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  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
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Hera y las Indias (II)

Hera y las Indias (II)
En la columna de la semana pasada me referí a los esfuerzos de la corona española para reunificar las familias de quienes se aventuraron hacia las Indias, dejando en la metrópoli a esposas, hijos y demás parientes. No obstante la buena intención de sus gloriosas majestades para posibilitar los encuentros, tal cosa no se mostraba sencilla, puesto que había que cumplir ciento y un requisitos burocráticos demandado tiempo y dinero. Aquellos que querían compartir lecho y fortuna en las tierras de promisión necesariamente debían hacer constar su convocatoria en una epístola denominada “carta de llamada”, misiva que, en el mejor de los casos, tardaba meses en llegar a su destino, el Real Consejo de Indias, organismo que luego de una revisión minuciosa y constatación de datos se encargaba de hacer una copia auténtica, y luego recién ponía el documento en conocimiento de los destinatarios. Lo dicho hasta aquí parece simple, pero tenía prolegómenos, dado el remitente. Generalmente analfabeto, debía recurrir a un letrado o persona que sepa escribir y leer, y vaya que era difícil encontrar un letrado o clérigo que tenga tiempo para tales menesteres, no obstante que nada era gratuito. Luego de redactada la carta a gusto y sabor del escribiente, que dejaba su impronta con encabezados tales como: “Alma mía y todo mi bien”, “Señora mía de mis ojos”, “Añorando vuestro glauco mirar” o simplemente ”esposa”, según el humor o la vena poética del escribidor, el requirente la signaba con una x y a veces con las iniciales que penosamente podía trazar. Todo un primor para los calígrafos. Dichas cartas, que se conservan en el Archivo de Sevilla, son materia de investigación para prestigiosos historiadores, entre otros Enrique Otte y José Luis Martínez.

Llegada la carta, si aún la persona estaba con vida y decidían el reencuentro, se sumaba el papeleo, como acreditar ser cristianas antiguas, viejas, dicen los documentos. Otro requisito fundamental era demostrar no haber sido procesada por el Tribunal del Santo Oficio; evidencias de moralidad y buena vida, y por supuesto la famosa carta de llamada, impidiéndose a las aventureras pisar suelo de Indias.

Luego comenzaría un largo viaje que llevaba interminables meses. Llegar a Potosí suponía una navegación de cuatro meses hasta las costas americanas y luego un desplazamiento tortuoso en canoas, acémilas, en andas o lo más común a pie en una geografía difícil y diversa. Se avistaba el cerro de plata, en el mejor de los casos, después de año de iniciada la partida, y luego de afrontar peligros diversos, como inclemencias naturales, tormentas que desviaban el curso de las naves, zozobras, ataques piratas, enfermedades y, por supuesto, recepciones poco cálidas de los nativos. El inicio del viaje no era para nada placentero, pues no se trataba de un crucero con camarote, comida, seguridad y diversión a bordo. Los viajeros se hacinaban en el puente, dormían generalmente en la intemperie, llevaban sus propios alimentos, tenían sus propios esclavos para su protección y servicio. La recomendación más común era: “No viajen solas, sino en compañía de otras mujeres honradas, porque es muy bellaca la gente de la mar”.

Hasta la próxima entrega.