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  • Diario Digital | viernes, 29 de marzo de 2024
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Asesinos políticos, los de antes

Asesinos políticos, los de antes
El sábado pasado, un neonazi italiano llamado Luca Traini iba al gimnasio cuando escuchó por la radio la noticia de un asesinato atroz perpetrado por un nigeriano. Se enojó. Volvió a su casa a buscar su pistola Glock. Y decidió dispararles a todos los negros que viese por la calle

Encontró a seis y les pegó tiros desde la ventanilla de su Alfa Romeo. En su pueblo del norte de Italia, la inmigración no llega al 10 por ciento . Y, por supuesto, no todos son africanos. La cacería le tomó dos largas horas. Cuando al fin dio por terminada la jornada, se bajó del carro, se anudó al cuello una bandera italiana y alzó la mano para hacer el saludo fascista

El ataque, irracional y rabioso, ha revuelto la campaña para las elecciones italianas, que se celebran el 4 de marzo. Traini había sido candidato a regidor de su pueblo por la formación ultraderechista La Liga. Aparece en fotos con su líder máximo, Matteo Salvini. Lejos de condenar al agresor, Salvini lo ha aprovechado para su propia propaganda, culpando a lo que considera un alarmante descontrol de la inmigración. El eje de su propuesta es el rechazo a los extranjeros en un país mediterráneo, a cuyas costas han llegado en los dos últimos años 300.000 prófugos de la miseria y violencia de África.
Y es que los crímenes de odio ya no son lo que eran. En los viejos tiempos, los subversivos occidentales atacaban a los poderosos, no a los pobres.  
En su libro “Historia alternativa del siglo XX”, John Higgs recuerda la época de oro de los asesinos políticos, sobre todo anarquistas, que entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, se rebelaban contra toda encarnación de autoridad. Uno de ellos, León Czolgosz, mató al presidente de Estados Unidos William McKinley, en 1901. Veinte años antes, otro había asesinado al zar ruso Alejandro II. En 1914, un nacionalista serbio desató la Primera Guerra Mundial al matar al archiduque Francisco Fernando de Austria. La obsesión contra los símbolos del orden establecido fue tal que, en 1894, un anarquista francés intentó volar el observatorio real de Greenwich, el que se usa como referente para los husos horarios del mundo. El atacante –que inspiró la novela de Conrad “El agente secreto”– no reconocía ningún poder, ni siquiera el del tiempo.
A su perturbada manera, los anarquistas no iban tan desencaminados. Su proyecto era inviable, pero intuían hacia dónde se dirigía la historia. Tras la Primera Guerra Mundial, los antiguos imperios y monarquías sin control de Europa fueron cayendo en favor de sistemas de gobierno más representativos, en que los ciudadanos participasen del poder. Para el final del siglo XX, nadie en su sano juicio en el mundo negaba ya la necesidad de elecciones.
El éxito de las democracias occidentales fue tan clamoroso que les hizo perder la perspectiva. Diez años después de la crisis financiera, los países europeos siguen siendo los más libres, ricos e igualitarios del planeta, y los que gozan de mayores beneficios sociales. Sin embargo, viven sumidos en una asfixiante sensación de pánico y amenaza. La extrema derecha es la respuesta desesperada a problemas que otros países ya quisieran para sí.
Un hombre con un Alfa Romeo y la libertad de ser candidato político dispara contra personas que huyen de la guerra y la pobreza extrema. Es el símbolo perfecto de una población que ha perdido la capacidad de valorar lo que tiene.