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  • Diario Digital | miércoles, 24 de abril de 2024
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IN-CO-RECTUS

Indulto para el insulto

Indulto para el insulto



Insultar al prójimo es un derecho inalienable. Que los timoratos políticamente correctos, los comités de protección de la virginidad de la “ética”, los censores moralistas y agrupaciones ideológicas altamente resentidas, hayan confinado el oficio de insultar a la penumbra de lo “incorrecto”, honestamente me vale madre. El insulto es una conquista altamente ilustrada que se practica desde tiempos inmemorables y, a diferencia de la brutalidad física, no proviene del instinto animal sino del ejercicio de la racionalidad. El “ideos-logo” (o insulto), según el franchute Bourdieu, se presenta en el plano de la mera horizontalidad cuando no existen jerarquías en la tenencia de capitales simbólicos, en la lucha que establecen los sujetos en conflicto. ¿Entienden? Insultar es (DRAE, dixit): “Ofender los sentimientos o la dignidad de alguien, especialmente con palabras agresivas”. Definición que implica uso del lenguaje, o sea de aquello que los animales y las plantas todavía no tienen. El insulto es, además, un exquisito recurso literario en el debate público. Lo fue siempre. Así que, con su permiso, me cago olímpicamente en los consejos de los coleguitas que me recomendaron no insultar, y pongo a disposición de los tribunales de ética esta columnita incorrecta. Total, para lo que sirven los tribunales. ¿Qué van hacer? ¿Llamarme “seriamente” la atención? Háganlo, putos.

Recuerdo una anécdota de la extraordinaria Sor Juana Inés de la Cruz, narrada por el igual extraordinario Octavio Paz. Parece que la monjita en cuestión -de formación y talento envidiables- cierta aciaga noche se había dirigido a su superiora, que se encontraba parloteando sobre temas que no conocía, de la siguiente manera: “Madre, no debería usted opinar sobre temas que no conoce. Queda usted como una tonta”. La superiora pegó el grito al cielo. Se quejó al Obispo. Pidió la expulsión de sor Juana. El Obispo le respondió sabiamente: ¨En ese caso, le dijo, tendrá que demostrar que usted no es una tonta”. Ahora es al revés. Si haces notar públicamente la estupidez de alguien… ¡Te piden explicaciones a ti! En el escabroso territorio mediático, los censores y los éticos, suelen ser tolerantes con los frívolos, con los banales, con los tendenciosos, con los maniqueos, con los hijos de puta. Libertad de expresión, dicen. Pero cuando utilizas “palabras agresivas” contra alguien que se lo merece, reprimenda y censura. La prostituida libertad de expresión no implica que todas las opiniones sean valederas. Hay unas mejores que otras. Y hay otras francamente estúpidas. Ante una de esas, decirle estúpido al que las dijo no constituye pues un insulto… más bien es una definición. Insultar, empero, requiere talento.

Quevedo fue el dios. Negros, mulatos, moros, “nuevos” cristianos o judíos conversos al cristianismo llamados “marranos, viejas y sodomitas” fueron blanco de su pluma. Pero el que salió mal parado fue don Luis de Góngora, con quien desató debates encendidos plagados de ingeniosos insultos. Lo acusaba constantemente de judío con décimas hilarantes como: “¿Por qué censuras tú la lengua griega/siendo sólo rabí de la judía/cosa que tu nariz aún no lo niega?”. O: “Yo frotaré mis obras con tocino/porque no me las muerdas, Gongorilla”. Y cuando don Luis le contestó haciendo referencia a la cojera del agresor, Quevedo, altivo, díjole: “Yo cojo, no lo niego, por los dos/tu, puto, no lo niegues por los tres”. Siglo de Oro se llamó ese período fértil de la cultura española, nuestra herencia. Y sin ir más lejos en la ejemplificación, todavía es motivo de admiración la pública polémica sostenida por los bolivianos Díez de Medina y Tamayo. El primero llamó al otro “mestizo” y el otro salió airoso con la contundencia de su respuesta: “Triplemente cretino”, le dijo. Cabe recordar que ni Góngora ni Díez de Medina se fueron a lloriquear a tribunales de ética por la agresión sufrida con palabras hirientes. Cosa que no habría dado resultado porque los tribunales de ética preocupados por el “respeto y la tolerancia” son producto exclusivo de los últimos años de maricona hipocresía políticamente correcta.

Así que, pues, vayan algunas recomendaciones. La primera y elemental forma del insulto es a través de la palabra soez. Cualquier mala palabra puede ser ofensiva siempre y cuando se la use correctamente y con adecuada entonación. Cuando los usos locales son insuficientes, la Asociación Mundial del Insultador Compulsivo recomienda la trasmutación geográfica. Por ejemplo, yo suelo prestarme vocablos propios de los españoles que los aprendo en las columnas de Perez-Reverte. Así, amplié mi gama de improperios con lindezas como “Tonto del Haba”, “Tonto del Culo”, “Soplagaitas”, “Soplacirios” y otros. También suele ser eficaz la deformación de los adjetivos, como hace Paulovich con la palabra cojudo, por ejemplo, cuando la convierte en un sofisticado vocablo igualmente hiriente y de fineza casi latina: “Coxuter”, dice. Si se los trabaja bien, incluso ciertos arcaísmos resultan placenteramente ofensivos en la medida que se planteen con ironía. Así, bruto, tonto, gil y otros aparentemente inocuos, usados en el momento preciso y dichos con aire de suficiencia pueden desencadenar sendos procesos y debates. Pruebe con la palabra “opa”, querido lector, éxito garantizado sobre todo cuando se la dice en el cierre del texto.

Otra veta abierta para el insulto constituye la fauna en general. En realidad cualquier bicho que habite la faz de la tierra puede ser un potente elemento para herir y ofender al prójimo. Sin embargo, uno en particular es de una efectividad comprobada: Asno. Útil para referirse a pseudo intelectuales, artistas en general, periodistas y académicos de pacotilla, el “asnear” a alguien le hará merecedor de un edificante odio por parte del sujeto afectado. Le aseguro que rebuznará improperios durante semanas y usted quedará enteramente satisfecho. Porque finalmente ese es el fin que mueve a ejercer el derecho al insulto ¿no? El sentirse satisfecho por desenmascarar al hipócrita y al imbécil. Así que, no se dejen desanimar por el modelito correcto de mundillo hipersensible que estamos queriendo edificar. El lenguaje tiene palabras para todo y se hicieron para usarlas. Con buena fe pero también con rabia, porque si el lenguaje estuviera exento del hecho pasional, entonces no existirían frases como “te amo” ni tampoco seríamos capaces de mandar a los correctos a la mierda. Por boludos y cretinos, digo.

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