Opinión Bolivia

  • Diario Digital | sábado, 20 de abril de 2024
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ICONOCLASIA

Patada al civismo

Patada al civismo
Se aproxima un nuevo aniversario de nuestro departamento y prestos estamos a vegetar bajo el ala rancia de nuestra parafernalia. Suntuosos y primaverales arreglos florales, pesados estandartes izados con fingida gallardía, sonoras bandas que replican la infinita abulia de los equinos y la estoica marcha de los sufridos servidores públicos, bregando por cumplir su deber a codazo limpio con la panda de movimientos sociales, entonación mimética de himnos para desenterrar las hazañas de nuestros gloriosos antepasados. Todo un derroche de fervor cívico, trasegado bajo un indolente sol de septiembre, menos cálido y afable que aquel que evocan las estrofas de nuestros dulces cánticos.

Un condimento especial sazonará, sin embargo, las efemérides cochabambinas. El mismo día 14 de septiembre se disputará el partido de fútbol de la Copa Libertadores de América, entre Wilstermann y River Plate. Una provocación involuntaria del destino quiso que se diera esta afortunada, o tal vez, trágica coincidencia. Una de esas remotas sincronías que teje el azar con la aterradora precisión del relojero, para bien o para mal. Las castas celebraciones cívicas, de uniformes estudiantiles y de marchas de militares de nulas batallas y miles de condecoraciones, serán pulseteadas por la efervescencia de pasiones dionisiacas y multitudinarias, de desenlace insospechado.

Las críticas ya afloraron delatando nuestra peculiar idiosincrasia. Están los eternamente inconformes que alegan que en este país, en esta ciudad, el fútbol se está imponiendo salvajemente sobre el noble fervor cívico, aniquilando nuestras instituciones, nuestros símbolos y antepasados. Que la memoria de Esteban Arze, Manuela Rodríguez y otros de nuestros próceres, estaría siendo inmolada en el prosaico altar de la pelota. Y todo porque la Gobernación tuvo el tino y la sapiencia futbolera de adelantar para el 13 de septiembre las ceremonias de aniversario, desfile cívico incluido. Ajenos a la trascendental batalla que se libra dentro el gramado, donde el alma de millones cabalga sobre una pelota, quienes combaten al fútbol están predestinados a la derrota. El grito de un gol, los clamores que retumban limpios en un estadio de fútbol son más auténticos, genuinos y sinceros que las desaforadas protestas y murmuraciones que a diario agitan a nuestra hipócrita sociedad. Un grito de gol jamás será sospechoso de partidismo. Cierto, no todos son futboleros, no a todos les gusta confundirse extáticos en la bruma de sudores y olores a sobaco, transpirando por una causa ajena. Pero, tampoco todos son católicos o cristianos, y, sin embargo, se toleran árboles de Navidad, pesebres y villancicos en las calles, o que se interrumpa el tráfico por procesiones de vírgenes o caminatas de feligreses. ¿Por qué se estigmatiza un grito de gol y no las plegarias, si son estas últimas las que generalmente suplen a la acción social, en tanto que el fútbol no pretende ser sucedáneo de nada? Tolerancia es lo que nos hace falta. Deben cerrarse las calles horas antes del partido; es por eso que se anticipará el desfile. De todas formas, aquel que explote de fervor cívico irreprimible podrá asistir al desfile el día 13, y empacharse del sonido monótono de tambores y bandas militares que loan batallas inexistentes.

Hace más de cuatro décadas, un escritor extraordinario, oriundo de la misma tierra que alumbró a Maradona y a Messi, tuvo la audacia de desafiar al fútbol en su propio reducto. Jorge Luis Borges –quien decía que el “fútbol es popular porque la estupidez es popular”- dictó una conferencia el mismo día y a la misma hora (05 de junio de 1978) en que debutaba la selección argentina en el mundial del que era anfitriona. Borges disertaba sobre la inmortalidad, mientras miles de argentinos vitoreaban a la selección de Kempes. Borges perdió; no por goleada pero perdió. Años después, el 14 de junio de 1986, Borges murió, sin haber conocido la gloria del Premio Nobel –el premio más “popular” entre los intelectuales. Murió también sin haber atestiguado la máxima consagración del fútbol argentino: Maradona levantando la copa de campeones en el mundial de México 86.

Esta es la herejía del fútbol. Invencible, indomable. Es lógico que no pueda vencerla un anquilosado y puritano fervor cívico que se derrocha en inútiles y aburridos desfiles y loas a héroes muertos. Las poses del civismo son meros simulacros inertes, pantomimas sin vida; no se comparan a las auténticas y vivas pasiones que despierta el fútbol. Ahora, al menos, el fútbol propinó un certero puntapié al ángulo del civismo.