, su belleza, su garra, su humanidad, su pasión, lo bien que le sienta la combinación y su ancestral conocimiento y tolerancia de esa cualidad tan masculina (y femenina) que es la homosexualidad”. En esta cinta se atestigua la versatilidad y el gran registro actoral de la Taylor, en ella es seductora y despechada, feroz y sumisa, victima y victimaria, frustrada y plena, despreciable y adorable, intensa y sutil. Además, hace verosímil un final poco verosímil, más ajustada a los tiempos en que se realizó la cinta, que al tenor de la obra. En el texto mencionado, Almodóvar apunta con lucidez: “La mujer que interpretó como nadie la vulgaridad hortera (Reflejos en un ojo dorado, de Huston, o su mítica ¿Quién teme a Virginia Woolf?) fue también icono de moda, modelo de mujer independiente que no escondía sus pasiones, ingeniosa, vital, inconformista. Una mujer a la que su propia importancia no le impedía poseer algo que pocas actrices guapas poseen: sentido del humor”.

Después de los años ’70 cada vez era menos frecuente verla en la pantalla grande. Se sabe, esa maquinaria que muchas veces puede ser perversa y suele ser estúpida llamada Hollywood, siente miedo y repulsión por las actrices de más de cuarenta años. Condenándonos a no poder envejecer junto a las mujeres que hemos amado y que nos han hecho sentir vivos. La muerte de Elizabeth Taylor es un poco la muerte de ese tiempo en el que Hollywood era una fábrica de sueños y no meramente una industria de espejismos. Pero, también, su muerte, como la de toda la gente de su estirpe, no hace más que confirmar su destino inmortal. Ya sea cerrando los ojos para ver las imágenes que guarda nuestra memoria o abriéndolos bien grandes frente a una pantalla, volvemos a esa mansión situada en el conservador y profundo sur estadounidense, para enfrentarnos a esa visión: el cabello corto y oscurísimo, la ropa interior blanca y larga… ¿Y el color de los ojos? Poco importa, la cinta es en blanco y negro. Lo que importa es lo que nos dicen. (Andrés Laguna)



Un tal Sidney Lumet

Sidney Lumet (1924-2011)

El 9 de abril pasado nos dejó Sidney Lumet. De eso no hay que preocuparse. Lo curioso era que, incluso quienes estaban bien enterados de su fallecimiento y hasta lo habían lamentado, no sabían bien quién fue Sidney Lumet. De ahí que la RAMONA le dedicara unas merecidas páginas al octogenario cineasta estadounidense, figura clave del cine americano de la segunda mitad del Siglo XX.

Nacido en Boston en 1924, pero neoyorquino de corazón, Lumet fue autor de un puñado de incontestables obras maestras del séptimo arte, que no pocos han visto, han disfrutado y han guardado en su memoria, pero que, eso sí, muy pocos saben quién las realizó. De hecho, suelen ser más los que se acuerdan de Al Pacino en Tarde de perros y en Serpico, o de Paul Newman en El veredicto final, o de los explosivas tramas de Doce hombres sin piedad y de Antes que el diablo sepas que estás muerto, que del casi anónimo realizador que las firmó. Y no es casual que sean más los que recuerdan a los protagonistas de sus historias o que digieren aún la contundencia argumental de sus cintas. Porque si cabe resaltar algo en particular de Lumet, tiene que ser su oficio para lucirse en la dirección de actores (no por nada empezó como actor teatral) y desplegar su solvencia narrativa al servicio de relatos política y moralmente interpeladores.

Emparentado con esa pléyade cineastas que, como Arthur Penn, Alan Pakula y Sidney Pollack, supieron volcar sobre la pantalla grande las preocupaciones políticas más peliagudas de los Estados Unidos de los sesenta y setenta, Lumet llegó a ser reconocido por su ojo certero para sacar lo mejor de sus actores y su mirada implacable para encarnar en sus protagonistas el lado oscuro de los ideales americanos. Sus obras suelen ofrecernos un viaje hacia la degradación del americano medio a manos de las instituciones y credos más emblemáticos del sistema estadounidense (como la justicia, la policía, los medios de comuniación y la familia). En sus cintas, que tienden a resolverse en desenlaces redondos pero para nada complacientes con el espectador, el hombre es empequeñecido y pervertido por las instituciones en que se sostiene su comunidad, y nunca llega a alcanzar una redención plena, sino, a lo sumo, a entregar pequeños gestos de corrección más útiles a la colectividad que a su bienestar personal. Los personajes de Lumet son, pues, apenas engranajes de una maquinaria social, política y económica perversa, que no llega nunca a ser desmontada por completo y sobre la que se puede reivindicar pequeñas victorias de dignidad.

Se entenderá, entonces, que no se trata de la partida de un cineasta cualquiera. Nos dejó un realizador único, y con él se va, como acertadamente señalaron tipos de la talla de Martin Scorsese y Woody Allen, una forma de entender y hacer un cine comprometido con el oficio cinematográfico, pero, no por ello, desentendido de su entorno social y político. Nos dejó un cineasta lúcido y prolífico como pocos, al que la crítica y la industria nunca terminaron de perdonar su pasado televisivo y su profusión fílmica (más de 40 largos a lo largo de su carrera). Un cineasta que no ganó ningún Oscar, salvo uno honorífico que recibió en 2005. Un cineasta que, sin importarle el reconocimiento de su entorno, siguió filmando incansablemente hasta que le dio el cuerpo y la mente. Un cineasta al que, por más que pase inadvertido para muchos, le sobrevive una obra de gran relevancia cinematográfica. Un cineasta que, por todo lo dicho y más, se merece el agradecimiento, la admiración y el respeto que, desde estas páginas, le profesamos. Un cineasta que corresponde saber quién fue. Un tal Sidney Lumet. (Santiago Espinoza A.)



La muñeca rota por el cine

Maria Schneider (1952–2011)

Maria Schneider fue uno de esos numerosos y invaluables símbolos de ese cine por el que sentimos tanta nostalgia. Su rostro, su voz y su presencia se hicieron inmortales cuando encarnó a la jovencísima Jeanne, en esa perturbadora obra maestra que es El último tango en París del director italiano Bernardo Bertolucci. Schneider encarnó, con intensidad y fogosidad, a una joven que tiene aventura con un perturbado viudo cuarentón, Paul (Marlon Brando en todo su esplendor creativo). En un departamento de París, los amantes no tienen nombre, no saben nada de su pasado, se aman con pasión y desenfado. Si bien Jeanne en un principio es dominada y sometida por Paul, es ella quien descubre que la relación no es más que una ilusión y quien termina con la agonía de su amante. Pocas veces una heroína conjugó con tanto talento fragilidad y fortaleza, confusión y determinación, placer y dolor, furia y alegría.

Se sabe que después del estreno de la cinta Schneider se convirtió en una estrella y en un sex symbol internacional. Tenía más que lo necesario para conquistar al mundo del cine. Pero las emociones y las situaciones a las que fue arrastrada en la película que la hizo famosa, terminaron por perturbarla y por marcarla por el resto de su vida. Así como el matrimonio de Tom Cruise y Nicole Kidman no pudo sobrevivir a Eyes wide shut, así como Jon Voight nunca más pudo adentrarse en registros emocionales similares a los logrados con su Joe Buck en Midnight Cowboy, Maria Schneider no pudo salir ilesa de los territorios a los que fue llevada por Bertolucci y Brando, que actuaron con irresponsabilidad y perversión. Transgredieron los límites y rompieron por dentro a la joven actriz. Fue una víctima de esa fuerza incontenible que puede ser el cine, de ese gesto perturbador que puede llegar a ser la creación artistica.

Aunque trabajó con Michelangelo Antonioni y Jack Nicholson en The Passanger, con David Hemmings y David Bowie en Sólo un Gigolo, con Jaques Rivette en Merry-Go-Round, con Franco Zeffirelli y William Hurt en Jane Eyre, entre otros, jamás tuvo la carrera que pudo haber tenido. Jamás tuvo la vida que seguramente quiso. Supongo que El último tango en París no valió la pena para ella, contribuyó a que su compleja historia personal sea infatigablemente atormentadora.

De todas formas, los espectadores la seguiremos recordando y soñando. Frágil, bella y letal. Esperemos que haya encontrado la paz y la armonía que tanto buscó durante toda su vida. (AL)

Un siglo con Sabato

Ernesto Sabato (1911-2011)

Ernesto Sabato nació el 24 de junio de 1911 y murió este último 30 de abril, muy pocas semanas antes de cumplir cien años, lo que no le quita su condición de hombre centenario. Condición que le permitió ser testigo y partícipe de profundos y traumáticos cambios dentro de varios procesos políticos y culturales que, dado su carácter, no lo dejaron indiferente sino que lo involucraron desde siempre con el destino de su patria y el de la humanidad entera.

En sus libros y, a lo largo de toda su obra y de su vida, Sabato dejó el sello de su profundo sentido ético, de su inclaudicable lucha en la defensa de sus ideales, de su tozudez y persistencia en la búsqueda de las grandes verdades.

Su vida alejada del mundanal ruido, transcurrió en la sencillez de su casona de Santos Lugares desde donde dejaba oír su voz cada vez que los acontecimientos atentaban en contra de los valores y los principios que él defendía. Temperamental y polémico mereció, sin embargo, el respeto de la sociedad en su conjunto y seguramente por ello fue escogido para dirigir la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, creada por el presidente Raúl Alfonsín a fines de 1983. Un año después se publicó el informe de la Comisión con el título de Nunca Más, una de las investigaciones y testimonios más tenebrosos sobre los límites a los que puede llegar el hombre.

Su impacto literario y su prestigio personal lo constituyeron como un referente intelectual y moral, en un maestro que durante gran parte del siglo XX enseñó a varias generaciones. También fue mi querido y admirado maestro cuyos libros me siguen conmoviendo con sus excesos, con sus utopías pero especialmente con su irrenunciable preocupación por los seres humanos. (Dora Cajías)

Entre diablos y ángeles

Raúl Lara (1940-2011)

En el cine boliviano es difícil reconocer la influencia de los maestros de la pintura universal y, mucho menos, de la nacional. Las razones son diversas, pero no es el objetivo de este texto tratarlas. Lo que me interesa, es recordar una secuencia particular de una película, en la que el espectro y la energía creativa de uno de nuestros auténticos maestros están presentes y humeantes. Carlos D. Mesa y Pedro Susz lo reconocieron mucho antes que yo, la secuencia de apertura de Cuestión de Fe, la extraordinaria ópera prima de Marcos Loayza, parece que hubiese sido pintada por Raúl Lara, el artista orureño que nos dejó el 22 de agosto pasado. Todo comienza con estatuas de yeso, con esos rostros inertes de santos cristianos, de Vírgenes, de frágiles Mesías. De pronto, se escucha una voz que dice: “Hermanos… hermanitos, las gordas no se enamoran, se antojan”. El tipo que pronuncia las palabras tiene el cabello largo, una gran barba. Y está borracho. Los parroquianos que están a su lado estallan en una estruendosa carcajada. El plano se abre y nos encontramos en “La Corajuda” un peculiar bar en el que los rostros humanos, se intercalan con esos tersos e impolutos rostros de las máscaras de los trajes folclóricos. En medio de una bruma más o menos violeta, hombres, morenos, ángeles y diablos, festejan sumidos en el alcohol, en una imagen lírica y mestiza, onírica y al mismo tiempo pedestre, tan fantástica como real, los muertos parecen caminar con los vivos, los seres mitológicos con los simples mortales. Las estatuillas de santos se acomodan entre las botellas de alcohol. Uno entiende que el bar “La Corajuda” es un lugar santo y hereje. Por los colores, por las texturas, por la composición, es imposible dudar de lo que intuyeron Mesa y Susz. El gran homenaje en el cine boliviano a un pintor nacional, lo hizo Marcos Loayza en Cuestión de Fe. No pude evitar preguntarle al realizador paceño si era cierto y me respondió vía mail: “A Raúl siempre lo admiré como dibujante y por su capacidad para mostrar un rostro nuestro que no estamos habituados a mostrar. Creo que siempre hice cosas para homenajearlo. O la influencia suya siempre estuvo presente en mis trabajos. En la primera escena de Cuestión de fe, fue un trabajo más consciente y a quien se le debe dar mayor porcentaje de los créditos es al director de arte José Bozo, encargado de sacralizar el bar ‘La Corajuda’, inspirado en un bar del mismo nombre al que me llevo el cortito en la ciudad de Tarija”.

Ahora que el maestro Lara ha abandonado este mundo, que es tan descolorido sin su presencia, debemos agradecer haber tenido la oportunidad de ver como sus obras contaminaron otras y las enriquecieron. Estéticamente, el cine boliviano tiene muchísimo que agradecerle, su pérdida sólo es soportable porque su obra siempre permanecerá, siempre será revisitada y, lo que es más importante, siempre germinará en la de otros. Tuve la suerte de conocer al maestro, su genuina y transparente amabilidad siempre me sorprendió. Pero lo que era extraordinario era su capacidad para mirar las cosas, para romper con gentileza el orden de un mundo violento y muchas veces estéril. Magnífico dibujante, creador de espacios y universos inigualables, genio del color, fue un verdadero artista. Siempre será extrañado. (AL)



Otra crónica de una muerte anunciada

Amy Winehouse (1983-2011)

Amy Winehouse supo despertar pasiones en su momento en la RAMONA. Pasiones de las buenas y de las malas: de las que celebraban su voz y su franqueza (y no tanto así su tormentosa vida) y de las que renegaban por el circo mediático montado en torno a sus excesos con el alcohol y las drogas. Pero, más allá de los criterios encontrados, hubo siempre una sospecha compartida: que, al ritmo desenfrenado en que se conducía, el frágil cuerpo de la cantante británica no soportaría mucho. Su historia estaba condenada a ser, en palabras de Adriana Campero, “otra crónica de una muerte anunciada”. Y así fue. Winehouse fue hallada muerta el 23 de julio, en su residencia en Londres. Las razones de su fallecimiento fueron las previsibles. Asumiendo que la mejor forma de recordarla sería desde aquellas lecturas que se hicieron de su vida y su obra en presente, cuando todavía estaba viva y su muerte no obligaba a nadie a conmiserarse con su destino ni a lanzarle loas póstumas, publicamos un artículo de Adriana Campero, publicado originalmente en 2007, del que, a continuación, publicamos un fragmento.

La historia musical de Amy no es corta, pues a pesar de tener sólo tiene un disco antes de este: Frank (2003), ella empezó a trabajar de manera profesional como a los 16 años. Antes estuvo en varias escuelas –una de teatro-, en las que tuvo bastantes problemas con su comportamiento, que llegaron incluso a las expulsiones. Luego de fundar algunos grupos como en “juego” –uno de ellos de rap, a los diez años-, firmó un contrato y empezó a tener éxito –con Frank tuvo un par de canciones entre los primeros lugares de las listas de popularidad-; pero con Back to Black recién tuvo reconocimiento internacional. Lo interesante de este disco es su hipocresía: Amy canta sus penas disfrazadas con ritmos pegajosos, habla de separaciones, desamores, problemas con el alcohol, despertares solitarios con la parte más animada del jazz, soul y R&B. Claro que tiene canciones absolutamente melancólicas –”Me and Mr. Jones” o “Love Is a Losing Game” -, pero la mayoría de las canciones son caretas para su tristeza. (Adriana Campero)



El trovador de sus aventuras

Facundo Cabral (1937-2011)

Trovador, juglar, poeta, admirado cantautor. Trotamundos, aventurero de guitarra al hombro. Suerte de gurú espiritual de la música, “maestro”, según le decían sus miles de admiradores. Entre las muchas definiciones que podían caberle a Facundo Cabral, la más precisa fue quizá la que él mismo se dio: “Un narrador de historias, viajes, sueños, pesadillas”. Cabral perteneció a una raza de artistas de las que no abundaron: aquellos cuyo arte estaba en directa relación con la experiencia vivida y acumulada, o más precisamente, se nutría de ésta. Las circunstancias de su muerte ( asesinado el 9 de julio de 2011 en la ciudad de Guatemala, víctima de un atentado aparentemente dirigido al empresario que le acompañaba en un automóvil rumbo al aeropuerto) muestran la vigencia que mantenía el cantautor en toda Latinoamérica. Será recordado por temas que fueron himnos unas décadas atrás, canciones con la capacidad de transmitir un mensaje humano amplio y abarcativo, contendor de las diferencias: “No soy de aquí, ni soy de allá, y ser feliz es mi color de identidad”. “Pobrecito mi patrón, piensa que el pobre soy yo”. “Vuele bajo, porque abajo, está la verdad”.

Cabral había nacido el 22 de mayo de 1937 en La Plata y contaba que este nacimiento se había producido, literalmente, en la calle. El relato que hacía de su infancia variaba en los detalles, pero mostraba que todo le había sido dado para que su vida fuera otra cosa. Su padre lo abandonó antes de nacer, junto a su madre y siete hermanos. La familia emigró a Tierra del Fuego, donde vivió sus primeros años. Fue un chico de la calle, analfabeto y alcohólico, pasó por reformatorios y cárceles. Contaba que a los nueve años escapó de su casa para llegar a Buenos Aires. Quería conocer al presidente, porque sabía que “les daba trabajo a los pobres”. (Karina Micheletto, Página 12)



El día en que el mundo volvió a quedar patas para arriba

María Elena Walsh (1930-2011)

Verano imperdonable, con la tristeza embotellada en los ojos, en el cuerpo. El país está de riguroso luto. Las niñas y los niños de ayer, las mujeres y los hombres de hoy que siguen cantando a coro a Manuelita que vivía en Pehuajó tienen una pena infinita. Esas voces ahora se quiebran –la congoja siempre desafina– cuando intentan completar lo que hizo la tortuga: un día se marchó. “¡Qué de campanas en la sangre siento/ cada vez que me olvido de la muerte!/ Pero sucede que ella no me olvida”. Estos versos, pletóricos de exquisito dolor adolescente, pertenecen al primer libro que publicó María Elena Walsh, Otoño imperdonable, en 1947. Prologaban, con la energía desmesurada de los primeros pasos, la obra de una artista genial, tan fuera de serie que todo lo que tocaba –poesía, narrativa, música, dramaturgia– devenía inmediatamente en oro. Tan fuera de serie es –en presente, porque su inmenso legado no admite el pretérito– que considerarla un “icono nacional, “prócer cultural”, “blasón de casi todas las infancias”, “un mito o patrimonio de la Argentina”, es recitar –de memoria– una seguidilla de lugares comunes de la lengua contra los que ella luchó hasta pulverizarlos. La muerte no se olvidó de ella. Aunque se deseó que la noticia se hiciera humo, como un mal presagio, el 10 de enero pasado murió María Elena o la Walsh –como prefiera cada lector–, a los 80 años, “luego de una prolongada internación y como epílogo de padecimientos crónicos que la aquejaban”, según indicó el parte emitido por el Sanatorio de la Trinidad. (Silvina Friera, Página 12)