Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
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¿Hasta cuándo?

¿Hasta cuándo?
La magna Asamblea General de la flamante república, que luego será conocida como Bolivia, mediante ley de 11 de agosto de 1825 determinó otorgar una medalla de oro guarnecida de brillantes al Libertador, en la que se conste: “La república Bolívar al héroe cuyo nombre lleva”, y otra con diamantes al general Sucre, en la que diga: “La república Bolívar a su defensor héroe de Ayacucho”. Así mismo, se determinó erigir una estatua ecuestre a Bolívar y otra pedestre a Sucre en la capital de departamento.

Algunos años después, en Santa Marta (Colombia), el 10 de diciembre de 1830, el Libertador, presintiendo la llegada de la hora de su partida de este mundo, hecho que acaecería siete días después, dejó establecido en testamento: “Es mi voluntad que la medalla que me presentó el Congreso de Bolivia a nombre de aquel pueblo, se le devuelva como se lo ofrecí, en prueba del verdadero afecto, que aún en mis últimos momentos conservo a aquella República”.

Luego de una serie de periplos, el 28 de agosto de 1839, el Congreso General decretó que, en lo sucesivo, dicha presea sería considerada insignia presidencial y, consecuentemente, representación simbólica de la patria; el designado para tales funciones la llevará hasta que termine su periodo constitucional.

Sabemos todo el destino aciago que tuvo que enfrentar ese valiosísimo símbolo patrio hasta nuestros días, en particular el último suceso que con estupor, vergüenza y rabia la ciudadanía toda tuvo que enfrentar, por la conducta de un sujeto, que no obstante estar obligado al civismo y a respetar la ética y la moral militar, puso en riesgo una joya tan significativa.

Dicho actuar, que fue de inmediato de conocimiento mundial, puso al país en el ridículo; tal acto de lesa patria no fue el único acontecimiento vergonzoso que empañó los fastos de los idus de agosto. Ante tales hechos, que lastiman severamente la dignidad nacional, la conducta de las autoridades políticas y militares no se hallan acordes a la magnitud de los hechos, hasta el extremo de que permiten sospechar que consideran actos anecdóticos que el transcurso del tiempo se encargará de borrarlos de la conciencia colectiva.

No existen acciones ni decisiones suficientemente idóneas para enfrentar la profunda crisis en la que nos desenvolvemos; la responsabilidad histórica es un mero enunciado; el civismo es una mera fanfarria; los valores han pasado a ser considerados como herencias de un pasado colonial que deben ser erradicados.

La inconducta del oficial, encargado de la custodia del tesoro histórico, es cierto que no puede ser considerada como una acción institucional, pero no es menos cierto que tal conducta personal es una demostración de una profunda descomposición social y moral que corroe de manera creciente nuestra sociedad.

La suplantación de los principios éticos básicos, por la banalización, el desprecio a la normativa vigente, la instrumentalización de la justicia con fines de política práctica, un inocultable mesianismo dan como resultado directo los hechos gravísimos que ahora enfrentamos, y que si no se asumen con responsabilidad y proyección de futuro habremos de lamentar gravemente. No vaya a suceder que se subasten los monumentos ecuestres y pedestres.