Opinión Bolivia

  • Diario Digital | jueves, 25 de abril de 2024
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El cuentacuentos

El cuentacuentos
La tragedia vivida en Tiquipaya hace tan pocos días trajo infortunio y luto, pero, en medio de ella, también muestras evidentes de milagros solidarios de muchos grupos y personas. No podemos particularizarlas, pero sí resaltar su labor admirable y digna del mayor encomio y reconocimiento.

Sin embargo de ello, me animo al relato de un hecho singular, de una persona casi anónima, que no ofreció la fuerza de sus brazos para aminorar los efectos de la mazamorra, tampoco prestó curaciones ni primeros auxilios, menos proveyó alimentos ni proporcionó enseres necesarios para tales circunstancias. Este hombre, joven aún, de ropa casi raída, barba rala y ojos hundidos, tan solo llevaba quimeras en las alforjas, palabras en los labios, contaba cuentos. Apareció, al final de la tarde, llamado por nadie, en un albergue improvisado. Parecía haber surgido de la nada en medio de decenas de personas desesperadamente macilentas, con angustia dibujada en los rostros. Padres, madres y abuelos que no se cansaban de interrogar en silencio el porqué de sus males; más allá, un verdadero enjambre de niños parecía haber concluido recreo escolar, y se hallaban al punto del aburrimiento.

De pronto, una voz, la del contador de cuentos convocó a los niños, sin preámbulo alguno, a reunirse a su alrededor, llamado obedecido al instante como si fuera esperado y dentro de un programa previo. Hubo algarabía total.

Conformado el círculo, empezó, como si se tratase de algo acostumbrado, a preguntarles cosas comunes, si sentían frío o se hallaban cansados; si querían escuchar un cuento antes de irse a dormir. Los niños y las niñas del grupo y los que iban sumándose paulatinamente una mayor cantidad de rezagados, a coro reclamaban el cuento prometido.

Con agilidad digna de un acróbata, gesticulaciones en medio y a viva voz, empezó su tarea, preguntó a su auditorio si habían escuchado hablar de Hércules. Las respuestas fueron diversas, bullangeras e ingeniosas, y luego, como si se tratase de una clase magistral y participativa narró: que en aquellos tiempos en que dioses y mortales convivían en la intimidad, Júpiter tuvo amores con una dama mortal llamada Alcmena, y producto de ello nació un hijo al que le llamaron Hércules, pero como el tal Júpiter omnipotente tenía como novia oficial a otra diosa de nombre Juno, esta se puso celosa y envió a unas víboras para emponzoñar al niño. Tan fuerte era el muchacho que ahorcó con sus manecitas a las dos serpientes.

Al saber esto, la diosa se arrepintió y ella misma se ofreció para amamantar al niño hambriento. Pero tal era su hambre, que mordió con fuerza la teta bienhechora, salpicando de leche todo el cielo, gotas que en el infinito se convirtieron en estrellas formando lo que se llama la Vía Láctea.

Mientras este actor relataba lo anterior, los padres y abuelitos, además de voluntarios y cocineros y tantos como estaban en el albergue, se habían unido al grupo. A todos en conjunto los llevó fuera a contemplar las estrellas y dar nombres mitológicos a los conjuntos estelares. Concluida la función, los rostros se pintaron de una especie de alegría interior, que presagiaba dulces sueños. Para mí, este cuenta cuentos no era otro que un ángel guardián, haciendo su ronda nocturna.