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Los pastiches de Richard Brautigan

Los pastiches de Richard Brautigan



Por estos días aguanto la falta de tropismos gracias a dos vicios que me corroen el coco y por añadidura corren rápido: uno, que me siguen gustando sobremanera los escritores raros, marginales, semidesconocidos, menospreciados (o sólo apreciados por pocos); los cuales suelen ser, cual más cual menos, esforzados militantes de su afán por expresarse... En función de ese vicio, tiendo a enfocar esta columna, que se supone dedicada a los libros de memorias y de viajes, de manera más bien díscola. El otro vicio tenaz es que tiendo a (sobre)valorar la literatura del último tercio del siglo XX, tal vez porque las modas han dificultado su apreciación crítica. El mercado no permite la distancia, no le interesa la venta de rezagos. Y, bueno, en función de esos mismos vicios, reflexiono sobre mi propia obra narrativa, que empezó a publicarse a principios de los 90 (aunque sigo en la corriente, corrijo y acurruco media docena de manuscritos) y que, por cierto, se alimentó de productos de las décadas anteriores. He estado dándole, pues, a obras y autores que considero importantes de recomendar a los/las lectores/as de la Ramona, más allá de la contingencia.

Por todo lo anterior me voy a permitir reseñar tres libros de un escritor, Richard Brautigan (1935-1984), quien tuvo su momento de auge en plena efervescencia del hippismo, y que de repente cayó en un relativo olvido. Cayó junto con el radicalismo ecologista y político de los años 60 y 70 en su país, Estados Unidos. El postmodernismo de los 80 lo ensalzó y la mercadotecnia de los 90 lo hundió. Brautigan se suicidó a los 49 años. Había sucumbido al alcoholismo, puesto en la cárcel en varias ocasiones por desórdenes, metido en un hospital psiquiátrico donde lo sometieron a electroshock, en fin una vida movida. Su principal obra se titula Trout Fishing in America (1967), un libro de culto, un manifiesto imperdible de la contracultura de la época. Pero las traducciones, que se prodigaron en algún momento, pasaron con el cambio de siglo a las mesas de liquidación, a las fire sale como se dice en inglés, una metáfora del infierno en el mercado del libro. Richard Brautigan publicó once novelas y un volumen de cuentos no más, aparte de abundante y bella poesía.

Pues durante los años 70 Brautigan se mandó tres novelas de maravilla, a una década de su gran éxito de los 60. Tres pastiches, respectivamente del género de horror, de la literatura erótica y de la novela negra. Se titulan “El monstruo de Hawkline. Un western gótico” (1974), “Willard y sus trofeos de bolos. Un perverso misterio” (1975), y “Un detective en Babilonia. Novela negra” (1977). Las rescaté de una canasta de saldos. Les cuento de qué tratan para que las busquen y las lean si es posible; las recomiendo calurosamente. Pero antes un detalle metodológico: ¿cómo abordar la crítica del pastiche? Porque ése es el problema. Pastiche: la palabra en español viene del francés, la cual a su vez deriva de la palabra italiana pasticcio, que por supuesto significa una mezcla de pastas (tortas o fideos) que no es una ni otra. Lo cual resulta por cierto de mala calidad o de sabor mediocre, inferior a los originales. Aplicado a la literatura, el pastiche puede considerarse una imitación (plagio) o un homenaje. No siempre son obras desastrosas, hay ejemplos de pastiches rescatables. El joven Proust escribió algunos, antes de su obra magna.

En el caso de las novelas de Brautigan que comentamos, son homenajes bastante bromistas a los respectivos géneros populares, una visión postmoderna que el autor prefería, antes que embarcarse en la literatura llamada seria. Brautigan no se ensaña en todo caso. No pretende condenar a los géneros populares sino forzarlos con un estilo propio, ideado por él, para obtener un resultado tan atractivo como los originales y que a la vez potencie el simulacro. Ese estilo es el llamado minimalismo, quizá la corriente más interesante de la narrativa norteamericana del último tercio del siglo pasado (Bukowski, Carver). El minimalismo es la economía de recursos, las frases breves, la concentración del lenguaje en significados densos, la concentración de la trama en episodios significativos. El minimalismo es la prosa escueta, dura y sin adornos. Pero es también la yuxtaposición de elementos incongruentes, la reducción de los lazos causales y lógicos a elementos puramente secuenciales, la reformulación del lugar común, la distancia estética, la ironía y... la parodia.

En las tres novelas pastiches, el minimalismo de Brautigan alcanza su más brillante chispa gracias a su habilidad para reducir una historia a sus factores esenciales, dentro de los códigos de género, cuya facilidad intrínseca le sirve para desarrollar símbolos complejos e imágenes inéditas con los términos más sencillos. Con ello demuele las hipocresías del lenguaje, rompe con los convencionalismos de la sintaxis que esconden mensajes alienantes, introduce su concepto del humor (tan raro en la mejor literatura) para distanciar al lector de la simplicidad de su estilo, juega con las sorpresas y hace cambios de ritmo que aceleran o lentifican la trama. Introduce historias dentro de las historias, retrocede al futuro y avanza hacia el pasado, al tiempo que desordena el presente del relato. El lector se sumerge pues en un juego de acertijos, el cual constituye una forma del goce de la lectura que algunos pueden lograr si y sólo si se entregan a ese juego.

En “El monstruo de Hawkline” asistimos de una historia del oeste que consiste en la búsqueda y aniquilación de un engendro de la ciencia que dos cowboys casi mellizos emprenden a pedido de dos damas también idénticas. El monstruo es básicamente luz y se aloja en el sótano de una casa en la montaña. Es perverso y le acompaña su sombra. No es el único juego de dobles en la novela. He allí el tema grave y complejo: la dualidad. Brautigan la vivió en su corta vida, desagarrado entre la locura y la ideología, el goce y el sufrimiento. En “Willard y sus trofeos de bolos” hay varias historias paralelas unidas, una la de una pareja que por haber contraído una enfermedad venérea se dedica a juegos sadomasoquistas; otra pareja, de vecinos, se dedica militantemente a mirar televisión, en tanto una tercera pareja, esta vez de hermanos, recorre los Estados Unidos tratando de recobrar los trofeos ganados en campeonatos de bolos, robados misteriosamente, mientras Willard, un enorme pájaro de papier maché, vigila los trofeos de la discordia. Bueno, y la tercera novela es “Un detective en Babilonia”, mi preferida, lo confieso. C. Card es el más barato y laxo de los detectives privados de San Francisco. Si Sam Spade o Philip Marlowe no están disponibles, se puede recurrir a Card. Es eficaz, tal vez, si alguien le presta dinero para comprar balas para su pistola; y siempre que no ande en Babilonia. No físicamente, claro, sino que el hombre tiende a evadirse, a soñar con las delicias que hay en la tierra de su amigo Nabucodonosor. Allá en Babilonia es la superestrella que no puede ser en casa...

En las tres novelas se avanza con capítulos cortísimos, de títulos aparentemente inverosímiles, que advierten de los vaivenes de la trama. Y el conjunto es divertido, absurdo, cachondo e inteligente. Incomparable Richard Brautigan, pastichero de lujo.

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