Opinión Bolivia

  • Diario Digital | sábado, 20 de abril de 2024
  • Actualizado 07:26

OJO DE  VIDRIO

¡Viva La Paz!

¡Viva La Paz!
Sobre La Paz hay una conspiración de tres autoridades, que han querido construir una Ciudad Maravilla para beneplácito de paceñas y paceños: el Gobierno central, la Gobernación del Departamento y el Gobierno Municipal. Al paceño medio quizá no le interese quién aporta más en proyectos, sino el resultado, al cual muy pocos sordos del alma se oponen. ¿Quién podría hacerlo frente al Teleférico o el Puma Katari?. Mi Teleférico ha comunicado con enorme sentido imaginativo a los rincones más pobres de La Paz y El Alto con los más opulentos. Viajar a La Paz y no conocer la cantidad de líneas que comunican El Alto, las laderas y los barrios del sur es como llevarse las broncas del interior del país a la sede del Gobierno. Jaime Saenz diría tal vez que construir el Teleférico “no es así nomás”, como decía respecto de la poesía; pero quizá lo mismo diríamos de los Puma Katari, porque la gente de a pie es beneficiaria de estos proyectos.

Llegamos al 16 de julio, mientras escribo estas líneas, y me encuentro con una La Paz próspera, un destino cultural mundial, al cual se debe no solo el paisaje sino la multitud del Gran Poder y el Carnaval de Oruro, y no los pocos individuos de clase media, que ostentamos como reliquias. Pero, al mismo tiempo, La Paz es incognoscible como siempre lo fue. Lo atestigua la majestad del Illimani, que en algún momento me pareció una marraqueta paceña, porque cambia de colores y formas sobre todo cuando le da la última luz del crepúsculo. A esa hora podría ser de cristal, tener tonos fucsia y dorado, lila y plata, coronarse con una nube cárdena o cubrirse con un velo de sombra, pero mañana estará allí y siempre habrá Illimani, como al principio, ahora y siempre. Nosotros somos hijos de la migración interna. A mis padres, perfectamente paceños, los residenciaron en Cochabamba cuando colgaron a Villarroel. Por eso nací, crecí, me casé, tuve hijos, salí profesional y cumplí casi todos los ritos de la vida en Cochabamba. Soy perfectamente cochabambino, pero si tuviera que ver por última vez otra ciudad no vacilaría en escoger a La Paz. Todavía me asombra el regocijo paceño de pertenecer a esta ciudad, un contento sin grietas, sin desmayos. Ellas y ellos son paceños y ya. Tienen una forma de decir y nombrar las cosas distinta a la de otros pueblos no menos intensos en su picardía popular, pero bien paceños. Por eso le agradezco a Manuel Monroy, el Papirri, que por siete años me padeció y llevó por esa ciudad que tanto entiende y expresa en tal forma que no pude sino hacerle un homenaje como la persona que me mostró sus recovecos, unas veces en vivo y otras contando sus historias. Le dediqué una novela que jamás hubiera escrito si no vivía en La Paz y gozaba de la amistad de Manuel. Justamente Germán, el Chaza, mi primo mayor, dijo sobre La Paz cosas que solo podía dictarle al corazón una ciudad que lo cobijó casi toda su vida. Con ese libro de memorias en la mente, quisiera rendir mi más cálido homenaje a esta bella ciudad.