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  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
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DIDASCALIA

No vivimos para morir

No vivimos para morir
Roma es una de las ciudades más bellas del mundo. Su arquitectura, historia y geografía hacen de ella, verdaderamente, la ciudad eterna. Como en un oasis de paz, a un lado de la famosa Vía Appia Antica, desde el templo de Quo Vadis, se alza una explanada hermosa donde los pastores aún hoy llevan a sus rebaños. Se trata de un espacio verde adornado solamente por gigantes cipreses que bordean la única calle principal.

Toda la explanada, que a simple vista es un espacio para pasear, reflexionar y rezar, esconde bajo tierra 20 kilómetros de catacumbas en cuatro niveles de profundidad. Son las Catacumbas de San Calixto.

En los primeros siglos de nuestra era, el cristianismo estaba prohibido, motivo por el que quienes lo profesaban eran perseguidos por el Imperio romano. Los primeros cristianos comenzaron a excavar catacumbas para celebrar la eucaristía y enterrar a sus difuntos. Los romanos tenían espacios denominados necrópolis (ciudad de los muertos), pero los cristianos creían que la muerte era solo el paso a una nueva vida, por eso acuñaron el término cementerio, lugar de descanso.

Las catacumbas están constituidas por túneles alumbrados por lámparas de aceite perfumado que tenían distintas formas, entre ellas la de paloma, recordando la paz que Dios envió a Noé después del diluvio y simbolizando también al Espíritu Santo.

En las paredes de los túneles se encontraban las lápidas de los difuntos enterrados allí. Las lápidas contienen la inscripción del nombre de cada difunto, además de algunos símbolos de fe de esa época. Resaltan, por ejemplo, el ancla, una manera disimulada de mostrar la cruz, que simboliza la llegada a un puerto seguro; el ave fénix, que representa la resurrección de los muertos; el buen pastor que simboliza a Cristo que nos lleva consigo; el pez, que en griego se dice “icthus” y que significa “Jesucristo, hijo de Dios Salvador”.

En las catacumbas de San Calixto, uno podrá encontrar además el testimonio de los primeros mártires, las primeras manifestaciones artísticas de la fe y, sobre todo, las expresiones de la esperanza cristiana en una vida después de la muerte.

Hoy que celebramos el Día de los Difuntos, además de recordar a aquellas personas que nos han dejado, renovemos la más bella esperanza cristiana, aquella que desde los primeros siglos nuestros padres de la fe nos han transmitido: la de volver a encontrarnos con los que ya han partido.

Aprovechemos también para pensar en nuestra propia muerte. Sí, sé que parece un disparate lo que acabo de decir, pensar en nuestra muerte. Y es que la muerte es parte de la vida, irrefutable e irremediablemente. La idea de la muerte como el paso a una vida más plena debería ser una especie de brújula en la vida de cada cristiano. No vivimos para morir, como decía Sartre, sino para vivir más plenamente. Esto quiere decir que la vida no debe ser vivida como sea, sino con el amor cotidiano y concreto hacia las personas que están cerca nuestro.

Que nuestra vida, aunque fuera solo por hoy, sea un símbolo de la fe para todos con quienes hoy nos encontremos, vivos o muertos.