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  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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El maligno secretismo de China

El maligno secretismo de China
Es posible que los secretos se cuenten entre los recursos más valiosos que pueden poseer los gobiernos: el caballo de Troya, el código Enigma, el Proyecto Manhattan y los ataques por sorpresa, como los de Pearl Harbor, la Guerra de los Seis Días y la Guerra de Yom Kippur. No obstante, en algunos casos es difícil cuadrar el interés nacional con el deseo de los gobiernos de mantener ciertas cosas en secreto. La amenaza es aún más grave cuando el secretismo obedece a intereses poco nobles por parte de un gobierno extranjero empeñado en conseguir lo que quiere.

Un caso concreto es el financiamiento internacional para el desarrollo proveniente de China, país que se ha convertido en un nuevo e importante actor en este ámbito. En principio, los ahorros masivos, el ‘know-how’ acerca de infraestructura y la voluntad de otorgar préstamos que tiene China, podrían ser muy positivos para los países en desarrollo. Por desgracia, como lo han sufrido en carne propia Pakistán, Sri Lanka, Sudáfrica, Ecuador y Venezuela, el financiamiento para el desarrollo por parte de China suele provocar en la economía una borrachera llena de corrupción, que va seguida de una desagradable resaca financiera (y a veces política).

A medida que los países enfrentan alzas en los costos de los proyectos y tratan de entender lo que ha sucedido, se encuentran con que los términos financieros de sus obligaciones están envueltos en secretismo. Todavía más, los contratos restringen la facultad de los prestatarios, como empresas de propiedad del Estado, de poner en conocimiento del Gobierno –y menos aun del público– los términos de dichos contratos.

Esto es, a lo menos, lamentable, dado que controlar la acumulación de deuda es una de las cosas más importantes que un gobierno puede hacer para evitar crisis. Muchos países han realizado grandes avances en el fortalecimiento de sus políticas fiscales adoptando instituciones presupuestarias y leyes de gestión financiera pública destinadas a mantener los déficits bajo control. Se podría pensar que basta con esto para contener la acumulación de la deuda. Después de todo, las normas básicas de la contabilidad indican que la deuda de mañana es necesariamente igual a la deuda de hoy más el déficit que se incurra entre hoy y mañana. Es decir, si se puede controlar el déficit, se puede controlar el crecimiento de la deuda.

Si solo fuera así de fácil. Como lo han demostrado Ugo Panizza, del Graduate Institute of International and Development Studies de Ginebra, y sus coautores, los países en desarrollo parecen quebrantar las identidades contables puesto que prácticamente no hay correlación entre los déficits y la evolución de la deuda. Esto obedece a que muchos gastos se convierten en obligaciones públicas sin pasar por el proceso presupuestario. ¿Cómo sucede esto?

Una manera importante de distinguir entre la deuda pública y la no pública es determinar si ella va a ser repagada con impuestos futuros o con la liquidez que genere a futuro el proyecto que se está financiando con el préstamo. Pero esta distinción a menudo es difusa a causa de las garantías que obligan al Gobierno a rescatar el proyecto ex post facto y repagar al acreedor de modo total o parcial.

Una práctica utilizada recientemente tanto por China como por Rusia, es prestar contra exportaciones futuras, como en el caso del petróleo en Ecuador y en Venezuela. Estos acuerdos vienen en dos sabores: lo indignante y lo increíblemente escandaloso.

La versión indignante se basa en la idea de que esta deuda no es realmente una deuda sino solo una compra adelantada de petróleo. Esta pretensión es ridícula, dado que una deuda es toda obligación que uno contrae hoy y se compromete a repagar con el ingreso que recibirá en el futuro. Todavía más, no se trata de una deuda cualquiera; es una deuda garantizada por el futuro flujo de exportaciones, lo que la convierte en una deuda supersenior. No considerarla como una deuda es claramente indignante.