Opinión Bolivia

  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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El incorregible

El incorregible
En plena dictadura, en aquella en la cual se debía andar con el testamento bajo el brazo, alguien llamó a la puerta de la casa materna, y por un extraño azar de la vida, fue la dueña que abrió el portón, hecho por de más insólito en ella. Grande fue su sorpresa al encontrarse ante un hombre rubicundo, gringo por añadidura, de abundante cabellera rojiza y luenga barba. Mi círculo familiar es naturalmente numeroso, fue regido por mis padres bajo ciertos cánones no muy comunes para la época. Nuestras vidas transcurrían de Navidad a Navidad; en el intermedio, para mitigar la ansiedad de la espera, carnavales y la quema de San Juan, con sus matices particulares y fulgores propios. No nos resultaba para nada extraño que al nutrido círculo se adhirieran en cualquier momento otras personas y pasen a formar parte de nuestro núcleo como auténticos familiares.

En la década de los 70, la familia creció cuando Xavier Albó, Luis Alegre y Luchito Espinal se hicieron miembros natos del clan. Los tres en concierto bautizaron a mi hijo Xavier, cuando tenía un mes de nacido. Era una Nochebuena en que el pesebre fue ocupado por mi hijo, dejando al niño cusqueño sin cuna eventual. Posteriormente y al pasar los años, la familia creció con hijos de los hijos y nietos de los nietos y otros familiares adoptados para solaz de todos nosotros, particularmente de mi madre que genéricamente fue conocida como la abuelita, quien murió como había vivido, en santas paces sembrando y cosechando cariño y concordia, exactamente igual que años antes, cuando mi padre dejó este mundo.

En los años ochenta, tiempo en el cual había que andar con el testamento bajo el brazo, un hombre singular tocó el timbre de mi casa. Por alguna extraña razón, ya que no solía hacerlo, mi madre abrió la puerta y se encontró con un gigante rubicundo con una cabellera de color indefinido, luenga barba de igual color, vestido de chaleco y corbata y con revistas Atalaya y ¡Despertad! en la mano, que con pésimo y entrecortado español ofertaba un nuevo reino en el que convivirían el manso cordero, el lobo feroz y unos cuantos elegidos, matizando su oferta con citas de capítulos y versículos. Mi madre, no obstante de ser católica profesante, permitió su ingreso a casa, más aún, le invitó a tomar asiento y ofrecerle un refresco para mitigar los efectos de la canícula. El gringo, tan bien recibido, continuó su labor de mensajero divino, frente a la obstinación de la evangelizada, y así, entre réplicas y dúplicas, el extraño mudaba de indumentaria: primero se quitó los lentes oscuros, luego la peluca color de ensalada a la Coleslaw, descubriendo su p’ajla lustrosa inconfundible, acompañando la muda con sonoras y prolongadas carcajadas que repercutían en todo el barrio, mientras que, como por arte de magia, hacía aparecer cartas ansiadas de los familiares perseguidos y ausentes. Era Xavier Albó que, dándose modos muy propios, fue a confortar a la madre angustiada. Esta misión la cumplió el mensajero, corriendo evidentes riesgos, porque él también era un réprobo. Xavier, el hombre de la legión, de aquella que “Jesús con su nombre distinguió”, es incorruptible, además de curioso; de ahí que no quepa duda de que si de devolución de medallas se trata, lo hará a su estilo, quién sabe, devolviendo un Cóndor de los Andes, pero al espiedo.