Opinión Bolivia

  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
  • Actualizado 16:35

PARALAJES

Yo me llamo...

Yo me llamo...
“Yo me llamo” es un programa de imitadores de estrellas de la canción, transmitido por Unitel. Es muy popular entre el público boliviano, especialmente el cruceño que es el anfitrión del mismo. “Yo me llamo” es también es una imitación de programas similares en Latinoamérica, que a su vez remedan otros del mundo anglosajón. Es parte del auge actual de la globalización corporativa en el ámbito de la industria cultural. Ejemplos: el show “American Idol” tuvo una versión para el mundo hispano, “Latin American Idol”; MTV tiene su sección para América Latina, MTVLA; igual pasa con los canales de Disney, History Channel, etc.

Estos programas televisivos que van a la “caza” de nuevos talentos en el canto, la danza o cualquiera de las artes performativas, parecen ser entretenidos e inocentes. De modo que, en principio, no habría porqué estar en contra. Y si hay quienes sí están en contra, no sería aceptable que buscaran algún tipo de censura. La libertad de expresión es un valor primordial y defenderla implica aceptar opiniones y expresiones artísticas que puedan ser desagradables o perniciosas para la sociedad. El rol de la crítica no es suscitar un clima de intolerancia o censura. La crítica cultural desdeña pensar diversos fenómenos de la cultura de masas. Labor dejada a algunos sociólogos de la comunicación que buscan describir y explicar lo que ven, pero ajenos a cualquier juicio o valoración. La crítica cultural es elitista y la comunicología populista.

El karaoke —invento japonés— permite a cualquiera ejercitar su poco o mucho talento para cantar. No soy muy aficionado, pero me simpatiza mucho la idea de que la gente se entretenga en el ámbito privado o social, evocando a sus artistas favoritos. Pero los programas de imitadores le han dado una nueva dimensión al concepto. Entrañan un lado oscuro que fácilmente escapa a la percepción tanto de productores, telespectadores, como de los propios protagonistas que buscan su cuarto de hora de fama, y acaso, el desarrollo de su potencial. Una vez oí decir a un músico callejero que este tipo de programas en verdad destruyen el talento artístico, y tiendo, sin absolutismos, a estar de acuerdo. El talentoso que se presta a ser deglutido por la tele, permite, al mismo tiempo, la expropiación de su poder creativo o expresivo, para los fines de una industria de entretenimiento mercantilizada y banal.

Es un juego perverso. La posición en que se sitúa, de inicio, al imitador es de inferioridad. Debe buscar parecerse, en el timbre de voz, así como también físicamente, y tiene que ser la mejor copia posible del “original”. Para eso está el entrenamiento, el maquillaje y, a veces, la cirugía. Esto es algo muy distinto a hacer un “cover”. Peor aún, muchos de los artistas imitados son de calidad artística dudosa, y no sobrevivirán la prueba del tiempo. Pese a ello, el hecho de ser objeto de imitación los ensalza, les da un estatus, devienen en estándar de valor artístico. La imitación en sí no es mala; imitar, disfrazarse es un acto lúdico, jovial, que tiene lugar en casi toda cultura humana. No obstante, todo lo que es más execrable de la industria cultural parece condensarse aquí. Y la explotación del talento es sutil: ya hay suficiente material humano que ahorra un costoso proceso de “casting”. “Yo me llamo” está reciclando a imitadores de otras temporadas, para continuar el “perfeccionamiento” de la banalidad y la insignificancia. Un juego de autorreferencialidad infinita, no muy diferente a comerse el propio vómito.