Opinión Bolivia

  • Diario Digital | jueves, 25 de abril de 2024
  • Actualizado 00:06

Ten ten

Mi abuela nació en Porvenir, Pando, y vivió su infancia en el Beni, en Cachuela Esperanza, y luego en Trinidad, donde su padre fungía como contador de la Casa Suárez. Eran otras épocas. Entre el paludismo y la precariedad, ansiaban trasladarse a Cochabamba donde “prendías un botón y había luz”. Escuchar sus relatos era recrear una época fascinante donde los grandes vapores cruzaban los grandes ríos de Bolivia (Mamoré, Mainuripi, Madre de Dios) y traían “lo último de Europa”. Pero el boom de la goma y la castaña acabó con la invención de la goma sintética. Era gente fuerte, hablaba de las guerras (Chaco o la Segunda Guerra mundial) como algo presente y que define tu forma de encarar la vida. Recuerdo su ropero totalmente desordenado, donde podías encontrar desde regalos sin abrir de 1979 hasta libros como ¿Arde París? o La España de Cisneros con sus respectivos apuntes. No terminó el colegio. De hecho, no terminó la enseñanza básica, pero supo cultivar un gran hábito por la lectura y podía encarar sendos debates sobre el Bizancio con su nuera, Phd en Arte Romano. Recordarla es un ejercicio frecuente de una época donde no había internet, ni siquiera TV por cable y que tener una radio a transistores era, en esencia, la mejor manera de estar conectados con el mundo. Los nacidos antes de los 80 seremos pues, la última generación no digitalizada que no tendrá su ecografía en Facebook ni habrá un video en Youtube de su primer cumpleaños. El mundo digital ha llegado para quedarse.

Por eso, recuerdo todo esto en mi memoria. No hay resultados en Google cuando la busco. La Chacra en Santa Cruz, el masaco y el churiqui en el locro. Sentarse a tomar té de visita con un pariente, prender la chimenea, remojar el pan en leche para los pajaritos, contemplar el atardecer o leer un buen libro. ¡Ah! Llegaba furiosa cuando su club del libro hablaba de alguna de “esas autoras de moda”) tipo Corín Tellado, cuando ella llevaba libros como “Sor Juana de la Cruz o las trampas de la fe”.

La veo con su bata verde haciendo jugo de naranja. No había microondas en su casa. Su refrigerador Westinghpuse funcionó por más de 40 años y con él, los demás accesorios. Era una época donde las cosas se hacían para durar, y si no funcionaban, se arreglaban. La obsolescencia programada era un concepto ajeno. La veo con sus lentes grandes zurciendo pantalones y medias, pues todo tenía arreglo y un buen parche en los codos salvaba esa chompa por un año más. Sentarse a la TV a ver Jenecherú, leer Presencia (yo iba directo a Trucutú), pelar arvejas, comer su pie de manzana o preguntarle porqué guardaba las mallas amarillas donde venden los limones y entender que venía de un lugar, donde lo desechable era impensable ya que las cosas cobraban sentido cuando se podían reutilizar. Un día como hoy, murió hace 7 años. Jenecherú significa “el fuego que nunca se apaga”.