Opinión Bolivia

  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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Yo también

Yo también


Y sí. Como muchas, como tantas, yo también he sido violentada en forma de acoso durante cada etapa mi vida. Acoso callejero desde que era una púber de 12 años; acoso sexual disfrazado de afecto en el trabajo y, en este último tiempo, acoso bajo lo que Neubauer llama la “voz del estigma”, a través del sistemático menosprecio, burla y difamación por parte de un colega universitario que encima torna su estilo en academia.

Y sí. Como muchas, como todas, he sentido la violencia del acoso como una patada dirigida al corazón de mi dignidad. ¡Cuánta vergüenza y desamparo siente una al ser manoseada, apretujada, al oír groserías repugnantes estallando en tu cabeza! Qué incomodidad, qué molestia al percibir las manos de tu jefe acariciando tu pelo, tus mejillas, abrazando tu cintura. O sentirte con las manos atadas viendo que tu prestigio se triza en cobardes panfletos infamantes que te señalan, pero no dicen tu nombre.

Y qué rabia que la impronta del silencio se imponga. Callar; callar y aguantar; callar y olvidar. Qué bronca del demonio estar completamente sola con gente a tu alrededor que mira, que sabe, pero que pasa apresurada, que vuelca la mirada. Peor aún, de recibir de tu entorno las consabidas palabras de aliento: “Nada te turbe, nada te espante”, “Sí, es una bajeza, pero mejor tranquila, todo pasa. Paciencia y buen humor, lo otro es inútil, es echar gasolina al fuego”. Qué furia contra el mundo y contra una misma porque, por muy feminista que seas, ahí tú, calladita, porque ya viste cómo le fue a la que protestó, a la que denunció. Porque sabes de la fragilidad inútil de las leyes.

Y, de repente, ¡zas, cholita! Después de tanta lagrimadera y quejica, te encuentras con el Face de tus estudiantes, o mejor dicho de tus estudiantas (sic a mansalva) que, ante un meme de acoso callejero, van desgranando, jocosas, sus experiencias. ¿Quedarse calladitas? ¡Mandinga! La sarta de improperios que recibieron los osados. ¿Bajar la mirada avergonzadas? ¡Qué va! ¡Cómo tuvieron que correr los desalmados para no recibir sus merecidos tortazos. Y vaya que alguno recibió lo suyo, y no faltó la que armó quilombo, con Policía y todo.

O ya también, te enteras sorprendida que las nenas de 13 años del curso de tu hija, incluida tu retoño, manifestaron públicamente sentirse incómodas con las muestras de cariño de su profesor. Más turulata todavía cuando te cuentan que no tuvieron problema en expresarle al profe tal molestia. Y más pasmada e incrédula aún al observar cómo estas niñitas aguantaron el posterior bullying de las compañeras mayores que las presionaban para retirar lo dicho; cómo resistieron a los comentarios emanados de algunos profesores y personal de la institución para hacerlas sentir culpables, y lo más inaudito, a la posición de algunos padres que les reprocharon su actitud por –dizque– cambiar el maravilloso orden de las cosas e iniciar una cacería de brujas.

Y entonces, te aparece una sonrisita de Mona Lisa, de íntima satisfacción, porque piensas –quizá ilusamente– que las cosas van cambiado lenta e irremediablemente, que ya no hay vuelta atrás pese a los padres trogloditas, a los profesores trasnochados, a los espantados por el inicio del fin de su orden cósmico que aúllan: “¡Feminazi! ¡Feminazi!”.