Opinión Bolivia

  • Diario Digital | miércoles, 24 de abril de 2024
  • Actualizado 05:26

Confieso que he cantado

Confieso que he cantado



La fábula de Pedro y Pablo

Noche de concierto, pero aún no el de Paul. Estamos en marzo de 2009. En las graderías del estadio de Vélez Sarsfield, en Buenos Aires, el Javier y yo hacemos hora para ver y escuchar en vivo a Peter Gabriel (al que rebautizamos como Pedro Gabriel). De nuestra conversación para matar el tiempo, recordaré, fundamentalmente, dos cosas. La primera es una llamada de atención que el Javier, siempre riguroso y preciso, me hace por confundir un círculo con una esfera. La segunda es una advertencia, amigable pero contundente, sobre la posibilidad de ir a un concierto de Paul McCartney (al que, en concordancia con Pedro Gabriel, podríamos bautizar como Pablo… McCartney). Vamos repasando qué músicos valdría la pena ver en vivo a como dé lugar, y mientras el Javier sueña con Neil Young y Bruce Springsteen, a mí se me salen los nombres de Roger Waters y McCartney. Del primero no dice nada, pero del segundo sentencia, sin ambages y con esa honestad brutal tan suya, que no le interesa. Pues bien, de este estadio saldré sabiendo distinguir un círculo de una esfera, pero, más importante aún, empezando a comprender que si he de ver al bajista, compositor y cantante de The Beatles, lo tendré que hacer solo (sin el respaldo de la “Fundación Rodríguez para el Consumo Musical en Vivo”, esa entidad ficticia que supo agenciarnos varias presentaciones en vivo de antología).

Elipsis. Dos años y casi dos meses después.

Noche de concierto, y ahora sí, el de Paul. Estamos en mayo de 2011, del día 11. Soy uno de los miles que cubren la cancha del Estadio Nacional de Santiago. La epifanía que tuve sobre Pablo cuando fui a ver a Pedro, se ha cumplido. He debido viajar solo para ver a McCartney en vivo, pero, eso sí, estoy lejos de sentirme solo. En el recinto hay más de 50 mil personas, repartidas en el campo de juego (con sectores VIP y regular) y las graderías (en tres de las cuatro tribunas), todas pendientes del enorme escenario (25 metros de ancho por 18 de alto) al que, a las 21:00, debiera ingresar el Macca. Estoy con mi hermana. Faltan apenas algunos minutos para la hora señalada y, a modo de distraer la ansiedad, nos entregamos al visionado de las imágenes fijas y en movimiento de Paul (en una cruza de pop art y psicodelia) que proyectan las dos imponentes pantallas (de 18 de largo por 6 ancho) que flanquean el escenario; así como durante la hora previa nos entregamos a escuchar y tararear bizarros covers del repertorio Beatle mezclados por el DJ Chris Holmes.

Ni bien acaba el set de imágenes y audio, las luces se apagan y, sin más chance para caer de nuevo presas de la ansiedad, estalla en el sector VIP un júbilo estruendoso que anuncia el ingreso del Macca. No hay tiempo para gritar ni desmayarse. Explotan los instrumentos en unos acordes atronadoramente expansivos que crecen como nuestra ofuscación, hasta que, de repente, una voz conocida, que reconoceríamos incluso antes que las nuestras, suelta: “You say yes, I say no…”. Será lo último que escuche de Paul hasta la siguiente canción. Sólo el llamado de “Hello, Good bye” nos permite darle un cauce a esas ganas contenidas de cantar, esas ganas de cantar que habíamos estado postergando durante horas, esas ganas de cantar lo que fuera con tal de que nos llevara al Liverpool de los sesenta. De ahí que sea imposible escuchar al autor de la canción. Todos vociferan su propia versión de ella, así que sólo podemos escuchar cómo la grita el de a lado, entonándola más fuerte que el otro y así hasta el infinito. McCartney podría no estar ahí; de hecho, apenas lo vemos desde nuestra ubicación y sólo las pantallas gigantes dan fe de su presencia. Pero, incluso si no estuviera, seguiríamos cantando. Lo hemos estado esperando mucho, mucho más que unas cuantas horas, desde mucho antes de haber llegado al estadio. Y la única forma de purgar esa espera, es cantándola.

Una relativa calma nos anuncia que “Hello, Good bye” ha acabado, pero, antes de procesar esa información, Paul y su banda empiezan con otra canción, esta vez, de su etapa Wings: “Jet”. Recién entonces nos acordamos de que los tipos de enfrente no son los Beatles, por más que sonaran idénticos; y de que la chaqueta azul piedra atravesada por franjas de paño rojo que luce el hombre del centro, no es la misma con la que solía disfrazarse, a lo militar colorinche, en la época del Sgt. Pepper. La banda la integran Rusty Anderson (guitarra, coros), Brian Ray (guitarra, bajo, coros), Paul “Wix” Wickens (teclados, guitarra, armónica, coros) y Abe Laboriel Jr. (batería, coros), todos músicos excepcionales, aunque ninguno beatle. El beatle es ese “viejo” de cabello castaño y papada semioculta, que nos mira con unos ojos que revelan una picardía sempiternamente infantil. El beatle es ese tipo de 68 años, que canta con una intensidad y una afinación proverbiales, sobre las que el paso del tiempo parece haberse hecho la vista gorda. El beatle es ese sobreviviente viudo, que empuña con la zurda su viejo bajo Hofner cuyos colores y formas nos conocemos de memoria.

Me digo esto mientras Paul modula el agudo estribillo en “uh” de la canción. Estoy a punto de convencerme de que quienes están enfrente no son ni nunca serán los “fab four”, y de que con el Macca -que saluda al público chileno con un “Hola chiquillos” y promete hablar en español pero sin abandonar el inglés (“because I’m englush”)-, basta y sobra; pero todo el razonamiento se viene abajo cuando de los 130 parlantes del escenario sale esta promesa: “Close your eyes and i’ll kiss you…”. Entonces, los de arriba vuelven a ser los Beatles y el que no la crea, que se joda. De todas formas seguiremos cantando y saltando, cual posesos de esa oscura magia cultivada en el Liverpool de los sesenta, que aún ahora sigue cobrándose víctimas.

Las cosas vuelven a calmarse mientras dura “Letting go”, otra de los Wings, pero el caos retorna casi de inmediato con “Drive my car”. Antes de desatar una explosión beatlemaniaca de proporciones imprevisibles, McCartney se decanta por amainar a ese público tan heterogéneo para el que canta, que reúne a niños con contemporáneos del beatle, a veinteneros desgarbados y bilingües con sus propios padres, a madres que sueltan unos gritos de histeria que ya quisieran sacar sus adolescentes hijas armadas de celulares y toda clase de artificios tecnológicos. Sabiéndolo al borde de un ataque de nervios, Paul serena al auditorio con una canción que casi nadie conoce, “Sing the changes” (que hace parte de su no tan conocido proyecto solista alternativo, The Fireman), pero que nos permite apreciar, en toda su pulcritud, la solvencia musical de la banda, arropada en las imágenes siderales que se exhiben en el fondo del escenario.

Todos los caminos conducen a Santiago

Noche de viernes. Con los printers de la edición de la Ramona prácticamente listos, sólo resta una sola definición: ¿cuál será la “preguntita” del suplemento? No tengo nada ocurrente en mente. El Sergio, en cambio, acaba de renovar su indignación anual contra los organizadores de la Feria Internacional de Cochabamba, y está con ganas de compartirla con los “lectores” de la Ramona afectos a responder la interrogante en el Facebook. Su enojo se debe a la pobrísima oferta musical que ha anunciado la Feria. Propone: “¿Por qué a Cochabamba llega Pee Wee y a Chile McCartney?”. La referencia al eventual concierto Paul me desconcierta. No me hago la idea de que fuera a volver a Sudamérica, pues, apenas unos meses antes, ha tocado en Argentina y Brasil, agotando entradas en menos de dos días, para desgracia mía. Le consulto si la visita del Macca a Chile es algo oficial, y me asegura que sí, que ha levantado un gran revuelo mediático debido al elevadísimo costo de las entradas. Me meto a Internet inmediatamente y lo confirmo. Su recital en Santiago está programado para el 11 de mayo (sólo dos días antes tocará por vez primera en Lima) y las entradas se pondrán a la venta en unas pocas horas más en la red. ¿Qué hago? Por inercia también abro mi e-mail. Sorpresa mayúscula y providencial: mi hermana, que acaba de irse a Chile a estudiar, me habla por el chat y me pregunta por la familia y otras cosas. Aturdido aún, le sugiero/ordeno/suplico que haga lo imposible para conseguir entradas para el concierto. Ofrezco incluso pagarle su boleto y algo más si lo consigue. Más por pena hacia mi beatlemanía desbocada que por voluntad, se compromete a hacer el intento y contactar a un amigo suyo para el efecto. Su respuesta no me reconforta, pero siembra alguna pequeña esperanza. Entretanto, el Sergio ha terminado de armar la Ramona, con “preguntita” incluida (finalmente, ha entrado Páez). Ni el Sergio, ni mi hermana, ni el amigo de mi hermana, ni yo lo sabemos aún, pero la cita con el zurdo bajista está sellada. Todos los caminos conducen a Santiago.

Elipsis. Casi dos meses después.

Santiago me recibe en plena convulsión. Es de noche y miles de activistas ambientales –jóvenes en su mayoría-, se desbandan, lanzando aún consignas ofensivas contra Piñera (no recuerdo bien, seguro algo con “concha tu madre”) mientras intentan contener la tos, la irritación, las arcadas y otros efectos propios de los gases lacrimógenos. Aunque la suya era una manifestación pacífica, en el momento en que comenzaron a interrumpir la circulación de vehículos en el centro de la ciudad, los Carabineros (sí, así les llaman a su Policía, quizá porque les tienen más respeto y confianza que, digamos, nosotros a la Policía) reaccionaron desmedidamente, sacando las bombas lacrimógenas y los carros antidisturbios que casi nunca usan. El origen de todo: la aprobación de un proyecto para construir cinco plantas hidroeléctricas en la Patagonia chilena, alentada por el Gobierno de Piñera para enfrentar la creciente crisis energética del país y repelida por los activistas por los inminentes daños ambientales que traerá consigo.

Curiosa la experiencia de temer, hasta último momento, no poder salir de Bolivia ante una eventual protesta social con bloqueo de caminos incluido y, en contrapartida, llegar a un país que imagino ordenado y tranquilo y encontrarlo sumido en manifestaciones y en un caos vehicular insalvable, que me obligan a recorrer algunas de sus calles a pie y probar los gases lacrimógenos de sus carabineros, hasta dar con mi hostal. El debate por las hidroeléctricas no ha acabado ni mucho menos, pero, en los siguientes días, se circunscribe a las arenas políticas y mediáticas. No hay nuevas manifestaciones callejeras durante la semana. Todos vuelven a la convulsión del día a día, esa a la que les tiene acostumbrados la vida en esta metrópoli, atestada de espigados edificios (con comercios de todo tipo) y cubierta de una densa capa de smog (agravada por los gases de la noche pasada), en la que sus habitantes parecen no reparar demasiado mientras caminan en una y otra dirección, siempre acelerados, a un ritmo que sólo resulta inferior al de su particular forma de hablar, tan proclive a las entonaciones agudas y las expresiones soeces ininteligibles. El paso y el habla son apenas una muestra de una ciudad en estado de apresuramiento permanente, en la que las interacciones personales, los procedimientos administrativos y comerciales y los enormes buses se mueven con una violencia inusitada. Al parecer los únicos que se la toman con calma, además de los turistas como yo, son los perros callejeros, que descansan recostados al borde de las avenidas, en las paradas de los autobuses, con una paz envidiable, la cual sólo interrumpen para moverse cansinamente hasta encontrar algún lugar donde los rayos del sol lleguen y les permitan despistar el frío matinal de Santiago, al menos mientras los edificios no se interpongan al sol y los obliguen a levantarse nuevamente.

Acelerada, contaminada y fría, la ciudad no me disgusta ni mucho menos. Es más, la encuentro más amigable de lo que me habían advertido que sería. Eso sí, aunque me prometieron que vería a Don Francisco en alguno de los restaurantes del centro, no lo encuentro por ninguna parte. Pero, siendo honesto, mientras no se registren nuevas manifestaciones y llegue sano y salvo al miércoles por la noche, no tengo que pedirle mucho más a Santiago. Por fortuna, la única concentración masiva que albergará la ciudad en estos días, es la que desatará las caóticas filas apelotonadas en las afueras del Estadio Nacional. Puede que varios de ellos sean los mismos que salieron dos días antes a protestar contra las hidroeléctricas, pero, en ese momento, en lugar de pancartas ambientalistas, exhibirán coquetas poleras con estampas de los cuatro de Liverpool y, antes que feroces consignas antigubernamentales, ensayarán –algunos sólo para sus adentros- sentencias en inglés, deseando sostener la mano del de a lado, pidiéndole ayuda, exhortándole a que deje las cosas ser o llamándole, invariablemente, Jude.

El caos y la creación

Tarde de viernes. Alguna de esas tardes de la primavera de 2005. La Ramona tiene apenas unos meses y su mayor pretensión es parecerse lo más posible al suplemento Radar, del diario argentino Página 12. No es sorpresa ni mucho menos que reproduzcamos algunos de sus artículos, en especial, los que firma el escritor Rodrigo Fresán. Es el Andrés quien nos ha descubierto a Radar y Fresán, y en esta tarde de viernes nos ha hecho llegar, a manera de propuesta para el suplemento, un texto del escritor argentino sobre el más reciente, y elogiadísimo, álbum de Paul McCartney: Chaos and creation in the backyard. El artículo me produce un descubrimiento casi absoluto. Pues, a más de saberme algunas canciones pegajosas, nunca le he prestado real importancia a la faceta solista Paul, que tiene en su haber grandes álbumes.

Elipsis. Más de cinco años después.

Tarde de martes. Un día antes del concierto. La “paulmanía” ha tomado Chile. En los cines y los restaurantes no falta el que mencione la presentación del beatle. Ni hablar del despliegue mediático. Algunos periódicos se han dado el lujo de tener enviados especiales en Lima para registrar la primera parada del Macca en este segundo recorrido de su “Up and Coming tour” por Sudamérica. Los noticieros musicalizan casi todas sus notas, sin importar la temática, con canciones de los Beatles. No es para menos. Hay en los chilenos una doble necesidad de reivindicación ante al músico inglés. Por un lado, quieren superar la impotencia de haber sido marginados el año pasado de su gira, cuando, pese a recorrer Argentina y Brasil, Paul no llegó a tocar en Chile debido a que el Estadio Nacional no se hallaba disponible. Y más importante aún, hay una urgencia por dejar atrás el accidentado primer espectáculo de McCartney en Santiago, 18 años antes, cuando, entre otras desafortunadas anécdotas, el bajista debió dormir fuera de su hotel (porque tenía las ventanas selladas) y la organización del evento llegó al extremo de tapar con telas algunos sectores de graderías para ocultar la baja asistencia. Desde luego, esta reivindicación no está exenta de caprichos suntuosos. Así se explica que los organizadores del recital habilitaran un sector altamente exclusivo en cancha, cuyos privilegiados ocupantes fueron testigos de la prueba de sonido de Paul, una suerte de minirecital que ofrecería algunas horas antes del concierto ante unas 80 personas, que pagaron más de 2 mil dólares por ese lujo.

Seguro que el gastito valió la pena. McCartney es un músico extraordinario, al que se le atribuye oído perfecto y que, cuando se anima, se desenvuelve con igual solvencia en el bajo, la guitarra, el piano, la batería, la mandolina o el ukulele. Y aunque algunos privilegiados pudieron corroborar su virtuosismo de más cerca y casi sin ruido, la inmensa mayoría también lo experimentará a lo largo de las dos horas y media en que Paul interpretará 33 canciones. El Macca es un artista cabal, de un profesionalismo y una meticulosidad infrecuentes en estos tiempos, que, sin rehuir de su pasado beatle, se sabe dueño de una carrera solista de enorme valía per se. Eso bien lo sabemos nada más liberado ese riff de cadencia rabiosa con que empieza “Let me roll it”, una de las canciones más guitarreras de su etapa Wings, que, por si no fuera poco, se da el lujo de cerrar con un mini versión instrumental de “Foxy lady”. El espíritu rockero le lleva a despojarse de su chaqueta, revelar sus tirantes (que no a todos gustan) y remangarse su blanquísima camisa, pero no para seguir guitarreando, sino para cautivar a su audiencia desde el piano, con una seguidilla de algunas de sus mejores composiciones en ese instrumento: “The long and winding road”, “Nineteen hundred and eighty-five” y “Let ‘em in”. Lo único que queda es arrepentirse de haberlo (re)descubierto tan tarde como el músico absoluto que es.

El fantasma con mandolina

Noche de jueves. Alguno de los jueves del invierno de 2007. La Adriana tiene que hacer una tarea y, como su conexión a Internet está mal, la termina haciendo en mi casa. A manera de distraerla de la presión natural con que aborda sus estudios, le muestro en YouTube el video de “Dance tonight”, el primer corte del nuevo disco de McCartney: Memory almost full. No aguanta más que unos segundos de la mandolina y la presencia espectral del viejo Paul, que se pasea por una vieja casa jugueteando con una primorosa Natalie Portman (un portento audiovisual gentileza de Michel Gondry). “No sé qué me pasa, pero lo veo al Paul y no puedo dejar de llorar”, me confiesa, como recordándome esa complicidad sentimental con que hemos ido (re)descubriendo a los Beatles y a Paul, en particular.

Elipsis. Casi cuatro años después.

Noche de miércoles. El concierto de McCartney se apresta a ingresar a su parte más acústica, emotiva y melancólica. Una introducción épica, como si de una pequeña obertura se tratara, desencadena la melodía campirana de “I’ve just seen a face”. Con desenfado, el bajista y sus músicos cantan, marcando el ritmo con sus piernas al unísono, como si estuvieran bailando. La dulzura acelerada de esta joyita beatle se vuelve melancólica y hasta lastimera en “And I love her”, que va desarmando una por una a todas las mujeres que gritan, bufan y lloran hasta perder la compostura. Entretanto, yo voy rogando, en silencio, que Paul no se quite la guitarra acústica nunca más. Y que si ha de dejarla, sólo lo haga una vez que los arpegios que creara para acompañar el canto nocturno del mirlo, se adueñen del éter. Al parecer, me ha escuchado. No bien silenciado el estadio, los arpegios que desprende su guitarra me paralizan. Es “Blackbird”. Mis funciones mentales apenas alcanzan para hacerme del celular de mi hermana y grabar; mis sentidos con suerte consiguen registrar la imagen de la luna que se posa detrás de Paul; y de mi boca no pueden salir otras palabras que no sean: “all your life/you were only waiting for this momento to arise”. Pero, eso sí, ni mi autómata canto, ni el del resto, altera el silencio que impone la pureza melódica de la canción. No tengo idea de lo que estoy haciendo. Mi única certeza es que estos dos minutos y medio han sido más que suficientes para compensar la inversión económica, física y emocional felizmente dilapidada en esta noche.

Como para despertarnos del encantamiento sentimental que nos ha provocado, el Macca se pone juguetón. Remeda, con irreverencia, los gritos que sus seguidoras le dedican y los cánticos monocordes del público. Más adelante se animará a hacernos repetir sus ruidos, ladridos incluidos, revelando su lado menos bonachón y más cínico. Pero, antes de romper por completo el encanto, anuncia que “la siguiente canción está dedicada a mi amigo John”. Al suspiro colectivo sigue el silencio que amerita “Here today” en la voz desgarrada de Paul. La cosa amenaza con convertirse en un mar de lágrimas, así que el músico toma la mandolina y suelta el rasgueo introductorio de “Dance tonight”. Y cual vacuna contra eventuales arrebatos de nostalgia, las pantallas nos revelan las dotes danzísticas de Abe Laboriel Jr., ese batero tan inmenso como intenso, que parece sacado de una de Los piratas del Caribe, improvisando, con genuino gozo, una coreografía a lo Macarena. La melancolía vuelve a sus niveles normales y hasta estamos a punto de mandarla a pasear mientras gritamos las vocales-estribillo de “Mrs. Vanderbilt”, pero nos vuelve a tomar por asalto en la versión desorquestada de “Eleanor Rigby”. Y qué más da, hay que cantarla hasta desafinar. Por fortuna para nuestra salud emocional, es la última de este mini set acústico.

El lampiño del edificio

Tarde de lunes (o de cualquier otro día de la semana). No debo tener más de 10 años y aún vivo donde mis abuelos. Mi padre está en la ciudad y, tras una escapada al centro de la ciudad, ha vuelto con una sorpresa: una edición local en vinilo de la antología The Beatles 1967/1970. Ni él ni yo imaginamos las secuelas que ha de acarrear en mí ese disco, que exhibe en su azulada tapa a los cuatro de Liverpool, capturados en picado, sonriendo desde la baranda de un edificio. Con el tiempo aprenderé a distinguir a cada uno de los cuatro y de Paul me acordaré porque es el único que aparece lampiño, sin barba ni bigote. Y claro, con el tiempo aprenderé a encariñarme de las 14 canciones del álbum, y las acabaré reivindicando como la única asignatura constante de mi educación sentimental.

Elipsis. Más de 15 años después.

Mientras estoy en Chile, Bolivia se hace visible en dos formas. Por un lado, está en las declaraciones de Evo en torno al mar y, particularmente, a sus pretensiones de contratar a Baltazar Garzón para asesorar la demanda internacional por una salida soberana al Pacífico. Pero esta visibilidad, a más de cierto malestar político y diplomático, no provoca nada más. La versión de Bolivia que en esos días conmueve a los chilenos es la que encarna un niño orureño que, por accidente, llegó hasta Iquique oculto en el chasis de un camión tras tres días de viaje, pensando que el vehículo lo llevaría hasta Cochabamba, donde encontraría a su madre.

En mi ofuscación beatlemaniaca, creo entrever algún paralelo entre el viaje del niño y el mío a Chile, Pero, por supuesto, no encuentro nada. O casi nada. Le sigo dando vueltas al asunto cuando el Macca toma el ukulele y nos embarca en un periplo emocional que quisiéramos que no nunca acabe: “Something”. De ella ha dicho que es su homenaje a George Harrison y, por si no fuera suficiente, mientras la interpreta, la pantalla que lo resguarda pasa entrañables imágenes del guitarrista beatle. Esta canción no se puede menos que cantar en estado de desconsuelo desbocado y así lo hago, mientras la incorporación de toda la banda en la parte final me devuelve al viejo y azulado disco que me permitió escuchar por vez primera la balada más popular de Harrison. Con apenas algunas memorables paradas “aladas”, como “Band on the run” y “Live and let die”, esta última acompañada de juegos artificiales, la parte final del concierto (previa a los encores) es eminentemente beatle. McCartney descarga canciones que fueron lanzadas, en su mayoría, durante los últimos tres años de la banda y contenidas, también en su mayoría, en ese vinilo que mi padre nos comprara. Del desenfado simplón de “Ob-la-di-Ob-la-da” pasamos al rock’n roll seudo político y “beachboysiano” de “Back in the USSR” y, de él, a ese ejercicio de alarde de la repetición cool, grave y pegajosa que es “I’ve got a feeling”. Tras una breve vuelta a la beatlemanía más descarada, con “Paperback writer”, los acordes del piano nos anuncian el fin del mundo y de la música: “A day in the life”. Pero el crescendo apocalíptico no nos conduce a la segunda parte de la canción, la que pertenece a Paul, sino a “Give peace a chance”. Este nuevo, aunque inconfeso, homenaje a Lennon se redondea con “Hey Jude”, que cantamos todos, a voz en cuello, seguros de que no hay forma alguna de mejorar esa canción, por más que así nos lo pida McCartney.

Sin que los aplausos y los gritos cedan, Paul, acompañado de su banda, se despide por vez primera. Aunque sabemos que volverá para los encores de rigor, no está demás pedírselos en masa. Mientras lo esperamos, me termino de convencer de que la de los Beatles fue, es y será siempre para mí una pulsión infantil y, en esa medida, una experiencia eminentemente emocional.

Esta certidumbre, aunque obvia, me lleva a insistir en la analogía con el viaje del niño orureño. Y en mi resaca beatlemaniaca llego incluso a creer, por unos instantes, que, como el infante del camión, yo también emprendí un viaje accidental cuando niño, dejándome llevar por ese viejo vinilo azulado, aunque, eso sí, sin saber bien lo que me depararía. Lo curioso es que a ambos el viaje nos llevó hasta Chile. Él no ha podido dar con su madre, pero, a cambio, ha conocido el mar y hasta se ha sentido querido en su eventual familia adoptiva. En el concierto creo haber experimentado algo casi tan infinito y querido como el mar, y hasta me he sentido parte de algo, de una multitudinaria familia. Pero, como el niño orureño, sé muy bien que la aventura no puede durar para siempre, que debo volver a casa. Después de todo, hay cosas más grandes y queridas que el mar o que las canciones que nos forjaron sentimentalmente.

¿O no?

Ahora que ha vuelto Paul al escenario, empiezo a dudar. Mejor dejar las improvisadas cavilaciones post concierto para cuando termine de verdad el espectáculo. El Macca arranca con “Day tripper” el set de seis canciones que ha de regalarnos en dos sesiones de encores. Se vienen “Lady Madonna”, “Get back”, “Yesterday”, “Helter Skelter” (con un McCartney deformado, fragmentado, y roto en mil pedazos) y el enganchado conclusivo de “Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (reprise)” con “The end”… Para qué pensar cuando podemos cantar.

[email protected]