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  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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LOS VIEJOS, DE MARTÍN BOULOCQ, SE EXHIBE EN EL CINE NORTE Y EN EL CAFÉ 35 MM*

El viento que agita los viñedos

El viento que agita los viñedos



Si algo bueno -acaso lo único- traen los infames paros de transporte, es la flexibilidad horaria que promueven en algunas oficinas y, con ello, la posibilidad de disponer de horas extraordinarias para el ocio y el entretenimiento. Con esa convicción asumí el paro del pasado lunes y me fui al cine para ver Los viejos, segundo largometraje de Martín Boulocq. Ingresé a una de las salas del cine Center –que desterró el filme de su cartelera tras apenas una semana- en una hora en que imaginé que no habría más espectadores. El pronóstico se iba cumpliendo hasta que una mujer madura se apareció con dos potes gigantes de pipocas, se acomodó detrás de mí y esperó pacientemente por su pareja, que se recostó a su lado para iniciar la ingesta ininterrumpida de las dichosas palomitas de maíz por 70 minutos, justo el tiempo que dura la cinta. A la larga la sala se completaría con otra pareja más, que llegó ya iniciada la película, y de la que no tuve mayor noticia hasta que se encendieron las luces. Pero, eso sí, de la presencia del hombre y la mujer estacionados a mis espaldas dudo que me olvide algún día. Los comentarios del gordinflón de las pipocas, salpicados de desconcierto, indignación y empute desmedido, y apenas matizados por los balbuceos ininteligibles de su compañera y el crujido impenitente de su banquete, establecieron una suerte de bizarro diálogo con la película, que acabó incidiendo en mi propia percepción de Los viejos. De ahí que, más que una crítica, me haya propuesto, en estas líneas, el desafío de responder, aunque tardíamente, a los exabruptos que el “Pipocas” disparó a lo largo del visionado, algunos de los cuales he resuelto transcribir, a manera de intertítulos, a fin de organizar mis propias ideas.

“Es cine mudo”

Del cine se espera todo menos silencio. O eso, al menos, me sugiere la reacción del amigo pipoquero no bien pasados los primeros 10 minutos del segundo largo de Boulocq (Lo más bonito y mis mejores años, 2006). Pero, lo cierto, es que Los viejos está lejos de ser una película muda. Por el contrario, revela un diseño sonoro exquisito, pocas veces visto en nuestra cinematografía, en el que los diálogos y la música, referentes por antonomasia del sonido en el cine, son relegados a un segundo plano. Sin ser novedosa ni mucho menos, sobre todo si se la ubica en el contexto global, la apuesta por la erradicación casi total de las palabras y la música puede fácilmente descolocar al espectador habituado al cine comúnmente proyectado en nuestras salas comerciales. Estamos, pues, ante una película que está en las antípodas no sólo del cine más comercial, sino del propio audiovisual boliviano contemporáneo, de ese cine verborrágico, sobresaturado de recursos verbales y musicales, que habla hasta por los codos, pero que no dice nada. Los viejos, en cambio, se juega por la fuerza expresiva del ruido y del silencio, por la ausencia de las palabras, pero, eso sí, llega a decir algo. Su silencio habla, precisamente, del silencio que gobierna la vida de sus protagonistas, sus interacciones. Así pues, no es, como más de uno piensa, cine mudo. Es un cine, acaso, enmudecido, que prefiere dejarse llevar por el silencio y por los ruidos, y por su carga sugerente, antes que por el caos verbal o por los lugares comunes de la música. Es un cine que siente el peso de las palabras, con personajes que han sufrido un doble destierro: el físico (familiar, geográfico) y el verbal (las palabras).

Pero, en todo caso, la apreciación del compañero de sala no es gratuita ni mucho menos. Es un recordatorio de lo mucho que nos cuesta enfrentarnos al silencio, a nuestros silencios, a nuestros tiempos muertos. Por eso, en la sala de proyección, del cine esperamos todos menos silencio; esperamos que nos sature de explosiones y canciones, que confunda nuestras risas y gemidos con los que salen de los parlantes. Somos incapaces de contemplar, de “escuchar” el silencio. Por más que lo practiquemos a diario, en el momento en que se nos hace presente, “audible”, renegamos de él. Por eso el silencio de Los viejos descoloca, obliga a mirar y, casi instintivamente, a hacer ruido, a putear; pero cabe también la posibilidad de que nos lleve a escuchar, a contemplar nuestros ruidos, nuestros silencios, nuestros tiempos muertos, a comenzar a comprenderlos y, por qué no, a reconciliarnos con ellos.

“¿Estudiarán para esto?”

La apuesta por el silencio repercute, inevitablemente, en la claridad argumental del relato. Basado muy libremente en el cuento “Carretera” de Rodrigo Hasbún, Los viejos narra el viaje de retorno de Toño (Roberto Gilhón) a la campiña de sus avejentados tíos, en el valle tarijeño, de donde fuera expulsado por mantener una relación amorosa con su prima, Ana (Andrea Camponovo). De él sabemos que fue adoptado por sus tíos tras la desaparición de sus padres a manos de la dictadura. De ella, que es madre soltera de un pequeño hijo y que espera la muerte de su padre enfermo. No mucho más se nos dice. Y en honor a la verdad, no somos pocos los que inferimos esa información gracias a la lectura previa de la sinopsis.

De ahí que no sorprenda el comentario del bocón de las pipocas, al que le cuesta entender quiénes son los que aparecen en pantalla, por qué no hablan, por qué están tan tristes y, en resumidas cuentas, por qué el director de la película no aprendió a contar una historia en alguna universidad o donde fuera. Tampoco debería sorprender que más de uno se vaya defraudado de la sala, por no haber encontrado mayores referencias a las dictaduras militares –cosa ampliamente prometida en la cobertura periodística anterior al estreno de la cinta- que unas imágenes documentales aparentemente inconexas con la historia de Toño y Ana y el tristemente célebre discurso de Luis Arce Gómez, en el que pide a los contraventores del régimen de facto andar con el testamento bajo el brazo, que se sobrepone a las imágenes del protagonista mientras recorre los viñedos de sus tíos.

Boulocq juega con la información/desinformación del espectador. Confecciona una película que se construye antes, durante y, desde luego, después de su visionado. La elección conlleva, desde luego, riesgos, como la impaciencia de algún espectador habituado a que las películas le cuenten todo con claridad, o el desengaño de algún otrora militante que busca dignificar la memoria de aquellos que perecieron ante las botas y los fusiles autoritarios. Pero, si uno es capaz de hacer de lado sus expectativas como espectador, puede ceder inexorablemente a las emociones que es capaz de desatar la cinta desde su lirismo visual, su inquietante sonido, su potencia dramática y su audacia discursiva.

Si la película consigue conectar en este plano emocional, uno acaba olvidándose del dato que faltaba para completar la historia o de la deuda histórica del filme, y se abandona a una experiencia audiovisualmente extasiante, narrativamente desgarradora y conceptualmente iluminadora. Así, aunque no lleguemos a saber todo de sus protagonistas, intuimos que son como esos viñedos por los que transitan, esos árboles de uva que no importan por sí mismos, sino por sus frutos, por lo que hemos de hacer con sus frutos. Esos árboles que soportan, en completo mutismo, y dejándose mecer sin poner resistencia alguna, la violencia enmudecedora del viento. De ellos esperamos que florezcan y den frutos que haremos envejecer, que haremos fermentar, nada más. ¿Hace falta, acaso, más “información” que ésta?

Y por si las referencias a los gobiernos militares no terminan de cuajar, no queda más que remitirnos a la rutina familiar de Toño, en la que la dictadura se materializa en la imposición del silencio, en la prohibición de aquella palabra que no sea la oficial, en el exilio de los que hablan/piensan/sienten más allá de lo permitido. Hay, pues, una presencia espectral del pasado dictatorial. Tanto así que la advertencia de Arce Gómez escuchada y leída tantas veces, adquiere en la película una connotación inusitada, que le otorga una actualidad incontestable y, más importante aún, una familiaridad reveladora.

“¡Ni los chinos hacen esto!”

Si el tratamiento sonoro puede fácilmente desconcertar y hasta impacientar al público, no es menor el pasmo que provoca la escrupulosa y temeraria fotografía de Daniela Cajías, que construye visualmente la película a plan de planos larguísimos, lentes o sucedáneos deformantes y un deliberado uso del fuera de campo. Se trata de recursos infrecuentes en el cine industrial y en la misma cinematografía boliviana, que, se entiende, pueden sacar de quicio al espectador de turno, al punto incluso de llevarlo a mentar a los chinos para ilustrar el extrañamiento que provocan las imágenes.

Como fuere, no puede negarse que la concepción cinematográfica de Los viejos guarda coherencia con la elección del escenario de rodaje y con el desafío de montar un relato visual en el que la atmósfera tiene una carga significante de primer orden. Dicho de otra forma, es el campo, el paisaje el que impone el ritmo de la cinta: pausado, cansino, letárgico, muerto (así como también un tratamiento sonoro específico). La naturaleza impone sus ruidos y sus silencios, sus colores y sus formas, sus seres y sus objetos.

Partiendo de esta premisa, la cámara se juega por mostrar lo que ocurre antes y después de que aparezcan los personajes. Y en algún caso, cuando la convención impone identificar al hablante, prefiere mostrar los rostros de los que callan, los estragos que producen las palabras en quienes las escuchan/soportan. Es una cámara consagrada a revelar lo que el paso del tiempo le ha hecho a sus personajes, lo que el peso de las palabras ha dejado en los seres que han sido condenados al silencio. Una cámara que espera por sus personajes, que espera a que lleguen o que espera a que se vayan, resignada a que no se queden, como recordándonos que en ese lugar, antes que los personajes, está la naturaleza, con sus colores y ruidos, y que ella es lo único que permanece.

Con el paso de los minutos, comprendemos que la cámara reconoce la imposibilidad de acceder directamente a los personajes y eso la obliga a buscar en ventanas, espejos, pantallas de televisor o charcos de agua para acercarse a esos fantasmas que habitan la casa y transitan sin rumbo los viñedos. Y cuando se acerca demasiado, se vuelca hacia los detalles: la nuca de Toño, el ombligo de Ana, los ojos del padre moribundo, los rostros desencajados de todos ellos.

Ante nuestros ojos, las imágenes se pasean brumosas, superpuestas, oníricas, deformadas, y revelan dificultad de registrar fielmente esos cuerpos cansados, esos espíritus destruidos. La fotografía nos advierte de la imposibilidad de entrar en los personajes y, a través de ellos, en la historia, al menos mientras la presencia cuasi fantasmal del viejo no termine de esfumarse y su mirada represiva continúa imponiendo el silencio.

“Bajito el presupuesto, ¿no?”

Curioso pero cierto: antes que una opción narrativa o una elección estética, la dosificación de artificios visuales y sonoros rimbombantes puede asumirse como un efecto de eventuales limitaciones en materia de producción. Así entiendo el comentario del “Pipocas” al cabo de los primeros 15 minutos ausentes de palabras, esos 15 minutos en que el único ruido constante que vincula escenarios y tiempos es el viento. Pasado y presente se unen por el ruido invariable del viento. Ese viento que comienza emplazándonos a guardar silencio mientras observamos, cual testigos involuntarios e impotentes, las imágenes documentales -en blanco y negro- de los esbirros de la dictadura que obligan a unos “traficantes de la política” a desnudarse en medio del altiplano. El mismo viento que escuchamos mientras observamos a Toño, otra vez como testigos involuntarios, ceder a las urgencias intestinales, aún en el altiplano, pero ya a colores, esos que impone la ficción. Antes y ahora, en la vida real y en la ficción, el viento es la más presente de las constantes narrativas: ese viento que enmudece a los hombres, que ha proscrito sus palabras, que los ha dejado a merced del silencio, del ruido.

Sin embargo, el viento no puede durar por siempre, así como la palabra tampoco puede permanecer enterrada indefinidamente. Tarde o temprano el viento debe pasar y la palabra, renacer. La permanencia de uno y la ausencia de la otra están supeditadas a la presencia del padre de Ana, el viejo que representa la autoridad, la represión, la vigencia del ruido y el silencio. Así pues, sólo su muerte, dolorosa como cualquiera, pero necesaria, trae de vuelta las palabras, rompe el silencio, acaba con la melancolía de Toño y Ana. Vuelve la risa y la libertad, en forma de esa guerra de fideos entre los protagonistas. Y acaso más significativo aún, vuelve también la música, primero con esos aullidos a lo Loukass que salen de una vieja casetera, pero, sobre todo, en la melodía de unos Ronisch que no tienen reparo alguno en contarnos la historia que Boulocq nos ha sugerido durante los 70 minutos pasados. Los Ronisch, a los que escuchamos brevemente al principio del filme, regresan al final para recordarnos que ese cliché al que solemos llamar “un amor imposible”, finalmente ha encontrado su lugar, su tiempo. Con Los Ronisch se va el viento.

“¡Vaya a la mierda!”

Tal fue la sentencia con la que gordinflón pipoquero abandonó la sala al finalizar el filme, cargado de una indignación tan inconmensurable como la cantidad de palomitas de maíz que devoró. Estas palabras finales terminaron por convencerme de que, más allá de guardar una valoración favorable o no de la obra, que en mi caso es muy favorable, Los viejos es, ante todo, una película necesaria, incluso para que sea mandada a la mierda. Pues, incluso siendo “mierdeada”, obtiene su carta de reconocimiento, un certificado de nacimiento para ella y para las que vengan. Alguien tenía que exponer una película visual y discursivamente valiente a la mierda de cierto público boliviano (mal)acostumbrado a que se le trate de forma complaciente. Es un gesto de audacia que no puede desmerecerse y que, en no pocos, lejos de producir indignación, provoca un genuino agradecimiento. Como el mío.

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*En el 35 mm (calle Tte. Arévalo entre El Prado y Baptista), la cinta se proyectará los días 22 y 23 de junio, a las 19.30 horas. El ingreso cuesta Bs 20 con derecho a una gaseosa.

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