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  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
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Hera y las Indias

Hera y las Indias
Expedicionarios, conquistadores, invasores, o como quiera llamárseles a estos intrépidos hombres, zarparon desde el puerto de Palos en busca de una ruta ignota para llegar a las Indias. Sin proponérselo ni imaginarlo, descubrieron un nuevo mundo, pero, obsecuentes con la idea de que se hallaban al otro lado, siguieron llamándole a la nueva geografía: Indias.

La versión oficial sobre tal hecho trascendental en la historia humanidad es proficua, documentada y sobre todo controversial. Pero no lo es tanto la historia privada de aquellos individuos concretos, pero casi anónimos, que participaron en tal epopeya, enfrentándose a una verdadera odisea donde todo les era extraño. Tanto el paraíso como el averno, ambos se hallaban al unísono y eran motivo de admiración y pánico.

Así, la ausencia de animales de tiro sorprendía al conquistador, millones de alimañas desconocidas pululaban por doquier; extrañaban la rueda, carruajes y otros mil instrumentos de trabajo. Se asombraban ante la inmensa y pétrea implementación urbanística; la disposición de rutas, canales y sistemas de regadío; el orden y el concierto de los imperios. Añoraban el olor a pan y el de su tierra natal. Quedaban rendidos ante la plata, perlas y otras mil riquezas que encontraban regados a su paso. Se hicieron dueños de tierras fértiles fácilmente, haciéndolas trabajar por negros e indios dados en encomienda. Tenían prácticamente todo en el cuenco de las manos, pero estaban solos, sin esposas legítimas ni hijos o parientes próximos con quien compartir su nuevo destino, mitigar los achaques de la vejez o recibir la mínima atención cuando las enfermedades y accidentes los hacían inútiles millonarios. De ahí que muchos de estos imploraban a su mujeres y parientes dejar las miserias europeas y trasladarse al nuevo mundo, ofreciéndoles el oro y el moro. Hubo otros que, sabiéndose muy ricos, pretendían el retorno desesperado a sus aldeas natales para lucir sus éxitos y su prosperidad en los pueblos paupérrimos y malolientes de donde salieron. Querían comprar títulos nobiliarios y dedicarse al ocio analfabeto.

La Corona, siempre meticulosa cuando se trataba de sacar provecho, se propuso reclamar impuestos y apoderarse del último maravedí de sus súbditos. Mostró preocupación y reglamentó hasta los hechos más insignificantes, entre ellos la ausencia de mujeres para sus vasallos enfrentados al terrible pecado de amancebamiento con originarias. Desde muy temprano, mediante cédulas reales de 1509, prohibió la permanencia de hombres casados en los nuevos territorios sin sus legítimas, concediéndoles el plazo perentorio de tres años para la reunificación familiar. Caso contrario, serían expulsados de los nuevos dominios, perdiendo, como quien dice, soga y cabrito. Más tarde, los hombres casados tenían prohibido llegar a los territorios ultramarinos sin ellas y previa demostración de matrimonio religioso, el único imperante y válido en tales tiempos, además de un certificado en el que constase su antigüedad cristiana. La nueva Recopilación de las Leyes de Indias de 1680 estableció un acápite expreso bajo el denominativo: "De los casados y desposados en España e Indias que están ausentes de sus esposas" (Lib. VII, Tít. 13). Pero tal celo y moralidad cristiana se mostraba peluda, como veremos en la próxima entrega.