Opinión Bolivia

  • Diario Digital | sábado, 20 de abril de 2024
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Kondo

Como buen fan de Netflix, no pude pasar de largo por el programa de Marie Kondo, la gurú japonesa del orden, quien enseña a diferentes personas la cultura y espiritualidad de las cosas que nos rodean. Sin miedo a decirlo, apliqué un par de tips que dio la nipona en un capítulo y ordenando la ropa encontré una polera en particular que no veía hace unos buenos años. Siempre en el fondo del cajón. Nunca me la puse, pero tampoco la descarto. Es una pequeña máquina del tiempo.

Hace 10 años, dicté clases en la incipiente carrera de Diseño Multimedia en Inacap, en Santiago de Chile. Ya venía dando clases allí en Programación y estaba tan a gusto en el medio que cuando me ofrecieron esa posibilidad, la acepté de inmediato. No habían smartphones y por ahí, algún intento de usar Facebook. Las clases eran en aulas un poco improvisadas para los requerimientos de la materia, y de a poco, esas pantallas grandes y gordas se cambiaron por planas y LED. Había una fuerte cultura organizacional alrededor de los docentes, con talleres de todo tipo, capacitaciones permanentes, certificaciones, en fin. Una universidad que estaba entendiendo que más allá de la infraestructura, los docentes eran su materia prima.

Pero también, es verdad que me tocaba ver otra realidad. Las distancias, los horarios, el trabajo previo, la familia y los sinsabores cotidianos mellaban en cierta forma el espíritu de los alumnos. No recuerdo bien cómo, pero un día aparecí con una caja llena de alfajores. Eran como 100. Empecé a premiar pequeñas acciones: llegar a tiempo, responder de buena manera, presentar los trabajos. Cada uno se lleva su alfajor.

Por mi lado, quería deshacerme de tamaña caja, pero, por otro, algo estaba sucediendo porque de un día para otro empecé a ser el “profe Alfajor” y durante los semestres que me tocó estar allí, tuve que agenciarme varias cajas para seguir con el apodo y el buen espíritu de la clase.

Faltando una semana antes de los finales, me despedí de ellos, porque en unos días más volvía a Bolivia después de vivir 10 años allá. El último día que fui, hubo una fiesta en el aula, comida, música y risas. El curso me dio un regalo. Una polera, diseñada por ellos, con un dibujo mío estampado, agarrando los mentados alfajores. Les agradecí. Los abracé. Y me subí al avión de vuelta.

La conservo porque es un pequeño recuerdo del porqué estoy aquí haciendo esto. 10 años después los veo en Facebook en plan curioso y me siento orgulloso de sus viajes, de sus matrimonios, de sus hijos, de sus trabajos, de sus éxitos. Ver el proceso completo es un privilegio. Y este pequeño momento se llama felicidad. Guardo la polera hasta otra ocasión querida Marie.