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  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
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PARALAJES

Neonacionalismo y neoautoritarismo

Neonacionalismo y neoautoritarismo
Francis Fukuyama y otros entusiastas del statu quo erraron al creer que la consolidación de la democracia liberal era el resultado inevitable de las contiendas ideológicas del siglo XX, y el fin mismo de la historia. En esta visión, capitalismo, libre mercado y democracia al modo occidental eran aspectos inseparables del devenir y cumplimiento históricos. El 11-S dio un manotazo violento a esta ilusión, pero la cosa va más allá. La globalización mediática, comunicacional y el avance tecnológico parecen imparables, pero al mismo tiempo hay una sorprendente regresividad política. Es verdad que si bien puede culparse al capitalismo por generar diversas formas de crisis (ambiental, climática, financiera, humanitaria), aquél sigue gozando de muy buena salud. Como dice Zizek, hoy a la gente le resulta más fácil imaginar un apocalipsis -telúrico, nuclear o sobrenatural- que un cambio profundo en las reglas de funcionamiento del sistema capitalista. En cambio, el liberalismo político está en aprietos y enfrentando fuertes desafíos en muchas partes del mundo.

La tercera ola de democratización, iniciada en la década del 80, llevaba implícita la promesa de una forma madura y consolidada de democracia que implicaba no solamente electoralismo y un gobierno emergente de la voluntad de la mayoría, sino también división de poderes, libertad de expresión y otras libertades civiles, respeto a los derechos de las minorías, constitucionalismo y medidas destinadas a limitar el poder del Estado. Bajo esta mirada, las “democracias populares” del bloque soviético, entrando en pleno proceso de colapso en aquel entonces, no podían considerarse verdaderas democracias; se trataba de dictaduras de partido. México, aunque de modo mucho menos secante que los regímenes del socialismo real, más de medio siglo bajo el gobierno de un PRI ultra hegemónico, se percibía como un país de republicanismo imperfecto, con un importante déficit democrático, necesitado de reformas, que por otra parte se veían (y más tarde se probaron) factibles, sin necesidad de cambiar en esencia de sistema político.

El nacionalismo era una reliquia, históricamente necesaria, pero poco menos que ridícula y anacrónica en un mundo cada vez más individualista, dinámico y globalizado. Conclusiones precipitadas, dado que, por ejemplo, el paradigma de los bloques de integración supranacionales, la Unión Europea, está en seria crisis. Otras regiones, Rusia, Turquía, Hungría, Corea, etc., nos muestran que el nacionalismo sigue vivo y coleando. Y ni hablar de los separatismos nacionalistas, catalán, escocés, flamenco o kurdo. En Europa y Asia, muchas veces el nacionalismo se da en forma micro, y es de carácter étnico, en vez de ser (como en América) un pacto social destinado a integrar diferencias en el marco de la república y la igualdad ante la ley. El así llamado Primer Mundo –o sus élites- sigue identificado con la democracia liberal, aunque la crisis ha alcanzado el corazón del sistema, como se acredita con el triunfo de un populista de derechas como Trump. También Europa ha visto el surgimiento de partidos de base popular, cimentados en el malestar frente a la globalización, el desempleo, el postindustrialismo y la desindustrialización, la nostalgia de una mayor cohesión social en el pasado, la xenofobia o la demanda de una política de mano dura contra la inmigración ilegal, y el resentimiento frente a lo que se percibe como una “élite liberal” dominante, insensible a los reclamos de la gente común.