Opinión Bolivia

  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
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DIOS ES REDONDO

Los dos goles del Tata

Los dos goles del Tata
No soy de los que ven mucha televisión boliviana, pero por “obligaciones” laborales debo someterme a una dosis siquiera mínima de noticieros de mediodía y nocturnos. Además de alertas informativas, en los espacios periodísticos de la televisión nuestra apenas encuentro momentos de risa, obviamente desatados de forma involuntaria por sus hacedores, y poco más. Sin embargo, hace unos días me sorprendió una nota algo atípica en un informativo: el recordatorio del aniversario 25 de la histórica victoria que la Selección de Bolivia consiguió sobre la de Brasil, por las Eliminatorias mundialeras de 1993.

Puedo parecer más viejo de lo que ya me deben creer, pero ese es un episodio que recuerdo como si fuera ayer. Y así lo recuerdo por razones futboleras y extrafutboleras. Fue un 25 de julio, el día de la fiesta del apóstol Santiago (el Mayor). El 25 de julio de 1993. Tras el auspicioso debut de 7-1 en Puerto Ordaz ante Venezuela, la Verde se estrenaba de local en el Hernando Siles, ante los entonces aún tricampeones, que nunca habían perdido partido alguno por Eliminatorias. Fue un partido cerrado, reñido, hasta que se marcó un penal en favor nuestro, que Erwin Sánchez pateó con violencia, pero al alcance de Taffarel, que lo contuvo en dos tiempos. El cotejo parecía acabado. La euforia por el extraordinario inicio de Eliminatorias se esfumaba. La gloria se nos escapaba, por enésima vez, de entre las manos... Y entonces pasó lo que pasó, ese extrañísimo gol anotado por Etcheverry in extremis, pateado desde el límite norte, el del campo brasileño, haciendo rebotar la pelota en la pierna de su portero y escurriéndose hacia las redes por entre sus piernas. No era un gol, era un adefesio rodante que se había colado en el arco rival contra natura. No salía aún de mi asombro, sin saber si celebrar o pedir repetición, cuando Álvaro Peña ya planeaba con los brazos abiertos hacia Preferencia para festejar el segundo tanto, introducido también por debajo de las piernas de Taffarel. Al poco rato acabó el encuentro y estalló la fiesta.

Quisiera decir que viví todo eso desde las graderías del Siles, pero no. Lo cierto es que lo vi todo por televisión, en la casa de unos tíos, acompañado de familiares. Nos habíamos escapado de la fiesta del Tata Santiago, una tradición de mis padres y sus amigos, que se celebraba a solo unas pocas cuadras. Sigo sin entender cómo ganamos ese partido. Podría pecar de blasfemo, pero quiero creer que esos dos goles los metió el Tata. Nos los regaló para recordarnos que el fútbol y nuestra Selección y nuestro país podían ser también un acto de fe. Nunca más grité tanto como ese día de mi santo. Nunca más la televisión boliviana me hizo tan feliz como ese 25 de julio.